Taibhse (Aparición)

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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico

BOOK: Taibhse (Aparición)
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En Escocia abundan los fantasmas y muchos escoceses creen en su existencia. Para Lia, una joven de Barcelona que estudia en el colegio Royal Dunedin de Edimburgo, estas tradiciones sólo forman parte de la leyenda urbana de la ciudad, pero un día conoce a Alastair, de quien se enamora, y con él descubrirá la otra cara de la ciudad llena de muerte y de vida, de luz y oscuridad.

Porque no todos están vivos como parecen.

Taibhse, palabra gaélica que significa "aparición", es una apasionante novela donde sentirás miedo y curiosidad, tanto por lo que está vivo... como por lo que no lo está.

Carolina Lozano

Taibhse

Aparición

ePUB v1.0

juanmramos
13.10.12

Título original:
Taibhse (Aparición)

Carolina Lozano, marzo 2010

Editor original: juanmramos (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

S
i estás leyendo este diario, quiere decir que yo no sigo en el mundo de los vivos. Tiene gracia, porque seguramente sí estaré ahí. Nunca fui una persona aficionada a escribir diarios, pero a raíz de los sucesos que empezaron a desarrollarse en torno a mí, decidí dejar estas notas para que alguien pudiera saber adonde había ido. O para que los psiquiatras diagnosticaran mi locura, tal vez. No importa. Lo único relevante es que si tú estás leyendo esto, quiere decir que yo no podré volver a escribir.

Necesitarás saber algo de mí, para que entiendas este sinsentido.

Yo no era una chica diferente a las demás, al menos no de una forma abierta. Pero lo era. Es cierto que «todo el mundo es especial», lo que quiere decir que todos tenemos rarezas, pero en aquel penúltimo año de instituto la sensación de distancia con el resto de la gente, aquella intuición de que no era exactamente igual a los demás, me persiguió hasta acorralarme y asustarme de verdad. Soy diferente, o me estoy volviendo loca definitivamente.

Paso la siguiente página de esta libreta vieja, pero para mi profunda desilusión no encuentro nada más. Tan sólo el testimonio de que el resto de las páginas fueron arrancadas tiempo atrás. Mi gozo en un pozo, qué le vamos a hacer. Me encantan las historias de misterio, y aunque este diario no sea nada más que el delirio de alguien que hace años se aburrió en clase, me hubiese entretenido. Es lo bueno de estudiar en el Royal Dunedin, un antiguo castillo de Edimburgo con amplios jardines siempre oscuros, que se presta a cualquier tipo de fantasía tenebrosa. Suspiro decepcionada y cierro el diario.

En este momento no sé que pronto yo misma dudaré de mi cordura, y que mi vida estará al borde de llegar demasiado pronto a su fin.

Capítulo 1
Liadan

I
gnorante de que el destino va a cernirse sobre mí también, guardo la extraña libreta en el cajón de la mesa que el bibliotecario me ha reservado. Con esas breves líneas le he cogido cariño a la escritora, pues yo también soy una chica insólita. En otros tiempos jamás me habría atrevido a decirlo abiertamente, pero ya no me importa: soy por lo menos rara.

Ninguna persona normal de diecisiete años pasaría las tardes supervisando la vieja biblioteca del instituto, ni estudiaría por voluntad propia en sus horas muertas. A mí me hubiese gustado creer que sí existe más gente como yo, pero mis compañeros de clase, con sus miradas incrédulas y el escepticismo que rezuma de sus voces cuando hablan conmigo, echan todas mis esperanzas por tierra. No es que me lleve mal con la gente, simplemente es que me llevo más bien poco, o casi nada. Yo no les intereso mucho a ellos y ellos no me interesan a mí, así que la relación con mis compañeros es cordial, aunque casi inexistente. Salvo algunas excepciones, claro.

Por alguna razón que jamás llegaré a entender, hay chicos que se interesan por mí. Les fascino, creo. No soy fea, tengo que reconocerlo si quiero ser sincera, pero socialmente soy tan gris como el significado de mi nombre irlandés: Liadan, grey lady. Sin embargo, a algunos parece que eso les gusta. Supongo que mi indiferencia hace que emerja dentro de ellos el espíritu cazador del macho herido en su ego. Seguramente una vez hubiesen conseguido su premio se habrían olvidado de mí, y yo no soy un trofeo. Por eso no son precisamente los chicos feos los que tratan de superar mi barrera de apatía, sino aquellos que no aceptan que haya alguna chica que no se muera por sus huesos. ¡Pero claro que me muero por sus huesos! Como todas. Sólo que mi capacidad de relación social es tan limitada, y yo son tan consciente de ello que, simplemente, me resigno a permanecer en mi ostracismo particular.

