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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (9 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—Vamos allá: bajo tu apariencia divertida hay un hombre que conoce la amargura. Supongo que eres divorciado, porque de lo contrario no te parecerían tan interesantes los que lo son. Te gusta la gente, pero puedes llegar a detestar que te hablen demasiado. Eres nervioso, inteligente, desprecias el modo de vivir de la mayoría... no sé, tienes un lado marginal.

Nos miramos con sonrisas amplias y sensuales, dentro ya de un abierto coqueteo.

—Petra, puestos a buscar paralelismos: ¿puedo pensar que me has invitado por la misma razón por la que yo he venido?

Iba deprisa, demasiado quizá, yo no estaba preparada aún, había perdido la costumbre, necesitaba otra cita, otra conversación, desaparecer en aquel momento, descansar, pensar. La voz casi no me salía de la garganta, pero la forcé para que sonara fuerte y decidida.

—Ricard, no creo que haya que ir demasiado lejos. Hemos cenado bien, hemos charlado...

Me interrumpió muy serio, radical:

—Puedo parecer un tipo atolondrado e infantil, pero no lo soy. No he venido aquí para irme a la cama contigo, y tú tampoco me has invitado con esa idea, pero ahora es justo lo que nos apetece hacer, y sería estúpido dejarlo pasar.

Se levantó, rodeó la mesa y vino hacia mí, me cogió de la mano y me impulsó a ponerme de pie. Cuando estaba a su altura clavó sus ojos en los míos y luego me besó con más hambre y más fuerza de la que nadie lo había hecho jamás.

—Si no me llevas a tu habitación, no tendré más remedio que arrastrarte hasta aquel sofá.

Lo llevé a mi habitación, aunque nos costó llegar. Tenía el cuerpo enjuto y ágil de un hombre de veinte años, pero actuaba con la sabiduría erótica de uno de cincuenta. Yo, por mi parte, no estaba para hacer cálculos sobre mi propia edad, perdí de vista la conciencia del yo, me fundí con su piel, con su boca, no fui durante un tiempo más que una partícula que formaba parte de una gran bola ígnea de placer.

Después de la sonada batalla, de la que salimos victoriosos los dos, me tumbé a su lado y empecé a oler el humo agradable de su cigarrillo. Sí, había pasado demasiados meses sin hacer el amor, o eso, o aquel tipo me gustaba muchísimo. Lo miré de reojo. Me sentía un tanto alarmada, porque suelo tomar yo la iniciativa sexual, y en aquella ocasión no había sido así. Cuando algo parecido ocurre, siempre tengo la sensación de haber sido tomada por sorpresa, me acomete un cierto complejo de Europa raptada por el toro y me repliego sobre mí misma. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Crespo dijo:

—¿Un intruso en tu cama?

—¿Eso parece?

—Sí, me miras por el rabillo del ojo como si te preguntaras quién soy.

—Es verdad, no sé quién eres.

—Soy un hombre de tu generación.

—¿Te pones a follar en seguida con todas las mujeres de tu generación que conoces?

Se echó a reír por lo bajo.

—¡Ay, querida inspectora!, por un momento había pensado que eras diferente de los demás; pero no, no lo eres, ¿por qué ibas a serlo?, y mucho mejor que no lo seas, desde luego.

Todas las fibras de mi cuerpo, aún relajadas y llenas de placer, se tensaron de pronto. Me aparté un poco para poder mirarlo a la cara.

—¿Puedes explicarte?

—A todos nos interesa ser únicos y especiales. Hacemos el amor como fieras, pero luego nos preguntamos si somos parte de un rebaño o el protagonista absoluto de una esmerada elección.

Me senté en la cama, la indignación que subía por mi pecho me dio la tregua suficiente como para pensar qué iba a contestarle.

—¿Estás elaborando algún estudio psicológico o te ha parecido un pensamiento lo bastante genial como para no callártelo?

—¿Te ha molestado que diga eso, de verdad te ha molestado?

Soltó una gran carcajada y se abalanzó sobre mí, derribándome, jugando, intentando besarme y hacerme cosquillas.

