Un traidor como los nuestros (29 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

BOOK: Un traidor como los nuestros
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Perry se acerca primero. Gail siente cómo se separa de ella y se vuelve. Calcula el tiempo que él tardará en dar crédito a sus ojos.

—¡Cielo santo, Dima! ¡Dima, de Antigua! ¡Increíble!

Sin pasarse, Perry, con moderación…

—Por Dios, ¿qué hace aquí? ¡Gail, mira!

Pero no miro. No de inmediato. Estoy viendo calzado, ¿recuerdas? Y cuando veo calzado, estoy siempre distraída, estoy, de hecho, en otro planeta, aunque sea calzado deportivo. Absurdamente, como les pareció en su momento, habían ensayado esa escena en una tienda de deportes de Camden Town especializada en calzado, y de nuevo en Golder Green, primero con Ollie en el papel de Dima dando palmadas en la espalda, exageradamente, y Luke en el papel de transeúnte inocente, y luego invirtiendo los papeles. Pero ahora ella se alegraba: conocía el guión, aunque las frases fueran improvisadas.

Así que espera, escúchalo, despierta, date la vuelta. Después pon cara de satisfacción y mayúsculo asombro.

—¡Dima! ¡Vaya! ¡Usted por aquí! ¡Hay que ver! Esto es absolutamente… ¡Esto es extraordinario! —A lo que sigue su chillido de éxtasis, el que usa para abrir los regalos en Navidad, mientras observa a Perry disolverse contra el enorme torso de un Dima cuya satisfacción y asombro no son menos espontáneos que los de ella.

—¿Qué hace aquí usted, Catedrático, un tenista de tres al cuarto?

—No, Dima, ¿qué hace usted? —ahora Perry y Gail juntos, un coro de agudas exclamaciones en distintos tonos mientras Dima sigue hablando con su vozarrón.

¿Está cambiado? Se lo ve más pálido. Ha perdido ya el moreno del sol caribeño. Medias lunas amarillentas bajo los atractivos ojos castaños. Arrugas descendentes más marcadas en las comisuras de los labios. Pero el mismo porte, la misma inclinación hacia atrás como diciendo «ven a por mí si eres valiente». Los pequeños pies en la característica postura de Enrique VIII.

Y el hombre tiene un don natural para las tablas. Basta con oír esto:

—¿Cree que Federer va a tomar a ese Soderling por maricón, como hizo usted conmigo? ¿Cree que va a hacer tongo y perder el puñetero partido por amor al juego limpio? ¡Gail, Dios bendito, venga aquí! ¡Tengo que abrazar a esta chica, Catedrático! ¿Se ha casado ya con ella? ¡Usted está mal de la cabeza! —Dicho todo esto mientras la atrae hacia su enorme pecho y la estrecha contra su cuerpo, todo su cuerpo, empezando por una mejilla pegajosa, humedecida por las lágrimas, y siguiendo por el pecho y el bulto de la entrepierna hasta que incluso las rodillas se tocan; a continuación, la aparta para los tres obligados besos de la Trinidad en la cara, lado izquierdo, lado derecho, lado izquierdo otra vez.

Entretanto Perry recita:

—En fin, debo decir que esta es una coincidencia del todo absurda, totalmente inconcebible.

Expresado esto con más distanciamiento académico del que Gail considera apropiado: un poco falto de espontaneidad, en su opinión, e intenta compensarlo ella misma con un estallido de emotividad, ensartando demasiadas preguntas seguidas.

—Y dígame, mi apreciado Dima, ¿cómo están Katia e Irina? ¡Pienso en ellas a todas horas! —Eso es verdad—. ¿Juegan los gemelos al criquet? ¿Cómo está Natasha? ¿Dónde han estado todos? Ambrose nos dijo que se habían marchado a Moscú. ¿Fue así? ¿Para el funeral? Tiene muy buen aspecto. ¿Cómo está Tamara? ¿Cómo están todos aquellos amigos y familiares tan encantadores y raros que lo acompañaban?

