Vencer al Dragón (16 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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La habitación respiraba magia y el peso de ésta era un brillo tintineante en el aire. Como maga, Jenny podía sentirla, la olía como al incienso; pero era un incienso cargado de podredumbre. Se alejó unos pasos, asqueada. Aunque las manos de Zyerne sobre la cara de Servio era el único contacto entre los dos cuerpos, Jenny tuvo la sensación de haber visto algo obsceno. Los ojos de Zyerne estaban cerrados, fruncía el ceño infantil en una leve concentración; la sonrisa que curvaba sus labios era de satisfacción emocional y física, como una mujer después de un acto sexual.

No de amor, pensó Jenny, mientras se alejaba de la escena moviéndose de nuevo sin sonido por el pasillo, sino de cierta forma privada de saciedad.

Jenny se sentó durante un largo rato en el alféizar de la ventana oscura de su habitación y pensó en Zyerne. La luna se levantó salpicando las puntas desnudas de los árboles sobre la alfombra blanca de nieblas que se arrastraba por el suelo; oyó que los relojes daban la hora en la planta baja y oyó el ruido de las voces y las risas. La luna estaba en cuarto creciente y había algo en eso que preocupaba a Jenny, aunque por el momento no sabía qué era. Al cabo de un rato, oyó que la puerta se abría suavemente tras ella y se volvió para ver la silueta de John contra la luz tenue de la lámpara que ardía en el pasillo. Su reflejo arrojó una lluvia de chispas metálicas de su jubón y puso un halo primitivo sobre la lana rústica de su capa. El dijo con voz suave a la oscuridad:

—¿Jen?

—Estoy aquí.

La luz de la luna brilló sobre sus anteojos. Ella se movió un poco; las sombras en barras de las ventanas sobre su vestido negro y plateado la hacían casi invisible. Él llegó con cuidado por el terreno poco familiar del suelo, las manos y la cara como manchas pálidas contra su ropa oscura.

—Dios —dijo él disgustado mientras se soltaba la capa—. Venir aquí a arriesgar mis huesos para matar un dragón y terminar haciéndome el payaso para un grupo de chicos. —Se sentó sobre el borde de la cama con cortinas y trabajó con las hebillas pesadas de su jubón.

—¿Gareth te ha dicho algo?

Los anteojos brillaron de nuevo cuando él asintió.

—¿Y?

John se encogió de hombros.

—No me extraña que sea un patán lisiado y torpe con menos sentido común que los arbustos de mi prima Dilly. Con el medio en que se mueve… Y realmente se arriesgó para buscarme, tengo que reconocerlo. —La voz de John se convirtió en murmullo cuando se agachó para sacarse las botas—. Aunque te apuesto todo el oro del dragón contra manzanas verdes que no tenía ni idea de lo peligroso que iba a ser. Dios sabe lo que yo hubiera hecho de haber estado en sus zapatos, tan desesperado por ayudar y sabiendo que no tiene ni una oportunidad contra el dragón si lo hace él mismo. —Puso las botas en el suelo y se sentó de nuevo—. Sin embargo, ya que hemos venido hasta aquí, sería tonto si no hablara con el rey y viera lo que me ofrece, aunque estoy seguro de que vamos a tener que enfrentarnos a Zyerne en cualquier trato que hagamos con él.

Incluso mientras se hacía el payaso, pensó Jenny mientras se sacaba las peinetas del cabello y dejaba que su velo de moda cayera al suelo, John no se perdía nada de lo que pasaba a su alrededor. La seda almidonada parecía fría bajo sus dedos por la cercanía de la ventana, como el cabello cuando desenrolló su espiral pesada y la dejó golpear seca contra sus hombros huesudos, medio desnudos. Finalmente dijo:

—Cuando Gareth me habló por primera vez de ella, me sentí celosa, la odié sin haberla visto siquiera. Era todo lo que yo siempre quise, John: genio, tiempo y belleza —agregó mientras se daba cuenta de que eso último también importaba—. Tenía miedo de que todavía fuera eso.

