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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Intriga

Suites imperiales (5 page)

BOOK: Suites imperiales
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—Tiene veinticuatro años —se queja Jason.

—Pero es guapísimo.

El director menciona los rumores sobre la orientación sexual de Clifton, un supuesto trabajo en un sitio web porno hace unos años, un rumor sobre una cita con un actor muy famoso en Santa Bárbara, y su desmentido en la portada de
Rolling Stone
sobre la nueva película del famoso actor en el que había tenido un pequeño papel: «Nos tiran tanto las chicas que es ridículo».

—Nunca he sabido decir quién tiene pluma —dice el director—, Supongo que se hace el macho.

Luego volvemos a concentrarnos en las chicas.

—¿Quién es la próxima?

—Rain Turner —dice alguien.

Intrigado, levanto la mirada de los mensajes de Laurie, que no paro de borrar, y cojo una foto de un primer plano. Justo cuando la levanto de la mesa, entra la chica del porche de la casa de Bel Air de Trent y Blair y tengo que fingir que no estoy atrapado. Los ojos azules complementan un cuello alto azul claro y una minifalda azul marino, prendas que habría llevado una chica en 1985, la época en que está ambientada la película. Siguen las presentaciones y empieza la audición: mala, estridente, monótona, el director le hace releer cada dos líneas, pero algo sucede. Me mira fijamente, y la mirada que le devuelvo es el principio de todo, y me imagino el futuro: «¿Por qué me odias?», imagino que dice la voz angustiada de una chica. «¿Qué te he hecho?», imagino que grita otra persona.

Durante la audición veo en mi portátil la página de IMDb de Rain Turner. Lee para otro papel y me doy cuenta con pánico de que nunca la llamarán. No es más que otra chica que, gracias a su físico —su moneda de cambio en este mundo—, se las ha ido arreglando y no será divertido verla envejecer. Estas simples realidades, que conozco tan bien, hacen que todo me parezca complicado. De pronto recibo un mensaje de texto —«¿Quién es?»— y tardo un rato en comprender que es de la chica con la que estuve coqueteando en el Admiral’s Club del JFK la tarde que volé aquí. Cuando levanto la vista, caigo en la cuenta de que nunca me he fijado en el árbol de Navidad blanco que hay junto a la piscina, ni en que el árbol de Navidad queda enmarcado por la ventana junto a la pared donde hay un cartel de
Sunset Boulevard
.

Estoy acompañando a Rain a su coche, que ha aparcado a la entrada de las oficinas de Washington Boulevard.

—Entonces, ¿esta es la película en la que querías que actuara? —me pregunta.

—Podría serlo. No pensaba que me habías reconocido.

—Por supuesto que sí.

—Me siento halagado. —Un momento de silencio, luego voy a por todas—: ¿Por qué no te has presentado al productor? También estaba en la fiesta.

Ella sonríe como si estuviera asombrada y levanta un brazo para golpearme. Se lo aparto juguetón.

—¿Siempre eres tan descarado antes de la hora del cóctel? —pregunta.

Es encantadora, pero hay algo ensayado en su encanto, algo frágil. Si la sonrisa asombrada parece inocente es porque siempre hay algo más oculto en las comisuras.

—O podrías haber ido directamente al director —digo en broma.

Ella se ríe.

—Tiene mujer.

—Vive en Australia.

—He oído decir que no le gustan las chicas —susurra.

—Entonces, ¿soy una rareza?

—¿Qué es eso? —dice ella, tratando de disimular un breve momento de confusión.

—¿El guionista respetado? —sugiero con cierta ironía.

—También eres productor en esta película.

—Es cierto. ¿Qué papel te gusta más?

—El de Martina —responde Rain, concentrádose de inmediato—. Creo que es el que me va más.