¿Realmente ha pronunciado estas últimas palabras? Sí. Y mientras las pronuncia, y recibe a cambio en respuesta fragmentos intermitentes de conversación, empieza a tomar conciencia, aunque solo en un encuadre borroso, de la proximidad de hombres y mujeres de elegante indumentaria, que se han detenido a contemplar el espectáculo: otro club de seguidores de Dima, al parecer, pero estos de una generación más joven, con más estilo, muy distintos del casposo grupo reunido en Antigua. ¿Es aquel que acecha entre ellos Niki el Cara de Niño? Si lo es, se ha comprado un traje veraniego de Armani de color beige con llamativos puños. ¿Se ocultan debajo la cadena y el reloj de submarinista?

Dima continúa hablando y Gail oye lo que no quiere oír: Tamara y los niños han viajado directamente de Moscú a Zurich; sí, Natasha también, a la puñetera no le gusta el tenis, quiere volver a casa, a Berna, leer y montar a caballo. Relajarse. ¿A Gail le ha parecido entender asimismo que Natasha no se encontraba muy bien, o son imaginaciones suyas? Todo el mundo interviene en tres conversaciones a la vez:

—¿Es que ya no da clase a sus puñeteros alumnos, Catedrático? —Fingida indignación—. ¿Es que ahora va a dar clase a los chicos franceses para que algún día sean caballeros ingleses? Díganme, ¿dónde tienen los asientos? En el gallinero, en la última grada, ¿no?

Seguido, supuestamente, de una versión en ruso de la misma ocurrencia por encima del hombro. Pero la gracia debió de perderse en la traducción, porque entre los espectadores de elegante indumentaria son pocos los que sonríen, salvo por un hombrecillo situado en el centro, muy atildado, como un bailarín. A primera vista, Gail lo toma por un guía turístico o algo así, ya que lleva un paraguas carmesí y una americana náutica de color crema, muy visible, con un ancla de hilo dorado en el bolsillo, y esto, unido a la mata de pelo gris echado hacia atrás, lo convierte en una persona localizable al instante por cualquier elemento extraviado en medio de una multitud. Gail capta su sonrisa, después capta su mirada. Y cuando vuelve a fijar la vista en Dima, sabe que ese individuo sigue pendiente de ella.

Interesado aún en saber qué asientos ocupan, Dima les ha pedido que le enseñen las entradas. Como Perry tiene por costumbre perder las entradas, las lleva Gail. Se sabe los números de memoria, también Perry. Pero eso no le impide no saberlos ahora, ni adoptar una expresión de dulce vaguedad cuando se las entrega a Dima, que deja escapar un resoplido de desdén:

—¿Ha traído el telescopio, Catedrático? ¡Joder, a esas alturas van a necesitar oxígeno!

Vuelve a repetir el chiste en ruso, pero de nuevo el grupo circunstante detrás de él parece estar esperando más que escuchando. ¿Y esa respiración anhelante? ¿Es nueva o la tenía ya en Antigua? ¿O nueva hoy? ¿Es un problema de corazón? ¿O un problema de vodka?

—Tenemos un puñetero palco de cortesía, ¿me oye? Esas gilipolleces de las empresas. Cosas de los jóvenes con los que trabajo. Los invitados de Moscú. Gente de la empresa. Y chicas guapas. ¡Mírenlas!

De hecho, un par de ellas captan la mirada de Gail: chaquetas de cuero, faldas tubo y botines. ¿Esposas guapas? ¿O fulanas guapas para los invitados de Moscú? Si lo son, son gama alta.

—Treinta asientos de primera, comida para morirse —brama Dima—. ¿Quiere, Gail? ¿Quiere venir con nosotros? ¿Ver el partido como una señora? ¿Beber champán? Hay de sobra. Vamos, Catedrático. ¿Por qué no, joder?

Porque Héctor le ha dicho que se haga de rogar, por eso, joder. Porque cuanto más se haga de rogar, mayor será el esfuerzo para persuadirlo, y a mí con él, y mayor será nuestra credibilidad ante los invitados de Moscú. Arrinconado, Perry interpreta bien su papel de Perry: frunciendo el entrecejo, aparenta timidez e incomodidad. Para un total principiante en el arte del disimulo, su actuación es más que aceptable. Así y todo, es momento de echarle una mano.

