Una Pizca De Muerte (14 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Una Pizca De Muerte
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—¡Ya está! —grité—. ¡Voy a buscarte!

Mi inesperado huésped estaba perplejo cuando regresé a la cocina.

—¿Para qué? —preguntó, y yo pensé si no se habría golpeado la cabeza en el bosque.

—Para que te duches. ¿No oyes el agua correr? —contesté, tratando de sonar natural—. No podré ver la gravedad de tus heridas hasta que estés limpio.

Volvimos a ponernos en marcha, y me dio la sensación de que caminaba mejor, como si el calor de la casa y la suavidad del suelo hubiesen ayudado a que sus músculos se relajasen. Había dejado la manta en la silla de la cocina. No tenía ningún problema con la desnudez, como la mayoría de los licántropos, me percaté. Vale, eso estaba bien, ¿no? Sus pensamientos se me antojaban opacos, como solía pasar con los de su especie, pero capté retazos de ansiedad.

De repente, apoyó en mí más peso y me tambaleé hasta la pared.

—Lo siento —jadeó—. Me acaba de dar un calambre en la pierna.

—No pasa nada —le dije—. Seguramente son tus músculos que se estiran. —Alcanzamos el pequeño cuarto de baño, cuya estética estaba muy pasada de moda. El mío, que estaba junto a mi habitación, era mucho más moderno, pero éste era menos personal.

Aunque Preston no pareció darse cuenta de los azulejos blancos y negros. Con un afán inequívoco, observó el agua caliente que se derramaba sobre la bañera.

—Eh, ¿quieres que te deje solo un momento, antes de ayudarte a entrar en la ducha? —pregunté, indicando el inodoro con un gesto de la cabeza.

Se me quedó mirando con la expresión perdida.

—No, no es necesario.

Así que llegamos al lado de la bañera, que era de las altas. No sin pocas y rebuscadas maniobras, Preston deslizó una pierna sobre la bañera, le empujé y logró pasar la otra para meterse del todo. Tras asegurarse de que podía mantenerse en pie por sí solo, empecé a correr la cortina.

—Señorita —dijo, y me detuve. Se encontraba bajo el torrente de agua caliente, con el pelo aplastado sobre la cabeza, el agua chorreando sobre el pecho hasta su... Vale, ya se había calentado por todas partes.

—¿Sí? —Intenté que no se notara el nudo de mi garganta.

—¿Cómo te llamas?

—¡Oh! Perdona. —Tragué con fuerza—. Me llamo Sookie. Sookie Stackhouse. —Y volví a tragar—. Ahí tienes el jabón; y ahí está el champú. Voy a dejar la puerta del baño abierta, ¿vale? Llámame cuando hayas terminado y te ayudaré a salir de la bañera.

—Gracias —dijo—. Gritaré si te necesito.

Corrí del todo la cortina de la ducha, aunque no sin cierto pesar. Tras asegurarme de que las toallas limpias estaban al alcance de Preston, regresé a la cocina. Me pregunté si querría café, chocolate caliente o té. O a lo mejor prefería algo con alcohol. Tenía un poco de
bourbon
y me quedaban un par de cervezas en la nevera. Se lo preguntaría. Sopa. Necesitaría algo de sopa. No me quedaba ninguna casera, pero sí de sobre. Vertí la sopa sobre una cazuela y la puse al fuego, preparé el café y herví agua por si se decantaba por el chocolate o el té. Prácticamente vibraba con tanto afán.

Cuando Preston emergió del cuarto de baño, su mitad inferior estaba cubierta por una gran toalla azul de Amelia. Creedme, jamás había tenido mejor aspecto. Se había envuelto otra alrededor del cuello para retener el agua que aún le caía por el pelo. Le tapaba también la herida del hombro. Dio un leve respingo mientras caminaba, y supe que debían de dolerle los pies. Había comprado unos calcetines para hombre por error en mi última visita al Wal-Mart, así que fui a buscarlos a mi armario y se los entregué a Preston, que había recuperado su asiento en la cocina. Los observó con mucho cuidado, para asombro mío.

