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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (2 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Estos paréntesis de humana debilidad no me duraban mucho, las cosas como son, y enseguida volvía a leer como una obsesa, no sin antes decirme: Rebecca, olvídate de lo que has sido —una mujer de bandera, por cierto—, olvídate de lo que eres, concéntrate en lo que vas a ser, la más mística de todas. Olvida los potingues, los modelazos, el tacón alto, la melena ahuecada, las candilejas, el alterne y la nueva cocina. A partir de ahora, llevarás la cara lavada, falditas y rebecas catequistas, calzado plano, cola de caballo o moño bajo y sencillo, y te comprarás la lencería en la ciudad del Vaticano. Renunciarás a los hombres, a sus pompas y a sus obras. Te concentrarás en la meditación y la contemplación. Amarás la soledad. Y te harás vegetariana, con lo que, de camino, te quedará un tipazo de muerte y alcanzarás tu peso ideal, lo que será una ventaja para la cosa de la levitación, digo yo. Todo eso me dije y todo eso procuré cumplir, así que nadie podrá decirme que no he puesto todo de mi parte para ser una mística de campeonato, pero es verdad que no tuve en cuenta lo sexy que soy de nacimiento.

Y es que durante mi fase de lectora empedernida noté que me salía de mí, que nada de lo mío en verdad me pertenecía, ni el peso, ni la estatura, ni los llamativos centímetros de las medidas clásicas de la mujer, ni el falso color rubio ceniza de mi pelo, ni esos andares que le devuelven a un muerto la respiración a poco que una se lo proponga. Estaba yo a todas horas como sonámbula, y tan empapada de los versos a lo divino y de las prosas a lo sublime que empecé a dirigirme a las pocas personas con las que hablaba de un modo rarísimo. De modo que, si llegaba tarde a una cita con el asesor fiscal que me lleva el galimatías de las declaraciones trimestrales, le decía que perdón, pero quedéme transida en una estrofa donde la amada en el Amado demudaba, con el pasmo que produce una mudanza así, hijo. Y cuando el callista, la última vez que me dio servicio antes de que yo emprendiese el periplo que luego se contará, tuvo que zarandearme porque él ya había terminado y yo continuaba traspuesta, me costó un triunfo volver a mis humanos cabales y le expliqué al pedicuro que todo se debía a la impresión causada en mis sentidos por la lectura de un párrafo en el que se describen los efectos que producen en el alma los más altos grados de la oración, los cuales hacen, de pecina tan sucia como una, agua tan clara que sea para la mesa del Señor, cosa que se entiende regular pero que, fíjate, te pone en trance. El callista me dijo:

—Te veo bastante zumbada, Rebecca. Más zumbada que el Quijote.

Sería de la empachera de literatura celestial, y de la mucha concentración que dicha literatura necesita: eso dijo el callista, antes de largarse, y eso me dije yo cuando me quedé a solas.

Me dije, francamente alarmada: todo lo que entra de golpe y en exceso puede quedarse encasquillado y producir delirios prematuros que conduzcan no al tabernáculo celeste sino al frenopático, así sean palabras deliciosas o privaciones incomparablemente placenteras de la conciencia y de la voluntad, de modo que procura tomártelo con calma, bonita, so pena de llegar a las cumbres del amor sobrenatural completamente tarumba. Cierto que era tal la impaciencia de mi corazón y tan brioso el apetito de mi alma que, sabiéndome tan dispuesta, la sola idea de tener que avanzar paso a paso, peldaño a peldaño, morada a morada, me daba escalofríos. No obstante, el callista tenía razón: no conviene abusar de la literatura arrebatadora, porque acaba una dando barzones por la Mancha, o por cualquier otro paisaje polvoriento, de confusión en confusión y de espejismo en espejismo, viendo gigantes donde sólo hay molinos y tomando por querubín al primer mocito rubio y reventón que te alborote las antípodas del entrecejo. Si quieres ser santa de verdad, me dije, y no una volatinera perturbada, más vale que controles un poco el subidón, espacies las lecturas, y dosifiques sin agobios —aunque, naturalmente, sin descuidos— los embriagadores encuentros con el Amado. Rebosar no es bueno para nada.

