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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria

BOOK: Viaje a la Alcarria
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El famoso relato de Camilo José Cela, es una obra consagrada de la literatura española que, dentro de una aparente simplicidad, encierra una gran sabiduría formal. La sencillez de VIAJE A LA ALCARRIA es resultado de un difícil ejercicio de depuración formal y su amenidad es el acceso a un mundo de gran hondura lírica. La pureza de empleo del idioma, lo ha convertido en libro de texto en muchas universidades extranjeras y no sólo ha servido para el estudio del idioma castellano sino también de la fisonomía de la España rural de la posguerra.

La narración en tercera persona diferencia a este texto del tono tradicional de los relatos de viajes, en que siempre habla el protagonista.

Una indagación que pretenda no dejar desperdicio, encontrará que el 
VIAJE A LA ALCARRIA
 es una novela de aventuras. Al menos, rastreará en sus páginas lo dos elementos más característicos de ellas: el exotismo y el riesgo. Nada más singular que el escenario primitivo por donde transcurre el relato y en donde el viajero encuentra las situaciones más comprometidas. Pasa hambre en el camino, duerme al raso, desciende con peligro de deslomarse por el barranco de Trascastillo en Durón, es atacado en Tendilla por perros y gansos, sube a Casasana por vericuetos ásperos, en la senda por las Tetas de Viana encuentra los vestigios de un crimen, sufre prisión en Budia, le echan de Pareja a las voces de “Usted coge su morral y se va. ¡Como hay Dios..!” Nuestro aventurero también irá registrando con su corazón el hallazgo de mozas, criadas y señoritas que aparecen en su camino por la Alcarria.

Camilo José Cela

Viaje a la Alcarria

ePUB v1.0

Zorindart
10.05.12

Título original:
Viaje a la Alcarria

Camilo José Cela Trulock, 1946.

Editor original: Zorindart (v1.0)

ePub base v2.0

To him who in the love of nature holds Communion with her visible forms, she speaks A various language.

WILLIAM CÜLLEN BRYANT

Vanffe Fenares arriba quanto pueden andar, Trocen las Alearías r yuan adelant,

Cantar de Mió Cid. vs. 542 y 543

Mi querido don Gregorio Marañanón Estoy en deuda con usted. Hay en mí muchas cosas que no podrían explicarse sin su generosa y aleccionadora amistad. No intento saldar mi deuda con estas páginas que hoy le ofrezco. Entre mis defectos no está, creo yo, el de no saber ver las cosas como son, sobre todo cuando, como en este caso, son claras como la luz de una bombilla. Yo le envío este libro con otra intención. Cuando las deudas no se pagan porque no se puede, lo mejor es no hablar de ellas y barajar. Yo le dedico mi “Viaje a la Alcarria” porque sé que es usted aficionado a los libros de viajes.

La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir. Yo anduve por él unos días y me gustó. Es muy variado, y menos miel, que la compran los acaparadores, tiene de todo: trigo, patatas, cabras, olivos, tomates y caza. La gente me pareció buena; hablan un castellano magnífico y con buen acento y, aunque no sabían mucho a lo que iba, me trataron bien y me dieron de comer, a veces con escasez, pero siempre con cariño. Hasta hubo un pueblo donde me hicieron huésped de honor del ayuntamiento y me pagaron la fonda; en otro, como para compensar, me encerraron por orden del alcalde, que era un albino borracho y medio tartamudo, y me tuvieron un día con su noche metido en un sótano maloliente y alimentado con unas sopas de ajo y un par de venencias de esperriaca. En el calabozo estaba un gitano, de mi edad poco más o menos, que había robado una mula. Se creyó, vaya usted a saber por qué, que yo era cómico, y no hacía más que preguntarme: si usted es artista, ¿por qué no lo quiere decir? Al hombre no le cabía en la cabeza que no es que no lo quisiera decir, sino que, simplemente, lo que pasaba es que no era artista. De este pueblo no hablo en el libro porque pocas cosas agradables podría decir de él.

Cuando me soltaron seguí caminando, y después, cuando me cansé, me vine otra vez para Madrid. Por la Alcarria fui siempre apuntando en un cuaderno todo lo que veía, y esas notas fueron las que me sirvieron de cañamazo para el libro. No vi en todo el viaje nada extraño, ni ninguna barbaridad gorda —un crimen, o un parto triple, o un endemoniado, o algo por el estilo—, y ahora me alegro, porque, como pensaba contar lo que hubiera visto (porque este libro no es una novela, sino más bien una geografía), si ahora, al escribirlo, me caigo pintando atrocidades, iban a decir que exageraba y nadie me había de creer. En la novela vale todo, con tal de que vaya contado con sentido común; pero en la geografía, como es natural, ya no vale todo, y hay que decir siempre la verdad, porque es como una ciencia.

Pues bien, mi querido don Gregorio: esto es todo lo que hay. Poco es; pero, en fin, menos da una piedra. Le mando también una flor que arranqué de una cuneta; la tuve todo este tiempo metida en un libro y ya está disecada. Yo creo que es bonita.