Aun así esta primera excepción a la regla nos lleva directamente a la segunda. «A» entonces «B», diría mi profesor de Filosofía. Porque muchas chicas me odian. No abiertamente, y de hecho creo que con algunas de ellas me hubiese llevado bien en otra situación, pero el caso es que me tienen ojeriza. ¿Cómo una chica como yo, tan introvertida y tan poco interesante, puede atraer a los chicos populares? Yo también me lo pregunto, y habría preferido que no sucediese a cambio de llevarme bien con las chicas, aunque resulta que mi falta de interés por sus hombres perfectos las enoja más todavía. De todas formas, cualquier solución hubiese levantado igualmente sus iras, y ser extranjera tampoco me favorece, así que da igual. Estoy condenada y lo acepto; qué remedio.

—Buenas noches, James —le digo al conserje en un gaélico escocés que ya suena casi perfecto, mientras salgo del antiguo edificio del instituto.

—Buenas noches, señorita Montblaench —me responde (pocos escoceses son capaces de pronunciar bien mi primer apellido catalán).

Hace dos semanas que empezó el nuevo curso. Como en todo instituto privado y de gran tamaño que se precie, eso conllevó algunas bajas y nuevas incorporaciones, cosa que a mí me trae sin cuidado, por supuesto. De hecho, salvo porque me interesen por algún motivo en concreto, presto muy poca atención a las caras nuevas. Casi tan poca como a las viejas. Prefiero los libros, que son al menos igual de interesantes y más inofensivos.

Pero este año, el último que voy a pasar en el instituto y en Edimburgo, he aceptado la oferta del director McEnzie de hacerme cargo de la vieja biblioteca del aún más viejo colegio Royal Dunedin. El nombre es tan pomposo come redundante. Dunedin es la forma abreviada de Dún Éideann, el nombre de Edimburgo en gaélico escocés. A los que estudian aquí les gusta llamarse a sí mismos los dúnedains, como si hubiésemos salido de El señor de los anillos. De todas formas ser una dúnedain es un motivo de orgullo, ya que se trata de uno de los mejores y más prestigiosos institutos de toda Escocia y parte de Gran Bretaña, así que pocos desprecian el apodo.

Me encanta Edimburgo, porque yo no resulto tan llamativa en sus hermosas y antiguas calles. En Barcelona siempre había abreviado mi nombre a Lia, que podía pasar por un nombre casi normal, pero aquí puedo llamarme Liadan y tener el pelo naranja desvaído sin que la gente se fije en mí. Además, hay tanta gente rara en la ciudad, entre góticos, heavys, escoceses con falda de cuadros y otros seres pintorescos, que lo difícil es no ser raro. De haber seguido vivos mis padres creo que nunca me habría mudado a Escocia, tal como siempre quiso mi madre, pero tras su muerte cumplí su deseo porque decidí que me iba a ir bien un cambio de aires. Pensé que el ambiente lluvioso, frío y plomizo de Edimburgo se amoldaría mucho más a mi ánimo sombrío que la soleada y tumultuosa Barcelona, tan llena de catalanes joviales e hiperactivos como hobbits.

Me mudé aquí hace poco más de un año, cuando mis padres murieron en un accidente de avioneta que los había dejado perdidos en medio del Amazonas; jamás se recuperaron sus cuerpos, ni los de sus becarios. Supongo que podría haberlos llorado más, pero era muy poco el tiempo efectivo que había pasado con ellos y en el que habían ejercido como padres. Ambos eran doctores en Antropología, y eran reputados en lo suyo, por lo que pasaban tan poco tiempo en casa que casi nunca los veía. Añoraba mucho más a la señora Riells, mi abogada y tutora, que a ellos.

Tengo que reconocer que, aunque derramé muchas lágrimas al separarme de la señora Riells, nunca he hecho nada mejor que mudarme a escocia. Supongo que lo llevo en la sangre, aunque eso también es una verdad a medias. Mi madre era escocesa, de ahí que yo tenga el pintoresco nombre de Liadan Montblanc Macnair. Pero el cabello naranja pálido y la tez blanquísima y pecosa que he heredado de ella no dejan lugar a dudas: mi herencia materna proviene de los invasores irlandeses que ocuparon Escocia hace más de un milenio. Y puesto que mi madre tenía una límpida mirada azul, es evidente que los ojos completamente negros y las pestañas tupidas los he heredado de mi padre, quien descendía de una familia noble catalana. Éramos los Montblanc, aunque aparte de un buen patrimonio, por suerte ya no teníamos ningún título que nos distinguiera aún más.

—¡Por Dios! —maldigo en castellano cuando abandono el ya de por sí frío vestíbulo de piedra del instituto.

Y es que si a algo no me puedo acostumbrar de mi tierra adoptiva es al frío. Sólo estamos a principios de octubre, pero la gelidez humana del viento ya me hace temblar hasta el punto de que me duelen las costillas cada vez que respiro. Miro con envidia a los nativos con los que me cruzo. Algunos llevan tan sólo una chaqueta fina, mientras que yo me estoy congelando dentro de mi abrigo de pura lana escocesa. Me apresuro a dejar atrás el jardín eternamente verde del castillo y las grandes verjas para correr a casa de Aith.

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