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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (2 page)

BOOK: Trinidad
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Y se sentó en el suelo, tomando a Conor en el regazo. Yo envidiaba enormemente a los Larkin. Por supuesto, amaba de todo corazón a mi padre, y a mi madre, y a Colm y a mis hermanas, pero cuando miro hacia atrás no puedo recordar ni siquiera un abrazo. Ninguna familia de Ballyutogue se distinguía mucho en eso de las manifestaciones externas de afecto, salvo los Larkin. En este sentido, eran diferentes.

La noticia dio la vuelta al corro en un murmullo, y una tras otra las azadas quedaron a un lado y los hombres desfilaron por delante de Tomas y Conor, se calaron las gorras y empezaron a descender montaña abajo.

El largo camino de regreso fue como un canto fúnebre, aunque sin palabras. Conor se cogía fuertemente a la mano de su padre, y ambos tenían los dientes apretados. Pareció que transcurría media eternidad antes de que llegáramos al cruce de caminos donde Conor y yo aguardábamos todas las mañanas hasta que nos recogían la leche. Aquí, a los cien metros de altura, empezaba la parte alta del pueblo, con la carretera principal serpenteando hacia el Ayuntamiento de Ballyutogue y el lago. Abajo se extendía una limpia, cuadrada y sólida población del Ulster protestante, con su despliegue de comercios, fábricas de lino, molinos harineros, vaquerías, y las viviendas correspondientes. En la plaza, centro de la población, el cuartel de la Royal Irish Constabulary y unas oficinas de la Corona cuidaban de señalar la omnipresencia de Su Majestad británica. Todo lo de allá abajo, la población y las fincas protestantes, fue en otro tiempo tierras de los O'Neill, bien robadas por los antepasados de lord Hubble y plantadas por escoceses traídos acá, bien dadas en recompensa a los soldados del ejército de Oliver Cromwell.

En el cruce de caminos se encontraba el único comerciante católico floreciente, Dooley McCluskey, propietario de una taberna y una posada minúscula. Los protestantes defendían la sobriedad con pasión rabiosa y no querían ensuciarse las manos dirigiendo un establecimiento de esa clase. No obstante, el de McCluskey no entraba en el campo visual de los rugientes predicadores, ni en el de las esposas presbiterianas, aquellas damas de labios delgados y mejillas chupadas. ¡Canastos! Hemos visto a presbiterianos desgarrando de tal modo la pobre sobriedad que se les habría podido poner a dormir colgados de una cuerda de tender ropa.

El líquido alcohólico de mayor consumo entre los católicos era el
poteen
, un whisky blanco destilado en destilerías ilegales que se podían desmontar en unos minutos para trasladarlas antes de que llegaran los recaudadores de impuestos y los guardias del Royal Irish Constabulary. La auténtica participación tenía lugar en una shebeen (taberna clandestina), un establo de vacas modificado, escondido en nuestro pueblo. La tradición, en Ballyutogue y en muchas otras poblaciones de Inishowen, establecía que la destilación y venta de
poteen
se concediera a viudas que no tuviesen otros medios de vida.

Enfrente de la taberna de McCluskey, al otro lado del camino, se levantaba nuestro segundo establecimiento poderoso, la iglesia de San Columbano, bautizada así en honor al bendito fundador de Derry y misionero en ultramar que convirtió a millares de ingleses y escoceses paganos al cristianismo, siglos atrás. Casi la mitad de los lugares santos de Donegal y Derry llevan su nombre.

Mirando el templo de San Columbano uno habría pensado que navegábamos en un mar de prosperidades. ¡Caramba, si San Columbano aventajaba en una mitad en cuanto a dimensiones y doblaba en belleza a las Casas del Señor protestantes de todo el municipio! Viniendo de nuestras desnudas casitas, parecía como una antesala del paraíso. A uno le habría dado por preguntarse cómo y por qué una gente que se alimentaba de patatas y arenques salados había de levantar tan grandiosos monumentos al Todopoderoso.

Durante generaciones no se nos permitió rendir culto a nuestra manera tradicional. Unas leyes penales inglesas nos obligaban a celebrar misas en secreto dentro de cuevas y lugares escondidos, en los prados altos. Cuando la religión se emancipó, a principios del siglo XIX, la Santa Madre Iglesia se lanzó a un derroche de edificaciones, a pesar de que con ello mantenía a los campesinos en un estado de pobreza espantoso.