Antes de llegar a su coche he averiguado que vive en un apartamento de Orange Grove, junto a Fountain, y que tiene una compañera de piso, lo que lo hará todo mucho más fácil. La transparencia de nuestro acuerdo: lo maneja a la perfección, y la admiro por eso. Todo lo que dice es un océano de signos. Escuchándola me doy cuenta de que es un montón de chicas a la vez, pero ¿cuál de ellas me está hablando? ¿Cuál de ellas volverá al apartamento de Orange Grove en el BMW verde con una matrícula personalizada en la que se lee «abundancia»? ¿Cuál subirá a la habitación del Doheny Plaza? Nos intercambiamos los números de teléfono. Ella se pone las gafas de sol.

—¿Crees que tengo alguna posibilidad? —pregunta.

—Creo que resultarás divertida —digo.

—¿Cómo puedes decirme eso? Mucha gente no sabe cómo manejarme.

—¿Por qué no dejas que lo compruebe por mí mismo?

—¿Cómo sé que no estás loco? —pregunta—, ¿Cómo sé que no eres el tipo más loco que he conocido en mi vida?

—Tendrás que ponerme a prueba.

—Tienes mis datos —dice ella—. Pensaré en ello.

—Rain. Ese no es tu verdadero nombre.

—¿Importa?

—Bueno, eso me lleva a preguntarme qué más hay de falso en ti.

—Eso es porque eres escritor. Porque te ganas la vida inventando cosas.

—¿Y?

Se encoge de hombros.

—He descubierto que a los escritores les suele preocupar esa clase de cosas.

—¿Qué clase de cosas?

Se sube al coche.

—Esa clase de cosas.

El doctor Wolf tiene su consulta en un edificio corriente de Sawtelle. Es de mi edad, su principal clientela son actores y guionistas, y las sesiones de trescientos dólares las cubre parcialmente el seguro del Writers’ Guild, el sindicato de guionistas. Me lo recomendó el verano pasado un actor cuya carrera estancada precipitó una recaída, y eso fue en julio, después de que la crisis a causa de Meghan Reynols entrara en su fase más intensa. En la primera sesión el doctor Wolf me interrumpió cuando empecé a leer en alto los e-mails de Meghan que guardaba en mi iPhone, y pasamos a hacer el ejercicio de Inversión del Deseo: quiero sufrir, quiero sufrir, sufrir me hace libre. Y una tarde de agosto salí a mitad de sesión indignado y fui hasta Santa Mónica Boulevard, donde dejé el coche en un aparcamiento desierto y vi una nueva copia de
El desprecio
en el Nuart, repantigado en la primera fila aplastando una caja de caramelos, y cuando salí del cine me quedé mirando la valla publicitaria digital que daba al aparcamiento: una cama deshecha con las sábanas arrugadas y un cuerpo desnudo medio iluminado en la habitación a oscuras, con letras helvéticas blancas curvándose sobre la carne.