—No sé, amor. —John se puso de pie, descalzo, en pantalones y con la camisa arrugada, y fue hasta la ventana donde ella estaba—. No me suena mucho a lo que tú eres. —Tenía las manos cálidas a través de los rasos duros, fríos de la ropa prestada, cuando recogió el peso renegrido del cabello de Jenny y lo dividió en columnas que se deslizaron a través de sus dedos—. No sé nada de su magia, porque no nací mago, pero sé que es cruel por el placer de serlo, no en las cosas grandes que harían que se notara, sino en las pequeñas y sé que hace que otros lo sean, les enseña con el ejemplo y la broma a ser tan crueles como ella. Yo azotaría a Ian si tratara a un huésped como ella te ha tratado a ti. Y ahora entiendo lo que quería decir ese gnomo que encontramos en el camino cuando dijo que envenena todo lo que toca. Pero es sólo una amante, eso es todo lo que es. Y en cuanto a su belleza… —Se encogió de hombros—. Si yo tuviera un poco más de ingenio para la forma, también sería hermoso.

Sin quererlo, Jenny rió y se recostó en los brazos de Aversin.

Pero luego, en la oscuridad de la cama rodeada de cortinas, volvió a su mente el recuerdo de Zyerne. La vio de nuevo a ella y a Servio en el aura rosada de la luz de la lámpara y sintió el peso y la fuerza de la magia que había llenado la habitación como el silencio sólido que se levanta antes del trueno. ¿Era sólo la magnitud del poder lo que le asustaba?, se preguntó. ¿O había sido la sensación de que había algo sucio en él, como el regusto de la leche agria? ¿O era sólo el gusano de su envidia ante las artes más grandes de una mujer más joven que ella?

John había dicho que no sonaba a lo que era Jenny, pero ella sabía que estaba equivocado. Ella era así, era la parte de sí misma que estaba tratando de combatir, la niña de catorce años todavía enterrada en su alma, llorando con rabia agotada y amarga cuando las lluvias que había conjurado su maestro no se dispersaban ante sus hechizos adolescentes. Había odiado a Caerdinn por ser más fuerte que ella. Y aunque después de largos años de cuidar a ese viejo irascible, el odio se había transformado en afecto, nunca había olvidado que era capaz de odiar. Tanto, pensó con ironía, como era capaz de hacerle los hechizos de la muerte a un hombre indefenso, como hiciera con el bandido moribundo en las ruinas de la vieja ciudad; tanto como era capaz de dejar a un hombre y a dos niños que la querían para ir detrás del poder que deseaba.

¿Habría sido capaz de entender lo que vi esta noche si hubiera dedicado todo mi corazón, todo mi tiempo, al estudio de la magia? ¿Tendría un poder como ése, enorme como una tormenta reunida entre mis manos?

A través de las ventanas, más allá de las cortinas partidas de la cama, veía el ojo frío y blanco de la luna. Su luz, quebrada por el alféizar, se esparcía como las espinas de una cola de pez sobre el raso negro y blanco del vestido que había usado y sobre el respetable traje marrón que no se había puesto John. Tocaba la cama y destacaba las heridas que cruzaban el brazo desnudo de John, brillaba sobre la palma abierta de su mano y delineaba la forma de su nariz y sus labios contra la oscuridad. De pronto, la visión en el cuenco lleno de agua volvió a ella, una sombra helada en su corazón.

¿Sería capaz de salvarlo, si fuera más poderosa?, se preguntó. ¿Si hubiera dedicado su tiempo sólo a sus poderes, en lugar de dividirlo entre ellos y John? ¿Era eso, en realidad, lo que había dejado de lado sin preocuparse: la capacidad para salvarlo?

En algún lugar, crujió una puerta. Jenny respiró lentamente para escuchar, oyó un sonido casi imperceptible de pies desnudos junto a su puerta y la vibración sorda de un hombre que golpeaba la pared.