—¡Venga, Petra, no seas quisquillosa! No me digas que tú eres de las que aprecian los comentarios amorosos: «¡Oh, ha sido genial, creí que estaba en el cielo!»

—Aprecio la buena educación en cualquier circunstancia.

—¡Ah, eres deliciosa, en serio, la mujer valiente y experimentada que sin embargo cuida las formas! Me gustas, en serio, me gustas.

Estaba atenazada bajo la fuerza de sus brazos. Me sentía llena de furia, pero, al tiempo, no podía dejar de notar la atracción salvaje de su risa, el juego al que invitaba su ironía, el olor dulce a tabaco y a vida que emanaba de su pecho.

—¡Suéltame!, ¿te has vuelto loco?, ¡estás en la cama con una policía, sé kárate!

Sus carcajadas debían de poder oírse incluso desde la calle. Yo también empecé a reír, y aflojé la fuerza de mi rechazo. Entonces me besó con suavidad en los labios, y habló en voz baja:

—No, Petra, no me voy a la cama con todo el mundo. Te sorprendería saber qué pocas mujeres me han interesado en la vida. Pero tú me gustaste en seguida, mucho. Tú sí eres especial.

—Tengo ganas de mandarte al infierno, pero creo que lo dejaré para después.

Nos enzarzamos en un nuevo encuentro, más moroso esta vez, más sensual, sin urgencia, sin miedo, sin más objetivo que sentir con intensidad, con la fuerza interna de algo que no rozara el exterior, que naciera sólo de sí mismo.

No tenía ni idea de qué hora debía de ser cuando recuperé la conciencia de lo externo. Ricard empezó a acurrucarse a mi lado con los movimientos de quien busca la postura ideal para el sueño. Procuré no sobresaltarlo con la voz cuando le dije:

—Ricard, hay algo que quiero decirte y que espero que no te tomes a mal.

Se quedó muy quieto, en silencio, y cuando habló noté que se le había quitado el sueño de golpe.

—Adelante, ¿qué ocurre?

—Nada, una tontería. El caso es que no soporto despertarme en casa junto a la persona con la que... en fin, ya sabes, los buenos días, el desayuno... se trata de una manía, pero...

Hubo silencio. Pensé en la posibilidad de que se lo tomara a broma, pero no fue así. En tono absolutamente neutro, respondió:

—No te preocupes, dormiré un rato y luego me iré.

Así sucedió. Cuando me desperté por la mañana había desaparecido. Debió de marcharse con mucho sigilo porque no oí nada. Mi sueño había sido muy profundo. Salté de la cama y me desperecé. Tenía el cuerpo agradablemente dolorido. La ducha me pareció una hermosa cascada de agua termal y disfruté sobremanera del aroma del café y el color intenso del zumo de naranja mientras lo preparaba. ¡Hasta me apetecía llegar a comisaría! De modo incuestionable, podía deducirse que estaba de magnífico humor.

4

El subinspector Garzón, sentado a su mesa e inclinado sobre los papeles, me pareció la estatua votiva de alguna extraña religión.

—¡Buenos días, Fermín!, ¿cómo empieza la mañana?

—La mañana ha empezado hace rato, por desgracia.

—¡Vaya!, ¿tan tarde llego?, ¡no puede ser!, tendré que concienciarme un poco más.

—Celebro verla contenta, por lo menos me proporciona algo que celebrar.

—¿Ha pasado algo malo?

—Inspectora, queda muy mal que una policía pregunte algo así.

Mis niveles de euforia matutina no suelen admitir demasiados escollos, y el mal humor de mi subordinado estaba constituyendo un montículo excesivo. Torcí la boca para decir:

—¿Sabe una de las razones por las que he decidido mantenerme célibe de una vez por todas?

Garzón me miró con curiosidad y cierto aire de triunfo, creo que lo único que quería era hacerme saltar.

—Pues justamente para no aguantar la mala uva de nadie por las mañanas.

—Eso es fácil de decir, pero si usted llevara dos horas como las que yo llevo, comprendería que tengo motivos para tener malo el racimo entero.