—Tienes que ponértelos —le recomendé, suponiendo que la pausa se debía a que no le resultaba cómodo ponerse la ropa de otro hombre—. Son míos —añadí con afán tranquilizador—. Debes tener los pies destrozados.

—Sí —acordó Preston y, lentamente, se inclinó para ponérselos.

—¿Necesitas ayuda? —pregunté, echando la sopa en un cuenco.

—No, gracias —contestó él desde un rostro oculto por una densa mata de pelo negro—. ¿Qué es eso que huele tan bien?

—Te he calentado un poco de sopa —dije—. Si quieres café, té o...

—Té, por favor —contestó.

Yo nunca suelo beber té, pero a Amelia le quedaba un poco. Repasé su selección de sabores con la esperanza de que ninguno de ellos fuese a convertirlo en rana o nada parecido. La magia de Amelia había provocado resultados inesperados en el pasado. Bueno, cualquiera con la palabra lipton estaría bien. Metí la bolsita en el agua hirviendo y esperé que no pasase nada raro.

Preston se tomó la sopa con cuidado. Quizá la había calentado demasiado. Se la metía en la boca como si fuese la primera vez que comía algo parecido. A lo mejor su madre siempre se la había hecho casera. Me sentí un poco avergonzada. Me quedé mirándolo, ya que no tenía ninguna cosa mejor que observar. Alzó la vista para encontrarse con mis ojos.

Caramba. Las cosas empezaban a ir demasiado deprisa.

—Bueno, ¿cómo acabaste herido? —pregunté—. ¿Hubo una pelea? ¿Cómo es que te dejó tu manada?

—Hubo una pelea, sí —confirmó—. Las negociaciones no fueron bien. —Parecía algo dubitativo y angustiado—. De alguna manera, en la oscuridad, me abandonaron.

—¿Crees que volverán a buscarte?

Apuró la sopa y yo le dejé el té delante.

—Sí, pero no sé si los míos o los de Monroe —respondió sombríamente.

Eso no sonaba nada bien.

—Vale, será mejor que me dejes ver las heridas —dije. Cuanto antes supiera cuál era su estado, antes podría decidir qué hacer. Preston se quitó la toalla que le rodeaba el cuello y yo me incliné para echar un vistazo a la herida. Estaba casi curada.

—¿Cuándo te hirieron? —le pregunté.

—Al amanecer. —Sus enormes ojos castaños volvieron a interceptar mi mirada—. Permanecí allí durante horas.

—Pero... —De repente me pregunté si no habría sido una estúpida al llevar a un completo extraño a mi casa. Lo que estaba claro era que no debía dejar que Preston supiera que albergaba dudas acerca de su historia. La herida tenía mal aspecto cuando me lo encontré en el bosque. ¿Cómo se había curado en cuestión de minutos desde la llegada a casa? ¿Qué estaba pasando? Los licántropos se curan rápido, pero no instantáneamente.

—¿Qué pasa, Sookie? —preguntó. Era difícil pensar en otra cosa cuando su pelo mojado se le derramaba sobre el pecho y la toalla azul estaba bien por debajo de la línea de su cintura.

—¿De verdad eres un licántropo? —le solté, retrocediendo un par de pasos. Sus ondas cerebrales adquirieron el clásico ritmo de los licántropos, esa angulosa y oscura cadencia que me resultaba tan familiar.

Preston Pardloe parecía absolutamente horrorizado.

—¿Qué otra cosa iba a ser? —contestó, estirando un brazo lleno de vello desde el hombro, los dedos acabados en garras. Fue la transformación más inmediata y fácil que había presenciado, y apenas había producido nada del sonido que solía venir asociado a ella; y no había presenciado pocas.