—Las entradas son un obsequio, Dima, hágase cargo —le confía ella con gentileza, tocándole el brazo—. Nos las regaló un buen amigo nuestro, un caballero muy querido. Por afecto. Seguramente le disgustaría que no ocupásemos nuestros asientos, ¿no? Si llegara a enterarse, le dolería —que era la respuesta que habían fraguado con Luke y Ollie una noche ante la última copa de whisky.

Dima, decepcionado, mira a uno y otro alternativamente mientras reordena sus pensamientos.

Desasosiego en las filas a sus espaldas: ¿podemos acabar con esto de una vez?

«La iniciativa recaerá en el pobre desgraciado que esté in situ.»

¡Solución!

—Pues entonces… escuche, Catedrático. A ver. Escúcheme una sola vez —hincando el dedo en el pecho de Perry—. A ver —repite, moviendo la cabeza en un amenazador gesto de asentimiento—. Después del partido. ¿Me oye? En cuanto acabe el puñetero partido, vendrán a visitarnos al palco de cortesía. —De pronto se vuelve hacia Gail, retándola a alterar su gran plan—. ¿Me oye, Gail? Traiga a este Catedrático a nuestro palco. Y tómese una copa de champán con nosotros. El partido no acaba cuando acaba. Allí en la pista tienen que hacer las puñeteras presentaciones, los discursos, todo ese rollo. Federer ganará de calle. ¿Quiere apostar cinco de los grandes, en dólares, a que pierde, Catedrático? Le doy tres contra uno. Cuatro contra uno.

Perry se echa a reír. Si tuviera un dios, sería Federer. Ni hablar, Dima, lo siento, dice. Ni siquiera cien contra uno. Pero aún no ha escapado de las redes de Dima.

—Mañana jugará conmigo al tenis, Catedrático, ¿me oye? La revancha. —Hundiendo todavía el dedo en el pecho de Perry—. Mandaré a alguien a buscarlos después del partido, vendrán a visitarnos al palco y organizaremos la revancha, y nada de tratarme como a un maricón. Voy a darle una paliza de aúpa, y después lo invitaré a un masaje. Lo necesitará, ¿me oye?

Perry no tiene tiempo para más protestas. Con el rabillo del ojo, Gail ha visto al guía turístico de la melena gris y el paraguas rojo separarse del grupo y aproximarse a la espalda indefensa de Dima.

—¿No vas a presentarnos a tus amigos, Dima? No puedes guardarte para ti solo a una hermosa dama como esta, deberías saberlo —dice con una voz sedosa, teñida de cierto reproche, en un inglés perfecto en el que se advierte solo un levísimo acento italiano—. Dell Oro —anuncia—, Emilio dell Oro. Un viejo amigo de Dima, desde hace mucho, mucho tiempo. Encantado. —Y da la mano a los dos, primero a Gail con una galante inclinación de cabeza, y luego a Perry, sin inclinación. A Gail le recuerda a un calavera de salón, un tal Percy, que interrumpió su baile con el mejor novio que tuvo a los diecisiete años y casi la violó en la pista.

—Y yo soy Perry Makepiece, y ella Gail Perkins —se presenta Perry. Y una acotación desenfadada que impresiona a Gail—: En realidad no soy catedrático, así que no se alarme. Es solo la manera que ha elegido Dima para despistarme cuando jugamos al tenis.

—Pues en ese caso bienvenidos al estadio de Roland Garros, Gail Perkins y Perry Makepiece —responde Dell Oro con una sonrisa radiante que, empieza a sospechar Gail, es permanente—. Me alegra saber que tendremos el placer de verlos después del histórico encuentro. Si hay partido —añade, alzando las manos en un gesto teatral y lanzando una mirada de reproche al cielo gris.