—Adelante, enumere y acabemos de una vez.

—Si va a escucharme como un mero trámite...

—¡Qué va!, voy a ponerme en estado alfa sólo para escucharle, a insonorizar el despacho, a clausurar la puerta para que nadie pueda interrumpir, ¿quiere contarme qué le pasa o no?

—No, así no contaré nada.

Se reintegró a sus papeles con un mohín de enfado pueril. No merecía la pena mi voto de soltería; con Garzón al lado, era como si tuviera un marido, un padre y un abuelo, también un hijo de corta edad. Empleé toda la paciencia que requiere tratar con semejante elenco de parientes.

—Subinspector, ¿empezamos otra vez?

—Como quiera, por mí...

—¡Buenos días, Fermín!, ¿cómo está?, ¿cómo le han ido las dos últimas horas de servicio?

—Fatal, me han ido fatal. Me ha llamado el comisario para meternos prisas. Hay una periodista que sigue publicando un artículo diario sobre el ataque de los skins al pobre vagabundo y la incapacidad de la policía para cazarlos. Es la típica tía que, a falta de algo mejor, ha hincado el diente en la noticia y no piensa soltarla, pero al jefe no le gusta su insistencia. Dice que, o le enviamos un paquete bomba o le damos algún resultado que mascar. No me he atrevido a decirle lo que haría yo. Después me ha llamado esa ayudante de la Guardia Urbana que a usted le parece tan imprescindible y se ha pasado dos horas al teléfono para contarme lo que iba a enviarme por correo electrónico. Dos horas, de verdad, ¿es posible tanta verborrea? Habla más que un sacamuelas, un defecto muy femenino, por cierto. ¿Se ha fijado en esos grupos de mujeres que se reúnen para tomar café? Nunca he logrado entenderlo, pero el caso es que hablan todas a la vez, todas a un tiempo. Asombroso pero cierto, ¿verdad? Bueno, pues Yolanda, la políglota, me pasa una lista por correo electrónico, lo único que tenía que hacer sin tanta preparación, y esa dichosa lista consta al menos de cincuenta lugares donde se da asistencia social a marginados. ¡Cincuenta! ¿No iba a encargarse ella de hacer una selección?

—Vamos a ver, Garzón, las cosas que le incomodan son tantas y tan variadas que mejor las pone en el Muro de las Lamentaciones y Dios ya se apañará. De todo lo que me dice, en lo único que veo solución es en la lista de centros sociales.

—¿Ah, sí, y qué solución ve?

—Visitarlos uno por uno.

—¡Pues vaya solución, ésa la veía yo también!

—¡Por fin una coincidencia! Partamos de ella y pongámonos a trabajar.

—Hacemos una investigación a bulto, inspectora, y a estas alturas deberíamos estar ya siguiendo pruebas.

—Cierto, pero ¿qué coño quiere que hagamos si esas pruebas no han abierto ninguna vía lógica? Habrá que seguir, ¿no?, perseverar. Bueno, prepárese, dentro de un rato salimos. Voy a pasar por mi despacho.

La visita matinal a mi compañero había conseguido cansarme como si llevara diez horas trabajando. Si todos dejáramos el elemento emocional fuera de nuestra oficina, se ganaría mucho tiempo. Claro que era justamente el elemento emocional lo que me había llevado aquel día a comisaría de un excelente humor. Recordé la noche anterior y se me erizó la piel. No, el elemento emocional no era tan malo: podía servir como acicate y dinamizador de una larga jornada.

Me senté ante el ordenador y abrí mi correo, pero en ese momento entró un guardia.

—Inspectora. Resulta que hace un rato han traído algo para usted.

—Bueno, muy bien, ¿y dónde está?

—Es que... verá, yo, por discreción, lo he metido en el lavabo en espera de órdenes suyas.

Aquella mañana todo el mundo parecía estar especialmente espeso. El guardia remoloneaba sin atreverse a continuar.

—¡Por Dios, Domínguez!, ¿qué demonio de cosa me han traído que requiere tanta discreción, un cadáver o algo por el estilo?

—Preferiría que lo viera usted.