Las fotos de desnudos que me envía Rain más tarde (llegan mucho antes de lo que esperaba) son artísticas y aburridas (en tono sepia, desenfocadas, posando) o sórdidas y provocativas (en un balcón con las piernas abiertas, con un móvil en una mano y un cigarrillo apagado en la otra; de pie junto a un colchón cubierto con una sábana azul en un dormitorio anónimo, los dedos abiertos sobre la parte inferior de su abdomen), pero cada una es una invitación, cada una juguetea con la idea de que esa exhibición puede asegurarle la fama. En el cóctel que tiene lugar en una suite de Chateau Marmont —donde hemos tenido que firmar un contrato de confidencialidad para asistir— nadie dice nada ni remotamente tan interesante como lo que las fotos de Rain prometen. Esas fotos ofrecen una tensión, algo distinto que no está presente en la suite con vistas a Sunset. Es el mismo diálogo («Qué está pasando con
The Listeners
?» «¿Has estado los cuatro últimos meses en Nueva York?» «¿Por qué estás tan delgado?») pronunciado por los mismos actores (Pierce, Kim, Alana) y las habitaciones podrían perfectamente estar vacías y mis respuestas a las preguntas («Sí, todo el mundo ha sido advertido del desnudo», «Estoy cansado de Nueva York», «He cambiado de entrenador, hago yoga») podrían haber estado compuestas de sonidos de ave lejanos. Es la última fiesta antes de que todo el mundo se vaya de la ciudad y me están hablando de los lugares habituales en Hawai, Aspen, Palm Springs, varias islas privadas, y la fiesta la da un actor británico que se aloja en el hotel y que ha hecho de malo en una película basada en un cómic que yo he adaptado. Suena a todo volumen «Werewolves of London», y en las pantallas de televisión repiten una y otra vez un vídeo de una ceremonia en el Kodak Theater. Ha corrido rápidamente por toda la ciudad una historia horrible sobre una joven actriz hispana cuyo cuerpo fue encontrado en una fosa común al otro lado de la frontera, y por alguna razón está relacionada con un cartel de narcotráfico de Tijuana. Una maraña de cadáveres desperdigados por la fosa. Con las lenguas arrancadas. Y cada vez que se cuenta la historia se vuelve más disparatada: ahora hay un barril de ácido industrial lleno de restos humanos licuados. A modo de advertencia, han tirado un cuerpo frente a una escuela de primaria, con un mensaje insultante. No paro de mirar las fotos que Rain me ha enviado a través de earthlink.net desde allamericangirlUSA (asunto: «Eh, loco, vámonos») cuando me interrumpe un mensaje de texto de un número oculto.

«Te estoy vigilando.»

Respondo: «¿Eres la misma persona?».

Estoy mirando fijamente una pared con fotogramas de películas sin título de Cindy Sherman cuando vibra el móvil en mi mano con la respuesta.

«No, soy otra.»

Un grupo de chicos ha reservado una mesa en un nuevo salón-bar de La Cienega y me dejo invitar mientras espero un taxi y ellos esperan sus coches frente al bar Marmont y estoy mirando los parapetos del Chateau y pensando en el año que viví allí, después de dejar El Royale y antes de mudarme al Doheny Plaza —las reuniones de Alcohólicos Anónimos en Robertson y Melrose, los margaritas de veinte dólares del servicio de habitaciones, la adolescente que me tiré en el sofá de la habitación 44—, cuando veo a Rip Millar detenerse en un Porsche descapotable. Me escondo en la penumbra mientras se acerca al hotel cogiendo por la muñeca a una chica que lleva un vestido corto, y uno de los tipos lo llama y él se vuelve y hace un ruido que podría pasar por una carcajada, luego dice con voz cantarina: «¡Que os divirtáis!». Como esta noche he empezado con champán, mi lucidez no se ha agotado y ante mí aún no se extiende la zona muerta, y estoy en el Aston Martin de alguien que se está jactando de tener una puta mantenida en su piso de Abbot Kinney, al este de los canales de Venice, y otra en una suite del Huntley. Murmuro la frase del eslogan del hotel («El mar en un mar de caras conocidas») mientras pasamos por delante de las limusinas y de los grupos de paparazzi que hay fuera de Koi y STK, y de pie en la acera delante de Reveal estoy mirando los cipreses que se elevan hacia el cielo nocturno cuando dos tipos de la fiesta del Chateau se acercan al aparcacoches, y no conozco a ninguno en realidad, de modo que todo resulta cómodo; Wayne es un productor con un contrato en Lionsgate que no está yendo a ninguna parte, y Kit, un abogado del mundo del espectáculo que trabaja en un bufete de Beverly Hills. Banks, que me ha traído en coche, es un creador de reality shows. Cuando le pregunto por qué ha escogido Reveal como local, responde: «Me lo ha recomendado Rip Millar. Rip nos ha traído aquí».