—Debes de ser una especie de súper licántropo —planteé.

—Mi familia es especial —reconoció, orgulloso.

Se levantó y la toalla se le deslizó.

—No me digas... —respondí con voz ahogada. Sentía que las mejillas se me ponían rojas.

Fuera se produjo un aullido. No existe sonido más escalofriante, especialmente cuando procede de la fría noche; y cuando ese sonido viene del linde que separa el bosque de tu patio, bueno, es más que suficiente para ponerte los pelos de punta. Contemplé el lobuno brazo de Preston para comprobar si el aullido había tenido el mismo efecto en él, pero había recuperado su forma humana.

—Han vuelto a buscarme —dijo.

—¿Tu manada? —pregunté, deseando que fuesen los suyos quienes habían venido a llevárselo.

—No. —Se había puesto pálido—. Los Garras afiladas.

—Llama a los tuyos, haz que vengan.

—Me abandonaron por una razón. —Parecía humillado—. No quise hablarte de ello, pero has sido tan amable.

Esto cada vez me gustaba menos.

—¿Y cuál es esa razón?

—Yo era el pago por una ofensa.

—Explícalo en veinte palabras o menos.

Clavó la mirada en el suelo y me di cuenta de que estaba contando mentalmente. Ese tipo era muy raro.

—La hermana del líder de la manada me quería, yo no, dijo que era un insulto, mi tortura era el precio.

—¿Por qué iba a acceder a tal cosa tu líder de manada?

—¿Aún debo contar las palabras?

Sacudí la cabeza. Parecía hablar muy en serio. A lo mejor es que tenía un sentido del humor muy profundo.

—No le caigo muy bien al líder de mi manada, y estaba más que dispuesto a creer en mi culpabilidad. Él mismo es pretendiente de la hermana del líder de manada de los Garras afiladas, y sería una buena unión desde el punto de vista de ambas manadas. Yo era el cabeza de turco.

No me extrañaba que la hermana del líder hubiese ido tras él. El resto de la historia no resulta de escándalo si estás tan acostumbrada a los asuntos de los licántropos. Claro que todos son razonables y humanos por fuera, pero cuando entran en el modo licántropo, es harina de otro costal.

—Así que han venido para cogerte y seguir apaleándote?

Asintió sombríamente. No tuve el valor de decirle que volviese a ponerse la toalla. Respiré hondo, aparté la mirada y decidí que lo mejor sería coger mi escopeta.

Los aullidos se multiplicaban, uno tras otro, rasgando la noche, cuando me hice con la escopeta, que estaba en el armario del salón. Los Garras afiladas habían rastreado a Preston hasta mi casa, no cabía duda. No había forma de esconderlo y decir que se había ido. ¿O quizá sí? Si no entraban en...

—Tienes que meterte en el escondite del vampiro —ordené. Preston se volvió dejando de mirar la puerta trasera y abrió mucho los ojos al reparar en la escopeta—. Está en el cuarto de invitados. —El agujero del vampiro databa de cuando salía con Bill Compton y se nos ocurrió que sería aconsejable tener un refugio a prueba de luz en mi casa por si se le hacía tarde.

Cuando el corpulento licántropo no dio muestras de ir a moverse, le agarré del brazo, lo arrastré por el pasillo y le enseñé el botón secreto del armario de la habitación. Preston empezó a protestar; los licántropos prefieren luchar antes de huir, pero le obligué a meterse, tapé el falso suelo y volví a taparlo con los zapatos y demás parafernalia para que pareciese un armario normal.

Alguien llamó con fuerza a la puerta principal. Comprobé la escopeta para asegurarme de que estaba cargada y lista para dispararse antes de entrar en el salón. El corazón me iba a cien.

