Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (38 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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Otra viñeta más presentaba a un soldado de infantería que miraba al frente: hombre de mediana edad (un veterano), con un pitillo en los labios se llevaba el índice de la mano izquierda a la sien, bajo el casco, y recomendaba en traducción literal: 'Guárdatelo bajo el sombrero', modismo que en realidad equivale a 'De esto, ni palabra', o 'De esto no sueltes prenda', o quizá, más castiza y anticuadamente, 'Guárdatelo para tu coleto'. Y arriba, en letras rojas, '¡Cuidado con los espías!'.

'Iban destinadas principalmente a las fuerzas, ¿no? Estas viñetas', le dije a Wheeler.

'Ah sí, pero no solamente', me respondió con una ligera vibración en la voz. 'Eso es lo más interesante, que el mensaje no era sólo para los soldados, quienes más sabían y mayores cuidado y discreción debían tener, sino para todo el mundo, también para cualquier civil. Mira estas otras.' Y sacó de su carpeta unas cuantas más que, en efecto, ya no iban dirigidas a los militares, sino al conjunto de la población.

Algunas eran caricaturas. Una representaba a un señor hablando por teléfono desde una cabina pública de color rojo, como aún son las inglesas: '... pero por amor de Dios, ¡no digas que yo te lo he contado!', eran sus palabras según el texto, mientras por las paredes y el techo de la cabina asomaban sus caras clónicas catorce o quince pequeños Hitlers. En otra se veía a dos señoras sentadas en el metro, y la primera le decía a la segunda: '¡Uno nunca sabe
quién
está escuchando!' Un par de asientos detrás viajaban muy satisfechos dos gerifaltes nazis uniformados, uno flaco, el otro gordo y cargado de condecoraciones, aquél también parecía Hitler. En otra viñeta, hecha quizá a partir de una foto, se veía a un hombre común y corriente con su corbata, su gabardina y su gorra (tal vez un
cockney),
que parecía guiñar un ojo al espectador y más o menos decía: 'Lo que yo sé... para

me lo guardo' o 'me lo reservo'. Las había también para convencer a los niños e inculcarles por mimetismo la conveniencia de su silencio ('Sé como papá: ¡chitón!'), o avisos oficiales meramente tipográficos, sin ilustración ('Miles de vidas se perdieron en la anterior guerra a causa de la valiosa información revelada al enemigo por las conversaciones imprudentes. ¡Estad en guardia!'), que debieron de invadir los tablones y corchos de las oficinas y las escuelas y los
pubs
y las fábricas, así como las calles, las tapias, las paredes de los trenes y los autobuses, las estaciones de ferrocarril y metro. En otras se explicaba, en verso, por qué se imponía censura a informaciones en principio inocuas y que en tiempo de paz se daban sin ningún problema o aun de manera obligada, como por ejemplo las causas de que un tren se quedara retenido o parado o llegara con acumulados retrasos: 'Dice el censor que han de ser ignoradas / las circunstancias de nuestras nevadas: / para los nazis serían noticia / que aprovecharían con gran codicia', este era el estilo equivalente, más o menos, de los pareados o aleluyas (muestra de consideración y civismo, explicar a los ciudadanos por qué no se les explicaba). Y siempre más viñetas dirigidas a los miembros de las fuerzas armadas, cuyos descuidos eran los que en mayor peligro podían poner a todos y por supuesto a ellos mismos. Un soldado con casco y un teléfono por cuerpo alertaba: '¡Alto! Piénsatelo dos veces antes de hacer una llamada de larga distancia'. O un hombre y una mujer de uniforme dejaban asomar sólo sus pies y sus cabezas tras un biombo azul que ocultaba sus distintivos y con la palabra 'CENSURADO' en grandes letras blancas; el joven y la muchacha juntaban las brasas de sus respectivos cigarrillos, uno daba a otro lumbre y con ello unían sus labios por tabaco luego interpuestos (fumar no estaba mal visto ni perseguido, en algo tenían que ser afortunados los tiempos), pero se les advertía: '¡Vuestras unidades no deben ser reveladas!' La mayoría de las viñetas insistían, en cualquier caso, en el lema fundamental de la campaña:
'Careless talk costs lives',
'Las conversaciones imprudentes cuestan vidas'. O no sería traducción del todo infiel 'se cobran vidas'.

