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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca

BOOK: Tres hombres en una barca
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Tres amigos, George, Harris y el propio Jerome, deciden remontar el Támesis junto con Montmorency, el perro, un foxterrier que no puede faltar en la compañía de tres gentlemen que se precien. Al hilo de sus aventuras, sus bromas y sus jocosas conversaciones y trifulcas, el lector se sumerge en la hermosa campiña inglesa en un relato donde el humor se combina sabiamente con el documental sobre viajes, pues se trata del libro del Támesis por excelencia, de la descripción de su geografía e historia más amena y risueña que pueda encontrarse. Comparado con los escritores de su época, Jerome constituye una bocanada de aire fresco; su estilo rápido, ágil, desprovisto de solemnidades, casi coloquial y tremendamente espontáneo, encubre una inteligencia literaria que sólo poseen los grandes humoristas ingleses.

Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca

(sin contar un perro)

ePUB v1.0

Rov
30.06.11

Prefacio a la primera edición

La principal belleza de este libro no reside tanto en su estilo literario o en el alcance y utilidad de la información que proporciona como en su simple veracidad. Sus páginas constituyen un registro de acontecimientos que ocurrieron realmente. Todo lo que se ha hecho es darles color, y ello sin recargo alguno de precio. George y Harris y Montmorency no son ideales poéticos, sino seres de carne y hueso... especialmente George, que pesa unos ochenta kilos. Quizá otras obras sobrepasen a ésta en profundidad de pensamiento y conocimiento de la naturaleza humana, y otros libros rivalicen con éste en originalidad y tamaño, pero, en lo que toca a veracidad sin esperanza ni curación posible, nada descubierto hasta el presente puede superarlo. Creemos que este encanto, por encima de los demás que lo adornan, dará a este volumen un valor precioso para el lector atento y prestará peso adicional a la lección que el relato contiene.

Londres,

Agosto de 1889.

CAPITULO 1

Tres hombres delicados. –El estado de salud de Jorge y Harris. –Una víctima de ciento siete graves enfermedades. –Excelentes prescripciones facultativas. –Cura para las afecciones del hígado en los niños. –Llegamos al convencimiento de que sufrimos un exceso de trabajo y necesitamos descanso. –Ocho días sobre las procelosas aguas del mar(?). –Jorge sugiere el río. –Montmorency presenta una objeción. –La moción original aprobada por mayoría de tres contra uno.

Nosotros cuatro, Jorge, Guillermo, Samuel Harris, yo y Montmorency, estábamos sentados en mi cuarto fumando y charlado sobre nuestra triste situación – claro está que eso se refería a nuestro estado de salud.— Nos sentíamos tan aplanados, tan deprimidos física y moralmente, que ya comenzábamos a preocuparnos. Harris dijo que a menudo le daban unos vahídos tan fuertes que no se daba cuenta de lo que hacia; Jorge añadió que también sufría de fuertes vértigos y tampoco se daba cuenta de sus acciones. En cuanto a mí, sólo se trataba del hígado, que no funcionaba bien; sí, estaba seguro que era cuestión del hígado, pues acababa de leer un prospecto de unas pastillas en el cual detallábanse los diversos síntomas de este trastorno, con lo que se permitía a cualquiera darse cuenta de las anomalías de su hígado, y yo — ¡pobre de mí!— experimentaba todos esos síntomas.

