Yo maté a Kennedy (13 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

BOOK: Yo maté a Kennedy
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—En las reuniones de sociedad —estaba diciendo un orador—, los liberales, sean machos o hembras, son lamentables. Se muestran aburridos, doctrinarios y estúpidos. Son incapaces de ponerse cómodos y de encontrar interés en una conversación animada. Si la conversación versa sobre literatura o cualquier otra clase de arte, los liberales intentan desesperadamente tomar la palabra y en general lo consiguen. Se muestran más ruidosos e insistentes que las personas normales. El autor de un libro anticomunista ni siquiera debe ser discutido: no es una persona seria, es una «bestia fascista» (risas y siseos). Si el autor es un liberal poco importa que el libro sea un infecto montón de estupideces. Es importanteeee y aún es mucho mejor el libro si lo ha escrito un negroooo. Pero por encima de todo, los liberales aprecian la novela pornográfica. Cuanto más innobles sean los detalles, mejor. Es literatura honestaaaa…

Las risas coreaban el dislocado fonetismo del orador, un cura de no sé qué patrulla religiosa de Oklahoma. Yo mismo he reído varias veces porque los liberales siempre me han parecido algo afeminados, más mujeres que hombres. Mister H disfrutaba como sólo puede disfrutar un millonario tejano cretino, un millonario tejano cretino de película dirigida por un liberal de Hollywood. Las risas de míster H complacían muchísimo al orador que, enloquecido, ha proseguido el in crescendo de su inspiración. Ha adornado la condena del liberal como hombre social con todos los gestos del repertorio teatral pre stanislavskiano, yo diría que era un estilo derivado del gran Taima y de alguna manera asumido por el inmenso Enrique Borras. Al llegar al momento en que sostenía que todos los liberales roncan, el orador se ha puesto a roncar y su propio ruido ha sido como un freno roto para su reprimida imaginación de podrido Lewis Carroll. Del ronquido ha pasado a imitar al cerdo, al cuclillo, ha fingido volar por la estancia comunicándonos una sensación de amenaza, nos ha dado el culo y ha soltado una incivil ventosidad que sus labios atribuían a los usos y costumbres de los liberales, ha abofeteado a sus compañeros de terna y ha intentado bajarle las bragas a una descolorida muñeca escolar que hasta entonces le escuchaba con arrobo. Poseído por el mal, sin controles, se arrastraba por la tarima como un poseso de lujuria y crimen en una clara encarnación del malvado espíritu de Jefferson. Hasta tal punto se ha esforzado en hacernos evidente el peligro liberal, que mediante una concentración suprahumana ha conseguido convertirse en un alacrán zumbador y agresivo que míster H ha tenido que aplastar con sus botas de millonario tejano.

Todos nos habíamos refugiado en el fondo de la sala. Sobre la tarima, míster H. pisoteaba una y otra vez al alacrán. Morrison tenía en la mano la pistola. Yo tenía mi mano cobijada en el calor del sobaco por si acaso. Mister H nos ha asegurado que no volvería a repetirse.

El presidente Kennedy hoy ha visitado la Academia Nacional de Cosmonautas. Se ha interesado por todo el proceso de selección y por todo el entrenamiento que convierte a un hombre normal en un superhombre. Ante todo, le han dicho, un cosmonauta es preferible que sea casado, fuerte de constitución pero normal, tirando a vulgar de aspecto, con un mínimo de dos hijos. Estas características son fundamentales para que el americano medio se solidarice con sus representantes en el espacio. Nada más entrar el presidente en la nave donde comían los cosmonautas, el decano le ha dicho: «Hola, presidente, tiene usted mejor aspecto que la última vez que le vi por televisión». Kennedy ha palidecido y Werner von Braun ha tosido al borde de la congestión. Resulta que el cosmonauta ha malgastado la frase que debía decirle a Kennedy en el momento del amerizaje después de la proeza, no en el momento de la visita presidencial. Un compañero cosmonauta ha dado un codazo al olvidadizo y éste ha enmendado su lapsus: «Presidente, bienvenido a esta antesala del espacio. ¿Se viene con nosotros?» Un suspiro de alivio colectivo ha precedido a la carcajada de Kennedy, perfectamente ensayada durante tres días en presencia de Lee Straferg. El aplauso ha sido bastante nutrido y un cosmonauta le ha dado a Jacqueline un ramo de gladiolos.