'Me suena vagamente que en nuestra Guerra Civil hubo avisos parecidos contra los quintacolumnistas, pero no estoy seguro, ¿usted se acuerda, Peter?', le pregunté. 'No sé, me ronda la cabeza algún lema del tipo "El enemigo tiene miles de oídos", pero quizá me lo invento, no sé, no conservo en la retina imágenes, por otra parte, equivalentes a las que usted me enseña, no creo haberlas visto reproducidas.' En verdad no lo sabía, aunque no era descartable que hubiéramos exportado también esa iniciativa. O tal vez mi memoria se confundía con el difamatorio cartel contra el POUM de la primavera del 37, el rostro cruzado por una svástica apareciendo bajo la careta con la hoz y el martillo; Nin había sido víctima de la paranoia semi-justificada que hizo ver espías y colaboradores de Franco en cualquier esquina, o más bien se habían valido sus enemigos de esa paranoia para acusarlo de traición y espionaje. Se lo acusó de haber informado, de haber hablado, y fue eso paradójicamente lo que nunca hizo ante sus torturadores. Allí calló y no se salvó, mantuvo la boca cerrada, no se fue de la lengua, no soltó prenda,
he kept mum
precisamente, lo que sabía se lo guardó para sí o bajo el sombrero, o quizá no dijo nada por ser todas las incriminaciones falsas, tendría que haberse inventado patrañas e historias para poder admitirlas y reconocerlas, para confesarse el 'caballo de Troya' que aquel poético 'amante de la verdad' y 'quijotesco de pro' glosó algo más tarde con 'su voz de candil' que enamoró a Trapp-Tello, tan infamatoria esa voz.

