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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (7 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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Según la ley, existen cuatro situaciones médicas en las cuales se requiere una autopsia. Todos los patólogos conocen perfectamente cuáles son:

  • Si el paciente muere en circunstancias violentas o extrañas.
  • Si el paciente llega muerto al hospital.
  • Si muere dentro de las primeras veinticuatro horas de su admisión.
  • Si el paciente muere fuera del hospital y sin estar bajo los cuidados de ningún médico.

Bajo cualquiera de estas circunstancias, se lleva a cabo la autopsia en el City. Como muchas ciudades, Boston no tiene un depósito especial para los casos policiales. La segunda planta del edificio Mallory, el sector de patología del hospital, está destinado a los exámenes médicos oficiales. En los casos de rutina, la mayoría de las autopsias son llevadas a cabo por los residentes del primer curso del hospital en el que murió el paciente. Para los residentes, nuevos en el asunto y aún nerviosos, una autopsia para la policía puede ser una situación de cuidado.

No se sabe qué aspecto tiene un envenenamiento o una electrocución, por ejemplo, y es posible que a uno se le escape algún detalle importante. La solución, que se pasan los residentes de uno a otro, es hacer un análisis meticuloso y tomar muchas notas, para «tenerlo todo en cuenta», lo cual quiere decir guardar muestras de los tejidos de todos los órganos importantes, por si acaso en el tribunal se exige una comprobación del resultado de la autopsia. El tenerlo todo en cuenta es desde luego un poco caro. Para ello se necesitan más recipientes, más conservante, y mucho espacio en el refrigerador. Pero nunca se duda en hacerlo en los casos policiales.

Pese a todas estas precauciones, los problemas no desaparecen. Cuando se hace la autopsia, existe siempre el temor, el horrible pensamiento en lo más recóndito de la mente, de que el fiscal o la defensa exija alguna información, un detalle crucial para la argumentación, ya sea positiva o negativa, que no se pueda proporcionar porque no se hayan considerado todas las posibilidades, todas las variaciones, todas las combinaciones.

Por razones olvidadas hace ya muchos años, en las puertas del Mallory hay dos pequeñas esfinges de piedra. Cada vez que las veo me dan que pensar; no sé por qué, unas esfinges en un edificio de patología me recuerdan las cámaras egipcias de embalsamamientos. O algo parecido.

Subí a la segunda planta para hablar con Alice. Estaba de mal humor; la autopsia no había empezado todavía por alguna razón; aquellos días parecía que todo andaba mal. ¿Sabía que se esperaba que hubiera una epidemia de gripe aquel invierno?

Le dije que sí lo sabía, y después pregunté:

—¿Quién va a hacer el examen
post mortem
de Karen Randall?

Alice frunció el entrecejo en señal de desaprobación.

—Enviaron a alguien del Mem. Creo que su nombre es Hendricks.

Me sorprendió. En este caso, esperaba que fuera algún pez gordo.

—¿Está dentro? —pregunté, señalando hacia el final de vestíbulo.

—Sí —dijo Alice.

Me dirigí hacia las dos puertas de vaivén, pasé por el lugar donde se almacenaban los cuerpos a baja temperatura, y crucé el pulcro letrero que decía: «
SÓLO SE PERMITE LA ENTRADA AL PERSONAL AUTORIZADO
». Las puertas eran de madera, sin ventanas, e indicaban con sendos letreros «
SALIDA
» y «
ENTRADA
». Entré en la sala de autopsias. En un rincón apartado charlaban dos hombres.

La sala era espaciosa, de un verde monótono y frío. El techo era bajo; el suelo, de cemento; y las tuberías quedaban al descubierto por todas partes (ahí no se gastaban dinero en decoración). Había cinco mesas de acero inoxidable alineadas, todas de unos dos metros de largo y ligeramente inclinadas. De las mesas manaba constantemente una fina capa de agua, de arriba abajo, a lo largo de las mesas, y se perdía en un recipiente en el extremo inferior. El agua corría durante toda la autopsia para llevarse la sangre y pequeñas partículas de tejido orgánico. El gran ventilador, de un metro de anchura, colocado en una ventana de cristales opacos, se mantenía encendido siempre, y lo mismo ocurría con el pequeño aparato encargado de renovar el aire de la habitación, y que la llenaba de un aroma semejante a resina de pino.