He creído observar que los cosmonautas, viciados por sus prácticas antigravitatorias, caminan a saltitos. En general se agrupan en equipos de tres y uno de los tres es seleccionado por su vis cómica. Otro presupuesto selectivo es la pureza étnica y la variedad de nacionalidades originarias. Sin que se exija un certificado de ario puro, sí hay una discriminación basada en el ángulo de la quijada y en el trazado de la nariz. La adoración que sienten los americanos por los orígenes germánicos, escandinavos y anglosajones, ha sido compartida por los técnicos de la NASA y, especialmente, por Von Braun. Malas lenguas aseguran que el científico ex alemán alberga en su casa a Martin Bormann y a Hitler disfrazados de chófer y jardinero, respectivamente. Sin embargo, se insiste, sólo lo hace por motivos sentimentales, ya que la posibilidad de una segunda carrera política por parte de Bormann e Hitler es prácticamente inviable.

Una de las experiencias más interesantes de la visita ha sido la asistencia a la clase de oratoria espacial. Mister Ronald Samuelsson (un recomendado de Adlai Stevenson) hacía recitar a todos los cosmonautas una serie de frases a pronunciar desde sus metas. En caso de que la meta fuese orbital terrestre la frase ensayada era:

Hola, chicos, me estoy metiendo la tierra en el bolsillo.

Y, tras un silencio algo grave:

En verdad os digo que Dios está presente en la cumbre del Everest y en la fosa de Tonga.

Si la meta es una experiencia alrededor de la luna se admite un lenguaje más enfático.

La maravilla que contemplo es similar al efecto que puede producir en un ciego la recuperación de la vista. Gracias, Dios mío.

Se ha entablado una polémica sobre el empleo de la palabra Dios en estas frases. Kennedy no era partidario de su abuso; en cambio, Robert insistía: «Lo que diga un cosmonauta allí arriba es como una sublimación de la filosofía norteamericana de la vida».

Kennedy se ha molestado algo por esa desviación intelectualista de su hermano y ha contestado agriamente que entonces lo mejor sería recitar una frase de Pearson o Dewey. Como Robert no sabía de quiénes le hablaban se ha escondido bajo el follaje de su flequillo y no ha abierto la boca en el resto de la visita. Kennedy ha pontificado a continuación sobre el empleo de la palabra Dios, que no debe hacerse en vano. El presidente de la NASA ha declarado que había recibido presiones por parte de la Conferencia Mundial de las Iglesias para que la palabra Dios estuviera presente en un 65 por 100 de las primeras frases del cosmonauta. La NASA había planteado una contraoferta y estaba a punto de llegarse a un acuerdo sobre las siguientes bases: la palabra Dios aparecería en un 45 por 100 de las primeras frases del cosmonauta en todos los viajes espaciales a realizar hasta el año 2000 y en un 32 por 100 de todo el diálogo restante con la central de Houston. Kennedy ha dicho que le parecía un porcentaje excesivo, pero que se rendía ante la evidencia de su utilidad. Dean Rusk, que no seguía la conversación de cerca, ha sorprendido a muchos preguntando qué daba la Conferencia Mundial a cambio. Ha sorprendido a muchos, pero no al director de la NASA que ha contestado, sonriente:

—Garantiza el apoyo propagandístico del clero bajo su control a todo el programa espacial. Sólo reserva un 10 por 100 del clero a las diatribas retrógradas; es decir, se está usurpando el espíritu de la creación, etc. Y otro 10 por 100 del clero será autorizado a recordar las ofensivas terrestres del imperialismo norteamericano cada vez que lleguemos a algún hito importante.