'Anoche te dije que antes de la Guerra contra Alemania había pasado por la vuestra, y yo suelo expresarme con bastante precisión, Jacobo. Aún creo hacerlo. Eso quiere decir que no estuve mucho tiempo en España. Sólo eso, que pasé por allí', me contestó Wheeler, y percibí una nota de leve impaciencia en su voz, como si lo importunara un poco que yo le sacara en aquel instante otra contienda y otra época, por relación que tuviese con la suya aquélla y cercana que ésta le fuese. 'Así que no estoy en condición de jurártelo, pero no recuerdo haber asistido en tu país a una cosa semejante, y tampoco he leído ni oído hablar de ello. Carteles, campaña contra los quintacolumnistas sí, eso lo hubo si no me equivoco; se instó a la población de Madrid y Barcelona y quizá Valencia a que los buscara y los descubriera, los sacara de sus cloacas y los aplastara, y lo mismo en el otro bando: rastrear y aniquilar a emboscados, pocos quedarían vivos en esa zona llena de locuaces curas confesores, pero esa fue la instigación. Claro que se pidió a la gente que mantuviera los ojos abiertos y vigilara la retaguardia, como también se hizo tímidamente durante la Primera Guerra, aquí y en Francia, que yo sepa. Pero lo que no creo que hubiera nunca es una campaña como esta contra la
careless talk,
en la que no sólo se puso a los ciudadanos en guardia contra los posibles espías, sino que se les recomendó el silencio como norma general: se les encomendó que no hablaran, se les ordenó y se les imploró callar. De pronto a la gente le fue presentada su propia lengua como enemiga invisible, incontrolable, inesperada e imprevisible: como la peor, la más asesina y la más temible, como un arma espantosa que uno mismo, cualquiera, podía activar y poner en funcionamiento sin que fuera posible saber nunca cuándo de ella partía una bala o no, ni si ésta acabaría convertida en los torpedos que echarían a pique a uno de nuestros acorazados en mitad del océano a millares de millas, o en las bombas de un Junker que alcanzarían con enorme precisión nuestros barrios y nuestras casas, o que caerían sobre los objetivos militares que más había que resguardar y que defender, sobre los más secretos y camuflados y más vitales. Yo no sé si te das cuenta del todo, Jacobo: se alertó a la gente contra su principal forma de comunicación; se la hizo desconfiar de la actividad a la que se entrega y se ha entregado siempre de manera natural, sin reservas, en todo tiempo y en todo lugar, no sólo aquí y entonces; se nos enemistó con lo que más nos define y más nos une: hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento. Y de pronto se pidió a la gente que lo apagara, ese motor; que dejara de respirar. Se le pidió que renunciara a lo que le es más querido e indispensable, a aquello por lo que vivimos y de lo que todos pueden disfrutar y valerse casi sin excepción, los pobres como los ricos, los incultos como los instruidos, los viejos como los niños, los enfermos como los sanos, los soldados como los civiles. Si algo hacen o hacemos todos que no sea una estricta necesidad fisiológica, si algo nos es en verdad común en tanto que seres con voluntad, eso es hablar, Jacobo. El hablar funesto. La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Poco importan los conocimientos gramaticales y sintácticos y léxicos, las dotes oratorias todavía menos, y aún menos la pronunciación, la dicción, el acento, la eufonía, el ritmo. El hombre más sabio del mundo hablará con mayores orden y propiedad y precisión, y con mayor provecho para sus oyentes tal vez, o más bien sólo para los oyentes semejantes a él o que se le quieran asemejar. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor soltura que el ama de casa semianalfabeta que no calla en todo el día un segundo, y a la noche sólo porque la vencen el sueño y su abusada y resentida garganta. El hombre más viajado del mundo podrá contar infinitas historias amenas y maravillosas, incontables anécdotas y aventuras de países inauditos, remotos, exuberantes y peligrosos. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor desparpajo que el tabernero rudo que nunca ha salido de detrás de su barra y sólo ha visto en su vida las veinte calles y el par de plazas de que se compone su aldea recóndita. El más iluminado poeta o el narrador más zigzagueante podrán inventar y recitar de improviso palabras encadenadas e hipnóticas que sonarán como música, tanto que a quienes escuchen les importará poco el sentido, o mejor dicho, lo captarán sin esfuerzo y sin tener que pensar en él antes de aprehenderlo o de ser absorbidos, será todo simultáneo y todo uno, aunque tal vez luego, acabada la música, esos oyentes no serán capaces de repetirlo ni de resumirlo, quizá ni siquiera de seguir comprendiendo lo que hacía un instante comprendían tan bien mientras se sentían mecidos y les duraba el encantamiento, con tanta ligereza en sus mentes como en sus oídos, con la misma permeabilidad en ambos. Pero no necesariamente hablarán más ni con mayor desenfado o desenvoltura que el oficinista ignorante, repetitivo y romo que se cree lleno de donaire y gracia y que se da machaconamente en todas las oficinas del mundo, no importa en qué latitudes o climas, y aunque sean oficinas de intérpretes y de espías...'

Wheeler se paró un instante, más que nada —me pareció— para tomar aliento. Había dicho en español las palabras 'donaire' y 'gracia', parafraseando quizá a Cervantes fuera de su
Don Quijote,
algo infrecuente pero que en él era bien posible. No me resistí a intentar comprobarlo, y aproveché su pausa para citar lentamente, poco a poco, casi sílaba a sílaba, como quien no quiere la cosa o no se atreve del todo a ella, murmurando:

'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo...'

No pude concluir la cita. Quizá a Wheeler le desagradó que le recordara esa última frase en voz alta, a menudo los viejos no quieren ni oír hablar de eso, de su acabamiento, tal vez porque empiezan a verlo como algo verosímil, o plausible, o no soñado o no ficticio. Pero no, no lo creo o no estoy seguro, nadie ve así el propio término, ni siquiera los muy ancianos ni los muy enfermos ni los muy amenazados y en constante peligro. Somos más bien los demás quienes empezamos a verlo así en ellos. Hizo caso omiso y continuó. Fingió no enterarse de lo que recité en mi lengua, y así me quedé sin saber si había sido una coincidencia o si había aludido a Cervantes al despedirse alegre.