El padre Lynch (Dios bendiga al condado de Tipperary que nos lo dio) gobernaba la parroquia como un ángel vengador. Lo primero que aprendí en mi vida, después del nombre de mi madre y de mi padre, fue el terrible poder que tenía aquel padre. Un poder total y absoluto, porque incluía la infalibilidad sacerdotal y la posesión de nuestros pensamientos más íntimos. Nada se le podía esconder, so pena de una interminable colección de castigos. Teníamos tanta hambre y sed de un hombre instruido, de alguien que, sencillamente, supiera leer y escribir, y en menor escala representara una dirección mística hacia el más allá, que la gente del pueblo le concedió las prerrogativas de un señor feudal. Para bien o para mal, el padre Lynch nos proporcionaba un vago sueño al que agarrarnos para mitigar el dolor de nuestras tristes existencias. Yo descubrí el significado del miedo al recibir las consecuencias de su ira por haber roto las normas de su autocracia. El padre Lynch disponía de un suministro de actos reprochables perfectamente inagotable…, sin fondo.

Kilty Larkin, el difunto, había sido excomulgado por haber tomado parte en el levantamiento feniano de 1867. Por este motivo, su hijo Tomas raras veces ponía los pies en el templo de San Columbario. Había que ser muy fuerte para desafiar a la Iglesia en aquella difícil existencia que llevábamos, pero él lo era. Más todavía, aunque no coronado, era el cabecilla. El cura se resintió porque en una parroquia no podía haber dos que la gobernasen.

Permitidme que os diga que la misa dominical constituía un espectáculo lamentable, con más de la mitad de los hombres del pueblo siguiéndola recostados contra la pared de piedra de enfrente del templo, como ganado a punto de ser llevado y esperando desazonado un respiro que nunca llegaba.

Lo más cerca posible del final, entraban, formando una hilera de cachorrillos apaleados; llenaban las dos o tres filas últimas, caían de rodillas, se persignaban y se daban puñadas en el pecho, sin otro propósito que el de quedar exonerados por otra semana. Como grupo daban a entender que odiaban aquello; pero no se sentían con ánimo para ponerse en conflicto con sus vecinos o con el sacerdote.

Dooley McCluskey nunca se olvidaba de llegar a su establecimiento el primero de todos después de la misa, en cabeza de aquel rebaño en estampida que necesitaba desesperadamente beber unos tragos.

Al bajar de las turberas y los pastos comunales, teníamos que pasar por delante del templo de San Columbano. Un gran silencio solía invadirlo todo mientras tratábamos de escabullirnos disimuladamente más allá de la iglesia, esperando que quizá el padre estuviera ocupado en otra cosa que no fuera un ratito de meditación solitaria. Algunos hombres saltaban la pared, utilizándola luego como parapeto para arrastrarse por las Zanjas. Y unos pocos conseguían llegar al final. Hasta que entró en escena el nuevo cura, el padre Cluny.

Desde una posición estratégica, que cortaba toda huida posible, el padre Lynch le hacia seña al padre Cluny, el cual se ponía a tocar el condenado Angelus…, bong, bong, bong…, y nosotros caíamos de rodillas como árboles cortados, mientras el padre Lynch levantaba una bandada de presuntos fugitivos como si hubiera sido una bandada de codornices… Bong, bong, bong, bong, bong, bong, bong, bong, bong…, y ahí salía el padre Lynch como una caña flaca, chupada y arrugada, canturreando monótonamente… «el ángel del Señor anunció a María…»…para introducir nuestro inaudible murmullo de respuesta… «y concibió por obra del Espíritu Santo… Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo y bendita tú eres entre todas las mujeres…»

…Y todos miraban por el rabillo del ojo, con el corazón dolorido y la boca seca como el fondo de una jaula de pájaros, a Tomas Larkin, que desfilaba retador hacia la taberna de Dooley McCluskey. Decían que McCluskey era tan avaro que antes habría preferido mondar una patata dentro del bolsillo que compartirla con alguien. A pesar de lo cual consideraba sensato procurar que Tomas Larkin le mirase con simpatía y le ofrecía una copa; porque Tomas sabía poner fin a una pelea o lograr que un cliente pagara lo que hubiese roto mucho mejor que los
constabulary…

La noche que falleció Kilty, los hombres caminaban pesadamente hacia el pueblo después de otra escaramuza, perdida, con el
Angelus
. Tomas salía de la taberna precisamente cuando yo me sacudía el polvo de las rodillas. El padre Cluny, el cura recién salido del seminario de Maynooth, en el condado de Kildare, hollaba el camino dirigiéndose nervioso hacia nosotros. Era una persona relativamente amable, para ser cura, y su presencia significaba que podíamos contar con alguien que nos enseñaría a leer y escribir. Sus movimientos eran torpes, estaba ya demasiado grueso como consecuencia de cerca de cuatro kilogramos diarios de patatas y demasiado poco ejercicio físico, y se había habituado muy pronto a imitar los gestos del padre Lynch, acercándose a nosotros con las manos embutidas en la sotana, para luego saludarnos con una especie de piadoso ademán papal.

—El padre Lynch y yo compartimos vuestra aflicción.

—Se lo agradezco mucho —contestó Tomas.

—¿Puedo hablar unas palabras contigo? —preguntó el cura.

—Sí.