Pero Dima tiene la última palabra:

—Mandaré a alguien a buscarlos, ¿me oye, Catedrático? Mañana le daré una paliza de aúpa. Adoro a este hombre, ¿me oyen? —exclama, dirigiéndose a los arrogantes jóvenes de sonrisa aguada reunidos detrás de él, y después de envolver a Perry en un último abrazo de desafío se coloca junto a ellos a la vez que reanudan la marcha.

Capítulo 12

Instalándose al lado de Perry en la duodécima fila de la grada oeste del estadio de Roland Garros, Gail contempla con incredulidad la banda de la Garde Républicaine de Napoleón, con sus cascos de latón, escarapelas rojas, ajustados calzones blancos y botas hasta el muslo, mientras preparan sus timbales y dan los últimos clarinazos antes de que el director suba a la tribuna de madera, deje las blancas manos enguantadas en suspenso por encima de la cabeza, extienda los dedos y los agite como un diseñador de moda. Perry le dice algo a Gail pero tiene que repetirlo. Ella vuelve la cabeza hacia él y se apoya en su hombro para tranquilizarse, porque está temblando. Y Perry, a su manera, también tiembla, porque Gail oye la palpitación de su cuerpo: bum bum.

—¿Esto es la final masculina de individuales o la batalla de Borodino? —vocifera él alegremente, señalando las tropas napoleónicas. Ella lo obliga a repetirlo, suelta una carcajada y le aprieta la mano para poner ambos los pies en tierra otra vez.

—Va todo sobre ruedas —le grita ella al oído—. ¡Has estado de maravilla! ¡Eres una estrella! ¡Y los asientos son una pasada! ¡Bien hecho!

—Lo mismo digo. Dima tenía un aspecto estupendo.

—Estupendo. ¡Pero los niños están en Berna!

—¿Qué?

—¡Tamara y los niños están en Berna! ¡Y Natasha también! ¡Creía que estarían todos juntos!

—Yo también.

Pero la desilusión de Perry es de menor magnitud que la de ella.

La banda de Napoleón es muy estridente. Regimientos enteros podrían desfilar al son de su música y no regresar jamás.

—¡Tiene muchas ganas de jugar al tenis contigo otra vez, el pobre! —dice Doolittle, levantando la voz.

—Ya me he dado cuenta. —Amplios gestos de asentimiento. Sonrisas de Milton.

—¿Tendrás tiempo, mañana?

—Imposible. Demasiados compromisos —contesta Milton con un rotundo cabeceo.

—Me lo temía. Una pena.

—Desde luego —coincide Milton.

¿Están comportándose como niños o es que el temor de Dios se ha apoderado de ellos? Llevándose la mano de Perry a los labios, Gail se la besa y luego se la acerca a la mejilla porque él, sin darse cuenta, la ha conmovido casi hasta el llanto.

¡Precisamente en un día como ese, que debería poder disfrutar al máximo, y no va a ser así! Para Perry, ver a Federer en la final del Abierto francés es como ver a Nijinsky en
La siesta de un fauno.
¿Cuántas conferencias de Perry no habrá oído Gail, acurrucada felizmente a su lado ante el televisor en Primrose Hill, sobre el tema de Federer, el deportista perfeccionado que a Perry le encantaría ser? Federer el hombre forjado, Federer el hombre que al correr parece danzar, acortando y alargando la zancada a fin de doblegar a esa pelota voladora y ganar la insignificante milésima de segundo que necesita para encontrar el ritmo y el ángulo, con esa estabilidad del tronco tanto si retrocede como si avanza como si se desplaza de costado, esa capacidad de anticipación sobrenatural que no es sobrenatural en absoluto, Gail, sino la cima de la coordinación ojo-cuerpo-cerebro.

—De verdad quiero que disfrutes del día de hoy —le grita Gail al oído en un último mensaje—. Aparta todo lo demás de tu cabeza. Te quiero: ¡he dicho que te quiero, tonto!

Gail lleva a cabo un inocente reconocimiento de los espectadores cercanos a ellos. ¿De quién son? ¿De Dima? ¿De los enemigos de Dima? ¿De Héctor? «Vamos descalzos.»

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