A un lado se encontraban las habitaciones donde los patólogos podían sacarse sus ropas de calle para ponerse las batas y delantales quirúrgicos de color verde. Había cuatro grandes lavabos en hilera; el del extremo llevaba una indicación que decía «
SÓLO PARA LAVARSE LAS MANOS
». Los otros eran utilizados para lavar el instrumental y algunas muestras. A lo largo de la pared había una hilera de armarios pequeños que encerraban guantes, frascos para guardar muestras de tejido, líquidos para conservarlos, una cámara fotográfica y otros objetos. Cuando se encontraban con algún tejido de aspecto poco corriente, era costumbre fotografiarlo
in situ
antes de proceder a su extirpación.

Cuando entré en la habitación, los dos hombres se volvieron para mirarme. Habían estado discutiendo un caso, mientras un cuerpo ocupaba la mesa más lejana. Reconocí a uno de los hombres, un residente llamado Gaffen. Lo conocía ligeramente. Era muy inteligente, pero de carácter difícil. Al otro hombre no le había visto en mi vida. Supuse que era Hendricks.

—Hola, John —dijo Gaffen—. ¿Qué te trae por aquí?

—La autopsia de Karen Randall.

—Va a empezar dentro de un minuto. ¿Quieres cambiarte?

—No, gracias —dije—. Sólo he venido para presenciarla.

En realidad, me hubiera gustado cambiarme, pero me pareció que no era una buena idea. La única forma en que podía estar seguro de conservar mi papel de observador era permaneciendo vestido de calle. Lo último que deseaba en el mundo era que se me considerara un participante activo en la autopsia, y por lo tanto con una posible influencia en su resultado.

Le dije a Hendricks:

—Creo que no nos conocemos. Soy John Berry.

—Jack Hendricks —sonrió, pero no me ofreció su mano. Llevaba guantes y había estado tocando un cadáver con ellos.

—Le estaba mostrando a Hendricks algunos indicios —dijo Gaffen, señalando el cuerpo. Retrocedió para dejarme ver. Era una joven negra. Habría sido una muchacha atractiva antes de que alguien le hiciera tres agujeros redondos en el pecho y el estómago—. Hendricks ha estado siempre en el Mem —prosiguió Gaffen—. Y no ha tenido ocasión de ver muchas de estas cosas. Por ejemplo, estábamos discutiendo lo que podían significar estas pequeñas señales.

Gaffen señaló unos pequeños desgarrones de carne en el cuerpo. Se veían en los brazos y en la parte baja de las piernas.

—Pensé que quizá serían arañazos causados por alambre de púas —dijo Hendricks.

Gaffen sonrió con tristeza.

—Alambre de púas —repitió.

Yo no dije nada. Sabía lo que eran, pero sabía también que un hombre sin experiencia no lo adivinaría jamás.

—¿Cuándo la trajeron? —pregunté.

Gaffen miró a Hendricks y después dijo:

—A las cinco de la mañana. Pero parece que la muerte ocurrió alrededor de medianoche. —Y agregó dirigiéndose a Hendricks—: ¿No te sugiere eso nada?

Hendricks movió la cabeza y se mordió los labios. Gaffen le ponía en una situación difícil. Yo hubiera podido objetar algo, pero no era asunto mío. A menudo el poner a alguien en un aprieto le hace aprender algo, o al menos eso es lo que cree mucha gente. Hendricks lo sabía. Yo lo sabía.

—¿Dónde supones que estuvo ella durante esas cinco horas que siguieron a su muerte? —preguntó Gaffen.

—No sé —dijo Hendricks malhumorado.

—Adivina.

—En cama.