Dentro está de bote en bote, hay un ambiente vagamente peruano, las voces rebotan en los techos altos y el sonido amplificado de una cascada de agua rivaliza con la canción de Beck que suena a todo volumen por el salón. Mientras el dueño nos conduce a nuestra mesa, dos chicas delgadas como el papel me paran en la entrada del comedor y me recuerdan una noche en el Mercer de Nueva York del pasado octubre. No me acosté con ninguna de ellas —solo esnifamos coca y vimos
The Hills
—, pero los tipos se sienten atraídos. Alguien menciona a Meghan Reynolds y me pongo tenso.

—Es interesante lo que sacas de todo esto —dice Kit una vez que nos sentamos alrededor de una mesa en el centro de la sala—. ¿No es agotador?

—Es una pregunta que encierra un montón de preguntas —respondo.

—¿Sabes el chiste de la actriz polaca? —pregunta Banks—. Vino a Hollywood y se tiró al guionista. —Calla un momento y me mira—. Supongo que no es muy gracioso.

—Actúa en mi película y te convertiré en una estrella —dice Kit con voz infantil.

—Es evidente que Clay no subestima el factor desesperación en esta ciudad —dice Wayne.

—En un lugar donde hay tanta amargura —dice Banks con cierta ligereza— todo es posible, ¿no?

—¿Posible? Eh, a mí me parece increíble. —Kit se encoge de hombros.

—Creo que Clay es muy pragmático —dice Banks—, Lo increíble es seguir aferrado a una debilitada fe en el amor, Kit. —Hace una pausa—, Pero así soy yo.

—Quiero decir que eres atractivo para tu edad —me dice Kit—, pero realmente no tienes poder.

Banks reflexiona sobre esas palabras.

—Supongo que tarde o temprano acaban enterándose.

—Sí, pero siempre son reemplazadas, Banks —dice Wayne—. Cada día hay todo un ejército de retrasadas impacientes por ser deshonradas.

—No hace falta que me recordéis que no cuento en realidad…, pero supongo que puedo ser útil. —Suspiro sin perder la calma—. Aseguraos de que tenéis algo que ver con la producción. Llevaos bien con el director. Conoced a los encargados del casting. Todo ayuda a la causa. —Guardo silencio un momento para crear el efecto deseado antes de añadir—: Tengo mucha paciencia.

—Es un plan —dice Kit—, Muy… sutil.

—Es una filosofía.

—Solo es mi forma de funcionar.

Wayne levanta la vista, tomando nota de mi voz sin inflexiones.

—Supongo que tiene sentido. Has estado involucrado en éxitos de alto perfil —murmura Wayne—, por si sirve de algo.

Kit se echa hacia delante.

—No solo es una buena forma de hacer amigos.

Banks cierra el menú cuando el dueño se inclina para susurrarle algo. Josh Hartnett, que iba a hacer el papel de uno de los hijos en
The Listeners
y se echó atrás, se acerca y se acuclilla junto a mi silla de bambú, y hablamos de otro guión mío que ha estado circulando, pero su contrita ambivalencia me hace sentir aún más distante de lo que ya me siento. Aunque sé que lo que está diciendo no es cierto, sonrío y le doy la razón. Empiezan a llegar fuentes de pescado crudo junto con botellas de sake Premium heladas, y los tipos se mofan de una película de tiburones muy taquillera cuyo guión escribí, y de la serie sobre brujas que emitieron dos temporadas en Showtime, luego Wayne empieza a hablar de una actriz que lo acosó hasta que le dio un papel en una película sobre un monstruo que parecía un puf parlante. En el momento en que nos traen un postre de cortesía, un elaborado plato de donuts azucarados rociados de caramelo, empieza el último acto de la noche. Estoy paseando la mirada por el local cuando veo la cascada de pelo rubio, los ojos azul pálido muy abiertos, la sonrisa boba que contrarresta su belleza al tiempo que la realza; está hablando por teléfono detrás de la barra. Entonces me doy cuenta de que es el momento de cruzar la línea.

BOOK: Suites imperiales
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