Después hemos presenciado una fase del entrenamiento. Casi todos los cosmonautas han sido aviadores y algunos tienen formación previa, científica o técnica, sobre estas cuestiones. Son todos de derechas, sin llegar al extremismo y tienen una cultura general que les permite hacer alguna observación interesante durante el viaje post-hazaña. Por ejemplo, saben que si llegan a París han de decir al cicerone oficial: «Quisiera hacer un hueco de media hora para darme una vuelta por el Louvre». Si llegan a Estocolmo han de preguntar por la casa donde nacieron Greta Garbo y John Gilbert; si la visita es a Madrid, deben interesarse inmediatamente por la caída de la d en posición intervocálica; si llegan a Roma, deben decir, más o menos: «La Roma de César sigue siendo la Roma de César».

Capítulo aparte es la selección de esposas, que ha motivado más de un drama familiar. En cierta ocasión, se rumorea en los mentideros, un cosmonauta fue obligado a cambiar de esposa durante los veinte días posteriores a la hazaña porque la de verdad tenía los dientes superiores montados sobre el labio inferior, y las fotos familiares parecían incompletas sin la presencia de Jerry Lewis. En otra ocasión se sometió a una operación de cirugía plástica a la esposa y a la suegra de un cosmonauta, ya que vivían todos en la misma casa y era muy violento pedirle a la suegra que no saliera en las fotografías. En los primeros tiempos las cosas eran diferentes y así se consintió que la esposa de Glenn apareciera con los brazos sin depilar. Pero desde que Jacqueline ha llegado al poder, la fotogenia y la gracia media de una esposa de cosmonauta son cualidades sitie qua non para la conquista del espacio.

Cuando nos marchábamos, Kennedy ha cogido a un mono experimental y ha posado con él en brazos. El mono ha dado un beso en la boca al presidente y todo el mundo ha dirigido una mirada inconsciente, fugaz mirada a Jacqueline.

He sido requerido por la embajada española. Una invitación para almorzar con el agregado cultural. Unas judías navarras con chorizo y pimientos rellenos a la vasca. El agregado cultural es de Balmaseda. Me ha pedido una información, personal, de lo que hablaron el otro día Kennedy y la oposición española. Se lo he contado, todo de pe a pa. Me ha preguntado varias veces si había comunistas entre los asistentes. Ni por el color, ni por el acento, ni por el aliento, ni por la andadura reconocí a ningún comunista. Uno de los asistentes estaba más serio que los demás y ante las intervenciones ajenas se llevaba la mano tras la oreja y la obligaba a dirigirse hacia el que hablaba. También tomó algunas notas. Ése es el comunista, me dijo el agregado. Yo no lo creo porque no intentó poner orden en ningún momento, pese a las frecuentes interrupciones y robos de palabras que se practicaron.

Curiosamente, Morrison no estaba bien acabado. Le faltaba esa gorra que la cultura de los
mass media
ha puesto rodante en manos de criados embarazados. Toda su persona era una gorra, intranquila, manoseada. Mister H, consciente de la fascinación, le lanzaba de vez en cuando miradas de serpiente gorda. Listo el tejano. Me ha tratado como a un europeo. Basaba la entrevista en una supuesta complicidad mutua, ante la perplejidad embarazada de Morrison.

El triste intermediario presenciaba, más alelado que sorprendido, el vuelo de las sutilezas tejanas y europeas. Mister H ha agradecido mi visita y después ha justificado su manifiesta curiosidad por conocerme.

—Quiero comprobar si nuestro presidente está bien guardado.