—Imposible. Mira lo lívida que está.
[8]
Es evidente que no estaba echada en ninguna parte, sino medio sentada, medio inclinada sobre su costado.

Hendricks miró nuevamente el cuerpo y nuevamente movió la cabeza.

—La encontraron en el vertedero —dijo Gaffen—. En la calle Charleston, a dos manzanas de la «zona de combate». En el vertedero.

—Oh.

—Así pues —dijo Gaffen—, ¿qué te parece ahora que podrían ser esas señales?

Hendricks movió la cabeza. Yo sabía que eso podía durar horas y horas; Gaffen podía jugar con él interminablemente. Me aclaré la garganta y dije:

—En realidad, Hendricks, son mordeduras de rata. Son muy características: un pinchazo inicial, y después unos bordes desgarrados.

—Mordeduras de rata —dijo en voz baja.

—Vive y aprende —dijo Gaffen; miró su reloj—. Ahora tengo que asistir a una conferencia. Me alegro de verte otra vez John.

Se sacó los guantes de un tirón y se lavó las manos; después se volvió a Hendricks, que estaba mirando todavía los agujeros de bala y las mordeduras.

—¿Estuvo en el vertedero durante cinco horas?

—Sí.

—¿No la encontró la policía?

—Sí, casualmente.

—¿Quién lo hizo?

Gaffen se rio.

—Eso dímelo tú. Tiene una historia de lesión sifilítica oral primaria, tratada en este hospital, y cinco episodios de «Tubos calientes» tratados en este hospital.

—¿Tubos calientes?

—IP.
[9]

—Cuando la encontraron —dijo Gaffen—, llevaba cuarenta dólares en el sostén.

Miró a Hendricks, movió la cabeza y salió de la sala. Cuando nos encontramos a solas, Hendricks me dijo:

—Aún no lo comprendo. ¿Significa eso que era una prostituta?

—Sí —dije—. La mataron a tiros, estuvo en un vertedero durante cinco horas, y mientras tanto la mordieron las ratas.

—Oh.

—Suele suceder —dije—. Con bastante frecuencia.

La puerta se abrió, dando paso a un hombre que arrastraba una camilla con un cuerpo envuelto en una sábana blanca. Nos miró y dijo:

—¿Randall?

—Sí —dijo Hendricks.

—¿Qué mesa prefiere?

—La del medio.

—Está bien.

Llevó la camilla junto a la mesa de acero inoxidable y pasó el cuerpo de una a otra, primero la cabeza y después los pies. Yo me sentía violento. Retiró rápidamente la sábana, la dobló y la dejó sobre la camilla.

—Tiene que firmar —dijo a Hendricks, presentándole una hoja de papel.

Hendricks firmó.

—No estoy muy acostumbrado a esto… —me dijo Hendricks—, a estas situaciones legales. Sólo he hecho una autopsia y se trataba de un simple caso de accidente laboral. Un hombre que se golpeó la cabeza y murió durante su trabajo; pero nada parecido a esto…

—¿Cómo fue que le eligieron para este caso? —pregunté.

—Supongo que fue por casualidad. Oí decir que Weston iba a hacerlo, pero por lo visto no fue así.

—¿Leland Weston?

—Sí.

Weston era el jefe de patología del City Hospital, un gran hombre, bastante entrado en años y probablemente el mejor patólogo de Boston.

—Bien —dijo Hendricks—. Vamos a empezar.

Se dirigió al lavabo y empezó a lavarse cuidadosamente. Los patólogos que se lavan para una autopsia me enojan. Les convierte en una parodia del cirujano, un estúpido reverso de la moneda: un hombre vestido con uniforme quirúrgico —pantalones ligeros y una chaqueta con manga corta y cuello en forma de V—, lavándose las manos para operar a un paciente al que no importa en absoluto la esterilidad del tratamiento que recibe.

Pero, en el caso de Hendricks, sabía que se trataba únicamente de su inseguridad.