Le ruego que acepte usted este regalo que le ofrece, con la mejor intención del mundo, su devoto

C. J. C.

Itinerario del
Viaje a la Alcarria

UNOS DÍAS ANTES
I

EL viajero está echado, boca arriba, sobre una
chaise-longue
forrada de cretona. Mira, distraídamente, para el techo y deja volar libre la imaginación, que salta, como una torpe mariposa moribunda, rozando, en leves golpes, las paredes, los muebles, la lámpara encendida. Está cansado y nota un alivio grande dejando caer las piernas, como marionetas, en la primera postura que quieran encontrar.

El viajero es un hombre joven, alto, delgado. Está en mangas de camisa fumando un cigarrillo. Lleva ya varias horas sin hablar, varias horas que no tiene con quién hablar. De cuando en cuando bebe un sorbo —ni pequeño ni grande— de whisky o silba, por lo bajo, alguna cancioncilla.

En la casa todo es silencio; la familia del viajero duerme. En la calle sólo algún taxi errabundo rompe, muy de tarde en tarde, la piadosa intimidad de los serenos.

La habitación está revuelta. Sobre la mesa, cientos de cuartillas en desorden dan fe de muchas horas de trabajo. Extendidos sobre el suelo, clavados con chinchetas a las paredes, diez, doce, catorce mapas con notas y acotaciones en tinta, con fuertes trazos de lápiz rojo, con blancas banderitas sujetas con alfileres.

—Después, nada de esto sirve nunca para nada. ¡Siempre pasa igual!

A caballo de una silla duerme la chaqueta de dura pana. En la alfombra, al lado de un montón de novelas, descansan las remachadas botas de andar. Una cantimplora nueva espera su carga de espeso y saludable vino tinto. Suena en el noble, en el viejo reloj de nogal, la última campanada de una alta hora de la noche.

El viajero se levanta, pasea la habitación, pone derecho un cuadro, empuja un libro, huele unas flores. Ante un mapa de la península se para, ambas manos en los bolsillos del pantalón, las cejas casi imperceptiblemente fruncidas.

El viajero habla despacio, muy despacio, consigo mismo, en voz baja y casi como si quisiera disimular.

—Sí, la Alcarria. Debe ser un buen sitio para andar, un buen país. Luego, ya veremos; a lo mejor no salgo más; depende.

El viajero enciende otro cigarrillo —a poco más se quema el dedo con el mixto—, se sirve otro whisky.

—La Alcarria de Guadalajara. La de Cuenca, ya no; por Cuenca puede que ande el pinar; o la Mancha, ¡quién sabe!, con sus lentos caminos.

El viajero hace un gesto con la boca.

—Y tampoco importa que me salga un poco, si me salgo. Después de todo, ¿qué más da? Nadie me obliga a nada; nadie me dice: métase por aquí, suba por allí, camine aquel ribazo, esta laderilla, esta otra vaguada tierna y de buen andar.

El viajero revuelve entre los papeles de la mesa buscando un doble decímetro. Lo encuentra, se acerca de nuevo a la pared y, con el pitillo en la boca y el entrecejo arrugado para que no se le llenen los ojos de humo, pasea la regla sobre el mapa.

—Etapas ni cortas ni largas, es el secreto. Una legua y una hora de descanso, otra legua y otra hora, y así hasta el final. Veinte o veinticinco kilómetros al día ya es una buena marcha; es pasarse las mañanas en el camino. Después, sobre el terreno, todos estos proyectos son papel mojado y las cosas salen, como pasa siempre, por donde pueden.

Busca unas notas, consulta un cuadernillo, hojea una vieja geografía, extiende sobre la mesa un plano de la región.

—Sí; sin duda alguna, las regiones naturales. Los ríos unen y las montañas separan, es la vieja sabiduría; no hay otra división que valga.

El viajero se distrae un instante y toma, de la estantería, el primer libro que alcanza: la
Historia de Galicia
, de don Manuel Murguía, encuadernado en rojo cartoné ya desvaído por el tiempo. No lo necesita para nada; en realidad, lo coge sin darse cuenta.

—Es gracioso este libro..., es un libro lleno de paciencia.

El viajero está medio dormido y da un par de cabezadas mientras pasa las hojas. Se despierta de nuevo del todo, cuando lee al pie de una lámina: Cromlech que existe en Pontes de García Rodríguez. Lo devuelve a su sitio y piensa que, realmente, tiene los libros bastante mal ordenados. La Historia de Galicia queda entre una Fisiología e Higiene, del bachillerato, y el
The sun aiso rises
, de Hemingway.

El viajero vuelve ante el mapa.

—Las ciudades las bordearé, como los buhoneros y los gitanos, igual que el jabalí y el gato garduño.

Se rasca una ceja y arruga la frente. El viajero no está muy convencido.

—O no, no las bordearé. Las ciudades hay que cruzarlas, a media tarde, cuando las señoritas salen a pasear un rato, antes del rosario.

El viajero sonríe. Tiene los ojos semicerrados, como de estar soñando.

—Bueno, ya veremos.

Se queda un rato en silencio, pensando muy confuso, muy precipitadamente. Es ya muy tarde.

—¡Qué barbaridad!

El viajero —que se cansa de golpe, igual que un pájaro herido— piensa, al final, que ya sólo falta empezar, que quizás esté dándole demasiadas vueltas en la cabeza a un viaje que se quiere hacer un poco a rumbo, un poco como el fuego en una era: a la buena de Dios y a la que salga.

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