'A veces se dice de alguien que carece de conversación. Es ridículo. Lo dice alguien culto, el Primer Ministro (bueno, dejémoslo en adiestrado mentalmente), de alguien que no lo es en modo alguno, por ejemplo su peluquero. Lo que en realidad dice aquél es que le trae sin cuidado y lo aburre sobremanera cuanto éste pueda contarle. Tanto, probablemente, como aburrirá al peluquero lo que el Premier le largue mientras él le corta el pelo, eso es siempre un tiempo muerto nada fácil de llenar, como los trayectos en los ascensores, más aún si la cabeza pelada requiere de equilibrismos para quedar semipresentable y no parecer una zanahoria vuelta. Pero ya lo creo que tiene conversación, ese peluquero, y quizá más que el obtuso Ministro, obsesionado con la marcha del país en abstracto y la de su carrera en muy concreto. No sé, gente que lo ignora todo, personas que jamás se han parado a pensar un minuto sobre nada de nada con la conciencia de hacerlo, que no tienen una sola idea propia ni casi tampoco ajena, hablan sin embargo, incansablemente, sin cesar, sin inhibición alguna y sin el menor complejo. No es sólo el caso de los individuos sin formación ni estudios, tenerlos ayuda poco en el fondo, o resulta secundario; hay casos mucho más asombrosos que los de los rústicos: uno ve a un grupo de pijos o
snobs
idióticos' (bueno, Wheeler dijo en inglés
'idiotic',
me hace gracia ese anglicismo), 'la mayoría doctorados en Cambridge o con nosotros, y se pregunta de qué diablos podrán hablar entre sí pasada la primera hora de intercambiarse saludos y comunicarse sus cuatro mezquinas noticias ya sabidas por cotilleadas, de ponerse al tanto de sus dos naderías y sus tres ruindades (me lo he preguntado siempre, de qué iban a hablar tales sujetos, en las recepciones regias, sembradas de ellos). Uno piensa que se verán obligados a callar y carraspear a menudo, a azorarse por sus largas pausas, a soportar agudezas varias sobre la lluvia y las nubes y embarazosos silencios propios de los tiempos muertos más difuntos, o mortinatos directamente: por su falta absoluta de ideas, de ocurrencias, de conocimientos, de numen para contarse nada, de ingenio y diálogo y aun de monólogo: de luces y de sustancia. Y no es así. No se sabe bien de qué, ni por qué, ni cómo, pero lo cierto es que se pasan las horas y los días charlando sin fin, bestialmente, veladas enteras de chachara, sin cerrar la boca un solo instante, y es más, arrebatándose la palabra unos a otros, tratando de acapararla. Es un misterio y a la vez no es un misterio. Hablar, mucho más que pensar, es lo que tiene todo el mundo a su alcance (me refiero a lo que es volitivo, insisto, y no orgánico meramente, o fisiológico); y es lo que comparten y han compartido siempre los malvados con los buenos, las víctimas con los verdugos, los crueles con los compasivos, los sinceros con los mentirosos, los pocos listos con los muchos tontos, los esclavos con los amos y los dioses con los hombres. Cuentan todos con ello, los imbéciles, los brutos, los despiadados, los asesinos, los tiranos, los salvajes, los simples; y aun los locos. Hasta tal punto es lo único que nos iguala que llevamos siglos creándonos todos diferencias leves, de pronunciación, de dicción, ¡de entonación, de vocabulario, fonéticas o semánticas, para sentirnos cada grupo en posesión de un habla que los demás desconozcan, de una contraseña para iniciados. No es sólo asunto de las clases antiguamente llamadas altas, deseosas de distinguirse y desdeñosas con el resto; también las que se llamaron bajas han hecho siempre lo mismo, su desdén no ha ido a la zaga, y así se han forjado sus jergas, sus códigos, sus lenguajes secretos o en clave que les permitieran reconocerse entre sí y excluir a los enemigos, es