El padre Cluny indicó, con un movimiento de las cejas, que la conversación debía ser de índole privada, y Tomas dio a entender, del mismo modo, que no pensaba hacernos marchar. Parecía que el cura había agotado de pronto el coraje y reforzaba el aliento con una serie de profundos suspiros.

—Hay una cosa que debes saber —empezó—. En sus últimos momentos tu amado padre tuvo unos súbitos remordimientos, deseó rescindir la excomunión que le había impuesto la madre Iglesia, y pidió la absolución.

—Kilty… absolución. Vaya, usted está tonto, amigo.

—No, es la verdad. El padre Lynch en persona celebró el rito hace menos de una semana.

—Siga por ahí. Kilty habría preferido beber veneno de serpiente primero. ¿Y cómo no está aquí personalmente el padre Lynch para pronunciar esa blasfemia?

El cura expelía gotas de sudor.

—Conociendo vuestros mutuos sentimientos, hemos creído mejor que te diera yo la noticia.

—No, no la creo —y rechazándola de un manotazo, Tomas se puso en marcha, mientras el padre Cluny seguía dando zarpazos al aire y balbuciendo.

—Papá —dijo Conor—, es cierto.

Tomas se detuvo y se volvió, con una expresión extraña.

—Es cierto —repitió Conor.

—¡Dios mío! Creo que lo dices en serio —exclamó.

—En bien del pueblo y de tu familia y por respeto al difunto, te ruego que no te opongas cuando traigamos a Kilty a San Columbano y le digamos una misa de réquiem.

—¿Kilty? ¿Una misa de réquiem?

—Volvió al seno de la Iglesia por deseo propio, y estos deseos hay que respetarlos.

—¡Pero, hombre, ahora me entero! ¿Y cómo pudo suceder semejante cosa?

—En los días que enseñaba a los chiquillos de tu casa llegué a conocer bien a Kilty. Solía quedarme allí, e iba a visitarle; sólo para hablar, fíjate bien… sin segundas intenciones. En verdad, parecía que mi presencia le consolaba. Hace una semana, sintiendo que se le acercaba el fin, le asaltó una necesidad desesperada de confesarse…

—No le creo, padre Cluny. Usted fue enviado a una cochina misión por esa pesadilla que es el padre Lynch, sin duda bajo las insistencias y las bendiciones de mi propia esposa… ¡Le enviaron a asustar a un moribundo!

—Como Dios es mi juez… —musitó el padre Cluny, sonrojándose y retrocediendo—, como Dios es mi juez. Maldíceme cuanto quieras; pero tengo un deber clarísimo, cuando un hombre solicita absolución; y no me proponía otra cosa sino salvar su alma inmortal.

—¡Oooh! —gimió Tomas—, ha sido demasiado sucio…, eso de irle pinchando con alusiones al infierno, hurgando hábilmente con esa santa chachara hasta que le despojaron de la única dignidad que le quedaba.

—No fue así, ni mucho menos, papá —interpuso Conor enérgicamente—. Había ocasiones, incluso durante su último día, en que el abuelo veía las cosas con claridad. Yo le decía que usted se pondría hecho una furia, pero él insistía en pedir la absolución. «Conor —me decía—, en el caso improbable de que haya una vida después de la muerte, no quiero que sea como la que he tenido antes de ella.» El abuelo afirmaba que no quería exponerse al riesgo de tener que sufrir otra vez, como había padecido aquí en la tierra.

—¿Por qué no me lo explicasteis? ¿De manera que os movíais a mi espalda en una maldita conspiración?

—Porque sabíamos que tú tratarías de impedirlo, papá.

—¡Y seguramente lo habría impedido! ¡Aprovecharse de un anciano enfermo y chiflado…!

—Chiflado o no, el abuelo tenía derecho a que se respetase su último deseo.

—¡Y tú te has pronunciado contra tu padre!

—No, papá. Yo me pronuncié en favor de Kilty.

Se produjo un silencio aterrador. Les aseguro a ustedes que Tomas Larkin parecía mucho más alto que de costumbre. Nunca olvidaré la cara que no expresaba cólera ni odio, sino un desprecio infinito. El desprecio que un hombre muy fuerte puede otorgar a los débiles. Se alejó de nosotros, ladera arriba, y Conor echó a correr tras él.

—¡Papá!

—Vete a casa, Conor —le respondió afablemente.

—¡Papá! —suplicaba Conor.

—Vete a casa, muchacho. Necesito estar solo.

2

De cuerpo presente, en la mejor habitación, Kilty Larkin tenía un aire majestuoso. En el condado de Donegal nadie igualaba a mi madre, Mairead, en lo referente a lavar, afeitar y arreglar un cadáver para el velatorio. Además, era la matrona de la parte alta y había asistido al alumbramiento de todos los hijos de los Larkin. Parece que se pasaba la mitad de las noches trayendo nuevas criaturitas al mundo. Hasta que el municipio contrató al médico protestante, la llamaban a menudo familias de dicha confesión para asistir a partos difíciles.

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