Claro que una propone y la predestinación dispone, y andaba yo una mañana de compras por el dauntaun, como dicen las yanquis, y con los pies en el suelo, que no es prudente salir a gastarse los cuartos en estado de prelevitación, cuando mis ojos descubrieron a pocos metros de donde me hallaba a una criatura con tantos y tan abundantes dones adornada, con un perfil tan clásico y un peinado tan moderno, con un cuello tan sólido, unos hombros tan compactos, unos brazos tan contundentes, unas manos tan cumplidas, una cintura tan irreprochable, una grupa tan prieta, unos muslos tan macizos y, a pesar de todo, aunque tal vez —me dije— gracias a la modestia y la discreción de su vestimenta, con un aura tan espiritual que, la verdad, deslumbróseme la vista, tambaleéme por un instante, y luego di yo en pensar que se trataba de un enviado del Amado para que le siguiese hasta donde el Amado estaba, o tal vez del Amado en persona, que había tenido a bien adquirir la apariencia de un culturista con sensibilidad, y que el camino que él llevase debía ser mi camino, aunque, según mi agenda, aún no me tocase quedárseme el sentido de todo sentir privado, pero ya he dicho que la que dispone es la predestinación. De manera que me puse a seguirle, qué remedio.

Si llego yo a saber que, aquella mañana, la predestinación me tenía reservada una caminata semejante, me habría puesto unos zapatos más cómodos, las cosas como son. Porque, tras el recadero o la imagen encarnada del Amado, la predestinación llevóme por calles y por plazas, a un ritmo no demasiado vivo pero sí constante, sin una tregua, sin compadecerse del sufrimiento de mis pies ni de la sequedad de mi garganta, hasta el punto de que me entró como un aturdimiento, yo creo que de debilidad, y apenas distinguí el lugar donde por fin se entraba, que entréme yo con él donde no supe y quedéme un buen rato no sabiendo, entre otras razones porque aquello estaba oscurísimo, y sólo al cabo de un esfuerzo comprendí que estábamos en una iglesia y descubrí, maravillada, que aquel compendio de músculos y espíritu estaba levitando. De verdad. Por lo visto —por la postura en la que se encontraba cuando le atacó la levitación, y en la que se había quedado a casi medio metro del suelo—, nada más entrar en la casa del Amado se había postrado de rodillas en un reclinatorio, había llegado en un santiamén al máximo grado de recogimiento dentro de sí, notó al instante que su alma tiraba de su cuerpo hacia lo alto, se abandonó a la llamada del Altísimo, y perdió al unísono, por completo y de repente todo peso y toda pesadumbre. Según él, lo normal en tales condiciones es levitar. Así me lo explicó más tarde, en mi casa, donde estuvimos hablando de algo de lo humano y de todo lo divino, desde que serví el café hasta las tantas de la madrugada.

Me dijo que se llamaba Dany. Le pregunté si era de Inglaterra o de Estados Unidos, y me dijo que ni de un sitio ni del otro, que era de Onteniente, provincia de Valencia. Pero a mí me había parecido distinguirle un acento extranjero en su manera de hablar en cuanto le abordé en el interior mismo de la iglesia, una vez concluido su estado de suspensión, consumado el descendimiento, apoyadas de nuevo las rodillas en la base del reclinatorio, y después de ver cómo regresaba a su condición musculosa y terrenal, cómo todo él salía asombrado de su ausencia, le daba como una tiritona, miraba desconcertado a su alrededor, se incorporaba, se daba la vuelta lentamente y emprendía el camino de la calle. Yo me interpuse en su andadura, le pedí por caridad que me escuchase, me indicó con un gesto muy airoso, casi episcopal, que podríamos hablar tranquilamente en el exterior del templo, y cuando, en medio de la acera, yo le dije cómo me llamo y él me dijo que se llamaba Dany le noté un deje de otro idioma. Pero él me aclaró, en el salón de mi casa, que a veces la experiencia mística produce en el habla esos efectos, que después de conversar en íntimo y jubiloso diálogo con el Amado es lógico que las palabras corrientes y molientes salgan trémulas y un poco desencajadas. No era, pues, un acento: era el rastro del lenguaje de la Amada y el Amado.

—Pero ¿de veras que me has visto levitar?

—No te quepa la menor duda.

—Entonces es que tienes madera de santa.

Habíamos comido en un coqueto y asequible restaurante italiano que descubrimos por casualidad, y yo le supliqué que me dejara tener el privilegio de invitarle, y a lo mejor por eso él luego me diría que percibir la ajena levitación es un privilegio reservado a las almas afines, de modo que me sentí doblemente privilegiada, y muy reconfortada por el hecho de que un cuerpazo como aquél pudiera desprenderse de su humana consistencia y elevarse como si fuera de algodón en rama, porque lo mismo sería yo capaz de conseguir con un cuerpazo como el mío. Ser tan sexy, me dije, no será un obstáculo. Ni siquiera para seguir a Dany en aquel viaje espiritual que él estaba a punto de emprender, por tercer año consecutivo, según me confesó, por monasterios y abadías de todo el país, alojándose en las hospederías que algunas órdenes religiosas ofrecían a peregrinos o buscadores de silencio y serenidad y a otras almas piadosas y empeñadas en el recogimiento, la oración, la contemplación y, en casos muy escogidos, la conquista del castillo interior. En cuanto me lo contó, le dije, sin titubear:

—Iré contigo.