decir, a los doctos y a los pudientes y a los refinados, y vedarles parcialmente la comprensión de lo que se transmitían sus miembros, lo mismo que los delincuentes inventan sus germanías y sus cifras los perseguidos. Dentro de una misma lengua lo que se procura artificialmente es no entenderse o entenderse tan sólo a medias; se trata de oscurecer, de velar, y para ello se buscan derivaciones extrañas y antojadizas variantes, metáforas cojas o muy arbitrarias, sentidos tangenciales u oblicuos que se puedan apartar de la norma común a todos, y hasta se acuñan vocablos nuevos, sustitutivos e innecesarios, para sustraer lo dicho y enmascarar lo comunicado. Y si esto es así es precisamente porque lo habitual y lo dado es entenderse en la lengua. Y esa habla, o esa lengua, son casi lo único que algunos poseen y dan y reciben: los más pobres, los más humildes, los desheredados, los iletrados, los cautivos, los infelices, los sojuzgados; los apestados y los contrahechos, como aquel rey nuestro de Shakespeare, Ricardo III, que le sacó tanto provecho a su labia persuasora. Es lo que no puede quitárseles, el hablar, la lengua, tal vez lo único que han aprendido y que saben, lo que les sirve para dirigirse a sus hijos o a sus amores, aquello con lo que bromean, quieren, se defienden, padecen, consuelan, rezan, se desahogan, imploran, persuaden, salvan y convencen; y también con lo que emponzoñan, instigan, odian, perjuran, insultan, maldicen y traicionan, corrompen, se condenan y se vengan. Mal que bien, todos lo tienen, el rey como sus vasallos, el sacerdote como sus fieles, el mariscal como sus soldados. Por eso existe el lenguaje sagrado, uno que no pertenezca a todos, el que no va destinado a los hombres sino a las deidades. Pero se olvida que tanto el Dios como los dioses también hablan y escuchan según nuestra vieja creencia acaso ya moribunda (qué son las plegarías sino oraciones, palabras, sílabas), y ese lenguaje sagrado también acaba por descifrarse y entonces se aprende, todos los códigos son susceptibles de ser desentrañados un día, después o antes, y no habrá ninguno secreto que lo sea eternamente.' Wheeler volvió a detenerse, muy poco, de nuevo para recobrar el aliento. Puso una mano sobre las viñetas que habíamos desplegado en la mesa, un gesto instintivo, como si quisiera impedir que las volara una ráfaga de viento que no había, o tal vez acariciarlas. No hacía frío, había un sol muy alto, perezoso y pálido, hacía sólo un agradable fresco. 'Tanto nos une y asimila eso que los poderosos han debido buscar siempre señales y divisas y signos nunca verbales, para ser obedecidos y diferenciarse. ¿Tú te acuerdas de aquella escena de Shakespeare en la que el rey se emboza en una capa prestada y se acerca, se mezcla con tres soldados en la víspera de la batalla, se sienta en el campo con ellos fingiéndose otro combatiente insomne en mitad de la noche, sobre las armas, o justo antes de la aurora? Les dirige la palabra, se presenta como amigo, habla con ellos y al hablar son parecidos los cuatro, él más razonante y culto, ellos más toscos e intuitivos, pero se entienden perfectamente, están en el mismo plano de la comprensión y del habla y nada les obstaculiza el intercambio de sus pareceres y sus impresiones y aun de sus miedos, y hasta llegan a discutirse y a ponerse dos farrucos, el rey que no es el rey y un súbdito que tampoco es súbdito, en aquel instante. Hablan un buen rato, y el rey sabe que al hablar se nivelan, o que se igualan mientras les dura el diálogo. Por eso cuando se queda solo, pensativo de lo que ha oído, nos dice la diferencia, murmura en su soliloquio qué es lo que de verdad lo distingue. ¿Tú te acuerdas, Jacobo, de esa escena?'

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