Es fantástico, pero jamás he podido leer el anuncio de un específico sin llegar a la conclusión de que sufro la enfermedad allí descrita bajo su forma más virulenta. El diagnóstico siempre corresponde a las sensaciones que puedo haber experimentado. En cierta ocasión fui a la biblioteca del British Museum para enterarme del tratamiento a seguir contra cierta indisposición que me causaba ligeras molestias. Cogí el Diccionario de Medicina, enterándome de cuanto me interesaba, y luego, irreflexivamente, hojeé varias páginas y me puse a estudiar indolentemente las enfermedades en general. No recuerdo cual fue la primera dolencia con que tropecé – sólo se que era una terrible y devastadora epidemia, — y antes de haber terminado de enterarme de sus síntomas llegó a mi mente la terrible certeza de que los tenia todos. Durante unos minutos quedé helado por el estupor, y llevado por la desesperación volví a hojear el Diccionario. Llegué hasta la fiebre tifoidea, leí sus características, descubriendo que estaba con fiebre tifoidea; debía haberla padecido durante meses enteros. Me pregunté qué otra cosa más podía padecer y abrí el capítulo dedicado al baile de San Vito, y, tal como esperaba, también sufría de esas tremendas convulsiones. Entonces mi caso, que ya bordeaba los límites de lo patológico, comenzó a interesarme, y, decidido a averiguar hasta el fin, recorrí el volumen por orden alfabético. Lo primero que encontré fue la acidosis, enterándome de que estaba en los principios de la enfermedad, cuyo periodo de más agudo tendría lugar dentro de unos quince días; con enorme alivio supe que padecía la enfermedad de Bright en su forma más moderada y que, por lo tanto, aun me quedaban algunos años de vida. Tenia el cólera, con gravísimas complicaciones, y por lo que se refería a la difteria se hubiese dicho que nací con ella.

Concienzudamente repasé las veintiséis letras del alfabeto, y la única enfermedad que, según el Diccionario, no padecía, era “la rodilla de beata”. Debo confesar que de primer momento, esto me molestó, me hizo el efecto de una especie de menosprecio, ¿por qué motivo no sufría esa enfermedad? ¿a santo de qué esta odiosa salvedad?. Sin embargo, al cabo de unos minutos, sentimientos menos egoístas brotaron de mi corazón, reflexioné sobre mi caso: padecía absolutamente todas las enfermedades conocidas menos una. ¿Acaso esto podía tacharse de menosprecio?. Si, honradamente podía prescindir de la “rodilla de beata”. La gota en su fase más aguda habíase apoderado de mis articulaciones, sin haberme enterado de ello y, por lo visto padecía de zoonosis desde mi más tierna infancia, y como no aparecían más enfermedades después de la zoonosis, me convencí de que ya no padecía de ninguna otra. Entonces me sumí en ondas reflexiones. ¡Que excelente adquisición iba a resultar para la Academia de Medicina! No sería necesario que los estudiantes acudieran a los hospitales. Teniéndome a mí -¡ un compendio de todos los males!— se ahorraban perder tiempo en visitas y conferencias; sólo haría falta que me estudiasen detenidamente, y luego podrían doctorarse con todos los honores.

Me pregunté cuánto tiempo me quedaba de vida, intenté examinarme y me tomé el pulso; de primer momento no lo encontré, luego, bruscamente, se disparó, saqué el reloj para cronometrar sus pulsaciones y obtuve como resultado la bonita cifra de 147 por minuto. Después quise auscultarme el corazón; no pude oír el más mínimo latido, ¡no estaba en su sitio! (Claro está que, a pesar de todo, mi víscera cardiaca nunca debe haber salido de mi pecho; más en aquellos instantes no podía asegurarlo, y su posible paradero me preocupó bastante).Me propiné una serie de palmadas en la parte delantera de mi “edificio”, desde lo que llamo cintura hasta la cabeza, dando la vuelta hacia cada costado y la espalda, pero no oí ni sentí nada. Quise mirarme el estado de mi lengua, la saque cuanto pude, cerrando un ojo e intentando examinarla con el otro: sólo conseguí divisar la punta – ¡y esto a riego de quedarme bizco! – cuyo extraño color me llevó al firme convencimiento de que tenia escarlatina.