Los licántropos suelen desempeñar trabajos de obrero en su vida humana, aunque algunos de ellos consiguen prosperar hasta forjar verdaderos imperios. Observé a través de la mirilla y me dio la sensación de que el licántropo que había delante de mi puerta debía de ser un luchador semiprofesional. Era enorme. El pelo le caía en ondulantes corrientes de cabello engominado por los hombros, y también lucía barba y bigote bien recortados. Vestía un chaleco de cuero y pantalones a juego, así como botas de motorista. Lo cierto es que también tenía unas correas de cuero atadas a la parte superior de los brazos, además de muñequeras de cuero. Parecía salido de una revista de fetichistas.

—¿Qué quieres? —dije desde mi lado de la puerta.

—Déjame entrar —respondió con una voz sorprendentemente aguda.

«¡Cerdito, cerdito, déjame entrar!».

—¿Y por qué iba a hacerlo? —«¡Ni por todo el oro del mundo te dejo pasar!».

—Porque podemos entrar por la fuerza si queremos. No tenemos ningún problema contigo. Sabemos que son tus tierras y tu hermano nos contó que lo sabes todo acerca de nosotros. Pero buscamos a alguien, y tenemos que saber si está ahí dentro.

—Hubo un tipo, vino por la puerta de atrás —dije—. Pero hizo una llamada y alguien vino a recogerlo.

—Aquí fuera no —negó el licántropo montaña.

—No, por la puerta de atrás. —Allí conduciría el olor de Preston.

—Hmmm. —Pegué la oreja a la puerta y le oí murmurar «Ve a comprobarlo» a una oscura figura que desapareció de mi campo visual—. Aun así quiero entrar a comprobarlo —dijo mi indeseado visitante—. Si está ahí dentro, puede que estés en peligro.

Debió haberme dicho eso al principio si quería convencerme de que intentaba salvarme.

—Vale, pero sólo tú —acordé—. Sabrás que soy amiga de la manada de Shreveport y, si me pasa algo, tendrás que responder ante ellos. Llama a Alcide Herveaux si no me crees.

—Ohh, qué miedo —dijo el hombre montaña con un falsete. Pero abrí la puerta y vio claramente la escopeta. Tuve la sensación de que aquello le hacía replantearse las cosas. Bien.

Me aparté a un lado, manteniendo la Benelli apuntada hacia él para que viera que iba en serio. Recorrió la casa sin dejar de husmear. Su sentido del olfato no sería tan preciso en su forma humana, y estaba dispuesta a advertirle de que le dispararía si se transformaba.

El señor Montaña subió al piso de arriba y le oí abrir armarios y mirar debajo de las camas. Incluso se metió en el ático. Oí el chirrido que suele hacer la puerta cuando se abre.

Bajó a toda prisa, haciendo resonar sus viejas botas sobre el suelo. No estaba contento con su búsqueda, saltaba a la vista. Parecía a punto de estornudar. Mantuve la escopeta firme.

De repente, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido. Di un respingo. Fue todo lo que podía hacer para mantenerme en el sitio. Tenía los brazos agotados.

Me taladraba con la mirada desde su gran altura.

—Nos ocultas algo, mujer. Si descubro lo que es, volveré.

—Ya has mirado y no está aquí. Lárgate. Es Nochebuena, por el amor de Dios. Vete a casa a envolver algunos regalos.

Tras echar una última mirada por el salón, salió de la casa. El farol había colado. Bajé la escopeta y volví a depositarla cuidadosamente en el armario. Los brazos ya me temblaban por sostenerla. Eché el pestillo tras él.

Preston estaba en el fondo del pasillo, con los calcetines y nada más, con el rostro ansioso.

—¡Para! —le ordené, antes de que pusiera un pie en el salón. Las cortinas estaban descorridas. Hice la ronda, echando las cortinas de toda la casa, por si las moscas. Me tomé mi tiempo para proyectar mis sentidos y no detecté nada alrededor de la casa. Nunca estuve muy segura del alcance de mi habilidad, pero al menos estaba segura de que los Garras afiladas se habían ido.

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