Resoplando como una búfala, lo seguí hasta el lavabo. Abrió la puerta y me mostró el envío indecoroso. ¡Dios, aquel muchacho llevaba toda la razón al usar el disimulo! Lo que yacía sobre la pileta era un inmenso ramo de rosas rojas adornadas con una cinta de colores. Noté que me ruborizaba.

—¡Carajo! —exclamé de corazón.

—Verá, inspectora, me pareció que era un envío personal, y como en comisaría se organiza tanto cachondeo y tanto comentario...

—Ha hecho usted muy bien ocultándolo aquí, Domínguez, muy bien. ¿Sabe qué vamos a hacer? ¿Tiene usted esposa?

—Novia.

—Pues se las lleva a su novia y en paz.

—¡Ah, no, ni hablar, si me ven salir con eso, el cachondeo me lo chupo yo!

—Entiendo. ¿Hay alguna iglesia por aquí?

—Bueno, está la catedral.

—Pues que se las lleven a la Virgen. Que vaya el policía que esté de servicio en la puerta. Si alguien pregunta, es una dádiva de la comisaría, que tenemos mucha devoción.

Asentía un poco sorprendido de ver mi desparpajo para mentir. Cogí la tarjeta que acompañaba las flores y lo vi salir con bastantes resquemores, convertido en un florero de uniforme. Volví a mi despacho a toda prisa. Ya imaginaba de quién era el envío, pero abrí el sobre con curiosidad.

«Querida Petra: Rosas apasionadas para una maravillosa mujer. Alguna noche dormiré en tu casa, ya lo verás. Tuyo: Ricard.»

¡Aquello era el colmo! ¿Qué pensaba aquel pirado que era una comisaría, algo parecido a un
meublé
? ¡Ni al demonio se le hubiera ocurrido hacer algo así, mandarme rosas a mi despacho! El guardia había reaccionado con prontitud y más sentido común del que nunca le hubiera atribuido, pero aun así, no podía saber cuánta gente había visto aquel infamante ramo. Lo que menos me importaba eran los comentarios que pudieran hacer mis compañeros inspectores, pero se me ponía la carne de gallina sólo de pensar en la posibilidad de que hubiera visto las flores Garzón, ¡el propio Coronas! ¡Imaginaba las ironías que un hecho semejante me hubiera reportado, las pullas sangrantes del subinspector! Tenía dos maneras de tomarme aquel presente inoportuno: o bien Ricard lo había mandado como una auténtica provocación para ver hasta dónde podía llegar conmigo, o ni siquiera se había planteado la inconveniencia de su idea. Si se trataba del primer caso, el tipo era un auténtico cabrón; si me inclinaba por el segundo, tampoco salía muy bien parado. Un inconsciente que obra sin meditar resulta un peligro difícil de ser controlado. Di varias vueltecitas por la habitación intentando aclarar los conceptos. Debía andarme con ojo, lo que menos me interesaba en el mundo era que algún amago de complicación amenazara mi vida, y Ricard Crespo lo era. Un hombre a quien una colaboradora del trabajo calificaba como «muy especial» no era fiable en absoluto, demasiado impulsivo, demasiado seguro de sí mismo. Además, se hallaba relacionado con un caso, aunque lejanamente, y eso sí era como sentarse sobre un polvorín. «Algún día dormiré en tu casa, ya lo verás», ¡vaya rostro!, y sobre todo, ¡menuda arrogancia! Sí, podía estar seguro de que iba a dormir en mi casa, tumbado sobre el felpudo de la entrada, quizá. No me quedaba más remedio que abortar aquella relación incipiente. ¡Bah, para una vez que encontraba un hombre interesante...! Porque interesante lo era, y hacer el amor con él había estado mejor que bien, pero ya lo decían todas mis amigas, era un clamor general: los hombres son un desastre en los últimos tiempos. El que no liga para quitarse las frustraciones necesita hacer públicas sus conquistas o quiere que le hagas de madre, o hacer él de padre... no, el hombre buen compañero sentimental ha quedado como un recuerdo de épocas pasadas.

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