Las autopsias nunca son muy agradables. Y son particularmente deprimentes cuando se trata del cuerpo de una muchacha joven y atractiva como era Karen Randall. Yacía desnuda sobre la espalda, con los rubios cabellos mojados por el agua corriente. Sus ojos azules estaban fijos en el techo. Mientras Hendricks terminaba de lavarse, miré el cuerpo y toqué la piel. Era fría y suave, de color grisáceo. Lo típico en una muchacha que había muerto desangrada.

Hendricks comprobó que había carrete en la cámara fotográfica; después me indicó que me apartara y tomó tres fotografías desde ángulos distintos.

—¿Tiene su historia clínica? —pregunté.

—No. La tiene el viejo. Todo lo que tengo es el sumario del forense.

—¿Qué dice?

—Diagnóstico clínico de muerte debida a hemorragia vaginal, complicada por choque anafiláctico.

—¿Choque anafiláctico? ¿Por qué?

—No sé —dijo Hendricks—. Algo sucedió en urgencias, pero no pude averiguarlo.

—Eso es interesante —dije.

Hendricks terminó con las fotos y se dirigió hacia la pizarra. La mayor parte de los laboratorios tienen una pizarra, sobre la cual los patólogos pueden escribir los datos de la autopsia a medida que la van haciendo. Marcas superficiales del cuerpo, peso y apariencia de los órganos y cosas semejantes. Se dirigió a la pizarra y escribió: «Randall, K.», y el número de su ficha.

En aquel momento entró otro hombre en la sala. Reconocí la encorvada figura de Leland Weston. Tenía ya sesenta años y estaba a punto de retirarse, pero, a pesar de sus cargadas espaldas, conservaba cierta energía y vigor. Estrechó mi mano cordialmente, y después la de Hendricks, quien pareció aliviado al verlo.

Weston se hizo cargo de la autopsia. Empezó, como recuerdo había hecho siempre, dando vueltas alrededor del cuerpo media docena de veces, mirándolo fijamente, y murmurando algo para sí. Finalmente, se paró y me miró.

—¿La has observado, John?

—Sí.

—¿Qué conclusiones sacas?

—Reciente aumento de peso —dije—. Hay estrías en sus caderas y en los senos. Pesa más de lo normal.

—Bien —dijo Weston—. ¿Algo más?

—Sí —dije—. Tiene una distribución del pelo interesante. Tiene el pelo rubio; y sin embargo, hay una ligera línea de vello oscuro sobre el labio superior, y también en sus antebrazos. Me parece fino y poco denso, con aspecto de ser reciente.

—Bien —dijo Weston, asintiendo. Me dirigió su ligera y rota sonrisa, la sonrisa de mi viejo maestro. En cierto modo, Weston había sido maestro de todos los patólogos de Boston, en uno u otro momento de sus vidas—. Pero has pasado por alto lo más importante.

Señaló la región púbica, que estaba pulcramente afeitada.

—Esto —dijo.

—Pero ha tenido un aborto —dijo Hendricks—. Eso lo sabemos todos.

—Nadie —dijo severamente Weston— sabe nada mientras no se haya concluido la autopsia. No podemos hacer diagnósticos prematuros. —Sonrió—. Ése es un lujo reservado para los clínicos. —Se puso un par de guantes y dijo—: El informe de esta autopsia tiene que ser el mejor y el más exacto y meticuloso que hayamos hecho. Porque J.D. Randall lo estudiará detalle por detalle. Ahora vamos a ver. —Examinó la región púbica cuidadosamente—. Es difícil saber la causa de unas ingles afeitadas. Puede ser debido a una operación, pero muchos pacientes lo hacen simplemente por razones personales. En este caso, debemos señalar que el afeitado se llevó a cabo cuidadosamente, sin pellizcos ni rasguños. Esto es significativo: no hay una sola enfermera en el mundo que haga un afeitado preoperatorio sobre una región tan carnosa como ésta sin hacer al menos un pequeño rasguño. Las enfermeras van siempre deprisa y los pequeños cortes no tienen importancia. Así pues…

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