Había entrado en la biblioteca lleno de vigor, contento, optimista, pero a la salida estaba convertido en una ruina ambulante, con un pie en la tumba. Sin perder tiempo me dirigí a casa de mi médico, un viejo amigo que cuando creo estar enfermo me toma el pulso, me hace sacar la lengua y se pone a hablar sobre el tiempo. Por mi mente cruzaban agridulces pensamientos – las perspectivas de un viaje al más allá no suelen ser muy alegres – que iban ensombreciendo mi espíritu; el único rayo luminoso en esa profunda oscuridad era pensar en el favor que iba a hacer a mi amigo. “Lo que un médico necesita – me dije a mí mismo – es mucha práctica, y teniéndome a mí... ¡ni que atendiese a mil setecientos cincuenta pacientes con sólo una o dos enfermedades!.

Al llegar a su casa apenas tenia alientos para subir las escaleras; oprimí el timbre con las escasa fuerzas que me quedaban, y, casi arrastrándome, pude llegar hasta su despacho.

— Bien, muchacho – exclamó alegremente mi amigo.— ¿Qué es lo que te trae por aquí?

— No pienso hacerte perder tiempo, chico – respondí con trémolos en la voz, — diciéndote lo que me ocurre... La vida es muy corta y podrías morir antes de que terminara de hablar... Sin embargo, voy a decirte lo que no me pasa: ¡no padezco de la “rodilla de beata”!...
[1]
. No puedo decirte a que se debe esta anomalía; no obstante es evidente que no sufro esa dolencia. En cambio... en cambio: ¡estoy atacado de todas las enfermedades!— Y le expliqué seguidamente como había llegado a tan lamentable descubrimiento.

Me hizo desvestir, me tomó el pulso golpeándome el pecho cuando menos lo esperaba – a esto llamo una perfecta cobardía, — después restregó su cabezota contra mi espalda. En cuanto hubo terminado estas operaciones se sentó a escribir una receta, que me entregó doblada. La guardé en el bolsillo y me marché; no sentí curiosidad de abrirla; me limité a llevarla a la farmacia más próxima donde el farmacéutico la leyó, devolviéndomela inmediatamente.

— ¿No es usted farmacéutico? – pregunté molesto.

— Si, lo soy – repuso gravemente.— Si tuviese una cooperativa y una pensión familiar podría servirle; más siendo sólo licenciado en farmacia, no veo la manera de atenderle.

Sus palabras me intrigaron sumamente, y desdoblé la receta. A mi amigo no se le había ocurrido más que esto:

“Una libra de bistec con un jarro de cerveza cada seis horas.

Un paseo de diez millas cada mañana.

Acostarse a la once de la noche

Y no llenarse la cabeza con cosas que no se entienden”.

Me apresuré a seguir los consejos de mi médico con el feliz resultado – desde luego hablo por mí particularmente – de que salvé mi vida y aún estoy bueno y sano.

Ahora volviendo a la circular de las pastillas para el hígado, he de confesar que tenia todos aquellos síntomas; el principal de estos era una falta de inclinación a realizar trabajo alguno. ¡Lo que sufro con esto nadie es capaz de saberlo! Desde mi más tierna infancia – cuando niño ni un solo día dejé de padecer esta terrible enfermedad, — he sido un mártir del hígado; desgraciadamente entonces la medicina no estaba tan adelantada como ahora, y a mi familia sólo se le ocurría motejarme de gandul.

— Oye, tu... ¡grandísimo perezoso! – solían decirme con escasa amabilidad sin darse cuenta de que estaba muy malito, — ¡levántate y haz algo por la vida...!

Y no daban pastillas, sino fuertes cachetes que, por raro que pueda parecer, poseían virtudes medicinales, pues me aliviaban bastante, por lo menos temporalmente. Uno de aquellos cachetes tenían más efecto sobre mi hígado y me daba más deseos de levantarme y cumplir con mis obligaciones que toda una caja de pastillas que ahora tomo. Esto suele suceder a menudo: los viejos remedios caseros poseen mayor eficacia que muchos productos de laboratorio.

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