Se deslizó fuera de las sábanas sedosas y se puso la camisa. Se envolvió en la primera prenda que encontró, la capa de John, y cruzó con rapidez la oscuridad de la habitación hacia la puerta.

—¿Gar?

Estaba de pie a unos metros de ella, abstraído y muy joven en su camisón. Los ojos grises miraban hacia delante, sin los anteojos, y el cabello fino estaba aplastado y enredado por apoyarlo en la almohada. Se asustó al sonido de la voz de Jenny y casi cayó, aferrándose de la pared para sostenerse. Ella se dio cuenta entonces de que lo había despertado.

—Gar, soy yo, Jenny. ¿Estás bien?

Tenía la respiración agitada del susto. Le puso una mano sobre el brazo para sostenerlo y él parpadeó con sus ojos miopes, mirándola un momento. Luego, respiró hondo.

—Muy bien —dijo tembloroso—. Estoy bien, Jenny. Yo… —Miró a su alrededor y se pasó una mano temblorosa por el cabello—. Debo…, debo de haber estado caminando en sueños de nuevo.

—¿Lo haces a menudo?

Asintió y se frotó la cara.

—Quiero decir… No en el norte, pero a veces aquí, sí. Es que soñaba… — Hizo una pausa, tratando de recordar—. Zyerne…

—¿Zyerne?

El color inundó de pronto la cara pálida.

—Nada —murmuró y evitó los ojos de Jenny—. Quiero decir…, no me acuerdo.

Jenny lo dejó a salvo en el umbral oscuro de su habitación y luego se quedó de pie un momento en el pasillo, oyendo los sonidos pequeños de las cortinas de las camas y las sábanas cuando él las apartó para volver a dormirse. No sabía lo tarde que era. La casa estaba silenciosa a su alrededor, sintió los olores de las velas que ya se habían apagado hacía mucho, del vino derramado y el residuo mal ventilado de la pasión, ahora opaco y maloliente. A todo lo largo del corredor, las habitaciones estaban a oscuras, todas menos una, una que tenía la puerta entreabierta. El brillo leve de una sola lámpara de noche brillaba por dentro, y su luz yacía sobre el parqué sedoso del suelo como una mantilla abandonada de oro luminoso.

6

—Tendrá que escucharos. —Gareth se inclinó sobre el alféizar de una de las altas ventanas que se alzaban en la pared sur de la Galería del Rey, y el brillo de la pálida luz del sol se reflejaba sobre las joyas pasadas de moda que llevaba—. Acabo de oír que anoche el dragón destruyó la caravana que llevaba suministros a las tropas que sitian Halnath. Más de quinientos kilos de harina y azúcar y carne destruidos…, caballos y bueyes muertos o perdidos, los cuerpos de los guardias quemados e irreconocibles.

Se arregló, nervioso, los pliegues elaborados de sus mantos de ceremonia y espió con su mirada miope a Jenny y John, que compartían un banco tallado de ébano incrustado de malaquita. Debido a las exigencias de la etiqueta de la corte, la costumbre formal se había petrificado en una moda que estaba unos ciento cincuenta años atrás, y como resultado, todos los cortesanos y peticionarios que se reunían en la larga habitación parecían acartonados personajes de una mascarada. Jenny reparó en que John no estaba dispuesto a hacerse el bárbaro en cuero y capa a cuadros en presencia del rey aunque todavía persistía en esa actitud entre los jóvenes cortesanos que lo rodeaban de admiración.

Gareth había arreglado las mantas de raso azul y crema de John…, el trabajo de un ayuda de cámara. Servio Clerclock se había ofrecido a hacerlo, pero había reglas rígidas de sastrería al respecto según creía Jenny; Servio habría sido muy capaz de arreglar los elaborados vestidos de una forma ridícula, sabiendo que el Vencedor de Dragones sería incapaz de ver la diferencia.