¿Han visto ustedes películas de Hollywood mejor o peor promocionadas por siniestros productores liberales y dirigidas por no menos siniestros directores salvados de la Gran Depuración, en las que aparecen zafios millonarios tejanos, parafascistas, sanguinarios, tragones, jodedores y desescrupulados? Pues me ahorran la descripción de míster H y me brindan la oportunidad de decir dos palabras sobre teoría literaria. Aunque suene a digresión, es el momento de valorar lo que ha hecho la cultura de masas por las reglas de la comunicación. Si yo les digo que míster H es una mezcla de Rod Steiger y King Kong, me ahorro tres capítulos de cualquier novela del todavía hoy inédito escritor madrileño Juan Benet y casi una novela entera de Robbe-Grillet.

A lo que íbamos. Mister H tenía un rostro tan malvado como el de Rod Steiger en el momento de flagelar a una huérfana que acaba de perder a su padre en un naufragio y tiene la madre paralítica. Tiene, además, la presencia física de King Kong con sombrero tejano de
souvenir
. Hablábamos de hombre a hombre y de cigarro a cigarro, con los labios entre el lenguaje y la chupada y los ojos entorpecidos por el humo.

Cuando me ha dicho:

—La vida de un presidente tiene un precio elevado.

Me he limitado a preguntar:

—¿Cuánto?

—Un millón de dólares.

Al oír esta cantidad, Rod Steiger se transformó rápidamente en el Orson Welles de míster Arkadin. Mister H ha consultado ocularmente con Morrison, pero sin demasiada confianza. Sin aguardar su respuesta me ha sonreído mientras hacía equilibrios con el puro apenas prendido por la película de saliva de los labios.

—Uno y medio.

—Pero yo no lo hago. Yo me limito a consentirlo.

—Entonces es muy caro.

—Lo hago yo y dos millones. No discutamos más.

—Muy caro.

—Muy barato. Le hago un precio especial porque Kennedy me cae muy gordo.

—Es increíble. Un europeo como usted. Yo pensaba que Kennedy sólo nos caía mal a los americanos.

—Es un payaso democrático que cree desempeñar el papel de augusto y desempeña el del que recibe las bofetadas.

—Eso suele ocurrimos a todos —musitó Morrison, pero en tan bajo tono de voz que incluso supuse haberle entendido mal, dada la evidente profundidad chejoviana de lo que había dicho.

Mister H me ha prometido los comprobantes del ingreso bancario condicionado una hora antes de la muerte de Kennedy. Morrison ha seguido mi retirada a través de los pasillos del club J. Casi me pisaba físicamente los talones. Sin verle la cara ya sabía que me odiaba. Por eso he parado en seco ante la puerta circulante, con el codo retrasado para que se le clavara en el costillar. Me he disculpado con mínima convicción.

El presidente ha estado muy nervioso todo el día. Durante una semana no ha hecho otra cosa que leer novelas del Far West, especialmente aquellas que tienen tejanos como protagonistas. Quiere causar buena impresión a los téjanos, camina arrastrando los pies como caminan los vaqueros téjanos en las novelas, no se quita ni a sol ni a sombra un sombrero blanco de ala ancha y también arrastra las palabras como los téjanos. El jefe de protocolo de Robert Kennedy ha intentado convencerle de que aprendiera a echar el lazo y que nada más llegar a Dallas enlazara al gobernador Connally y le derribara. Este acto tendría un doble simbolismo: el poder federal sobre el poder de cada estado individual y, a otro nivel, la atracción sexual que Washington experimenta hacia los distintos estados. Tras una consulta de los más reputados psiquiatras de Washington, el jefe de protocolo ha sido internado en la fundación John Dewey Sr., donde testigos presenciales de su ingreso cuentan que ha entrado maquillado con pomada blanca y recitando las majaderías que Shakespeare (autor prolífico y excesivamente mitificado) pone en boca de la pálida Ofelia tras la muerte de su padre, escondido tras una vergonzante cortina.

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