Servio estaba entre los cortesanos que esperaban la llegada del rey. Jenny lo veía, más allá en la Galería del Rey, de pie en una de las barras inclinadas de luz pálida y platinada. Como siempre, su vestido era más impresionante que el de cualquiera de los demás hombres presentes; sus mantos eran un milagro de complejos pliegues y elegancia estudiada, tan espesos de bordados que brillaban como la espalda de una víbora; sus mangas floridas, de una moda de seis generaciones atrás, eran exactas hasta el milímetro en cuanto al largo y la caída. Hasta se había pintado la cara a la manera arcaica y formal, cosa que algunos cortesanos preferían antes que las aplicaciones modernas de rouge y alcohol en los ojos. John se había negado absolutamente a tener nada que ver con ninguno de los dos estilos. Los colores acentuaban la palidez del rostro del joven Clerlock, aunque parecía mejor, notó Jenny, que el día anterior en la cabalgata desde la casa de Zyerne hasta Bel…, menos carcomido y exhausto.

Miraba a su alrededor con nerviosismo y ansiedad, buscando a alguien, probablemente a Zyerne. A pesar de lo mal que había estado el día anterior, había sido siempre el primero en atender a Zyerne; cabalgó a su lado y le sostuvo la fusta, la caja de perfumes y las riendas de su caballo cuando desmontaba. Y no había conseguido mucho agradecimiento, por cierto, pensó Jenny. Zyerne había pasado el día tratando de enamorar a Gareth, que no le respondía.

No era que Gareth fuera inmune a los encantos de la maga. Desde fuera, Jenny tenía la extraña sensación de que podía observarlo todo a su antojo, con tranquilidad, como sí estuviera mirando un grupo de ardillas en una jaula. Los cortesanos no lo notaban, así que pudo ver que Zyerne se burlaba deliberadamente de los sentidos de Gareth con cada roce, con cada sonrisa. ¿Aman los que nacen magos?, le había preguntado él una vez, allá en la tristeza de las Tierras de Invierno. Evidentemente había llegado a su propia conclusión sobre la cuestión de si Zyerne lo amaba o no, o si él amaba a Zyerne. Pero Jenny sabía muy bien que el amor y el deseo son dos cosas diferentes, sobre todo para un muchacho de dieciocho años. Bajo su aire de inocencia y coquetería, Zyerne era una mujer experta en las artes de manipular las pasiones de los hombres.

¿Por qué?,
se preguntó Jenny, mirando el perfil torpe del muchacho contra las sombras suaves de cobalto de la galería. ¿Por el placer de verlo debatirse por no traicionar a su padre? ¿Para usar su culpa para controlarlo y luego, algún día, acusarlo ante el rey gritando «violación»?

Hubo un movimiento general en la galería, como el viento en el trigo seco. En el extremo del salón, unas voces murmuraron:

—¡El rey! ¡El rey!

Gareth se puso de pie como pudo y controló rápidamente los pliegues de sus mantos. John también se levantó mientras encajaba los anteojos anacrónicos sobre el puente de la nariz. Cogió la mano de Jenny y siguió más lentamente a Gareth que se apresuraba hacia la línea de cortesanos que estaba formándose en el centro del salón.

En el otro extremo, unas puertas se abrieron hacia dentro. El chambelán Badegamus pasó por ellas, corpulento, rosado y mayor, adornado con una librea de carmesí y oro que cegaba los ojos con su esplendor.

—Damas, caballeros…, el rey.

Con el brazo contra el de Gareth, Jenny sintió el temblor de nerviosismo del muchacho. Después de todo, había robado el sello de su padre y había desobedecido sus órdenes…, y ya no era tan descuidado como los personajes de las baladas con respecto a las posibles consecuencias de sus actos. Sintió que estaba tenso, preparado para adelantarse y ejecutar el saludo correcto con su reverencia, como hacían ya otros en la fila, y recibir el reconocimiento de su padre y una invitación para una entrevista en privado.

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