Dany dio un respingo, que era evidente que no se esperaba tamaña decisión por mi parte —y eso que yo le había informado de que mi determinación de ser una santa de primera categoría era firme y me había embargado de bienaventurada impaciencia—, y después le mudó en pesadumbre la expresión un poco bobalicona que se le había quedado con el éxtasis y murmuró:

—Habría problemas.

—Cielo, estamos en temporada baja —le advertí—, seguro que no hace falta hacer reservas con muchísima antelación.

Entonces Dany me explicó lo que ocurría: en muchas de esas hospederías monásticas sólo admitían a hombres, no era posible que fuéramos juntos porque a mí no me dejarían entrar. Y entonces yo le abrí mi corazón y el jardín secreto de mi memoria, le relaté mi historial, puse en su conocimiento mi pasado masculino, le aseguré que la operación, a pesar de lo carísima que fue y del mucho empeño que yo he puesto en decirme a mí misma lo contrario, no ha logrado borrar del todo la resaca de mi antigua y misteriosa virilidad —porque, a fin de cuentas, si en todo hombre hay algo de mujer, y en toda mujer hay algo de varón, ya me contarán a mí qué tiene de extraño que perviva un fondito de hombría en un transexual—, y que era verdad que yo no podría comportarme como un camionero, pero de solterón sensible con un sobrino sano y espiritual, aunque deportista, sí que podía dar el pego estupendamente. Sólo tenía que echar mano, para cuando se presentara la ocasión, de un viejo carné de identidad que yo conservaba entre las reliquias de lo que fui, y de algún vestuario masculino lo suficientemente desahogado para disimular los pertinaces excesos de mi feminidad. De acuerdo: corría el riesgo de entrar en el santoral hecha un fantoche, pero todo podría arreglarse después mediante un par de apariciones a alguna pastorcita, con un vestuario ideal.

Dany quedó muy impresionado por mi confesión y por la foto del carné de identidad que aporté como garantía de que no tropezaríamos con dificultades para hospedarnos juntos en los monasterios o abadías que más convenientes fueran para que nuestras almas se aquietasen, se agrandasen, se incendiasen y se empleasen a conciencia en el amor con el Amado. Y, además, tuvo que admitir que él mismo había reconocido que yo tenía madera de santa, pues no en vano mis ojos interiores habían sido capaces de apreciar su admirable levitación, y que soportaría durante el resto de su vida, incluida seguramente la eternidad, un fuerte cargo de conciencia si, por su culpa, yo perdiera o demorase mis nupcias con el Amado. Porque el Amado tampoco iba a esperarme ad calendas grecas, le dije.

Así que Dany, aunque a regañadientes, acabó por aceptar que nada se perdía por intentarlo, pero que yo debía estar dispuesta a emprender el camino al día siguiente, muy de mañana. Ya era tardísimo cuando llegamos a tan prometedora conclusión, y lo lógico era que Dany, que había dejado su ligero equipaje en la consigna de la estación de Chamartín, durmiese en mi casa las pocas horas que su riguroso itinerario espiritual le permitiera. Dany preguntó:

—¿Dónde puedo descansar un rato?

Fue inútil que le ofreciera mi cama, dijo que incluso se le antojaba demasiado lujoso mi sofá; el tapizado, desde luego, es una monería, y yo lo encuentro comodísimo. Pero finalmente aceptó el sofá como última concesión a la molicie. Lo malo fue que, antes de acostarse, y sin esperar a que yo me retirase a mis aposentos, se desnudó.

Sobrecogíme. Quiero decir que me quedé muerta. Dany, sin duda, vivía ya muy distanciado de las tentadoras protuberancias de su figura, pero yo aún era casi completamente de carne y hueso. Yo acababa de iniciar la búsqueda de mis amores con el Esposo, todavía estaba en mantillas, no se me podía someter a una prueba semejante. De ahí que me sobrecogiera de tal modo, y de ahí que respirase hondo hasta tres veces, y que sacara fuerzas de flaqueza y le dijese, tartajeando, a Dany:

—Dany, por Dios, no vuelvas a desnudarte delante de mí de esa manera. Me siento erecta.

Dio un respingo:

—¿Que te sientes qué?

—Erecta.

Dany no daba crédito.

—¿Pero tú no estabas operada? —me preguntó, desconcertadísimo.

—Hijo, sí —admití yo, aturdida—. Será una erección psicosomática.

Dany hizo un gesto muy dramático, como el de las santas de las estampas cuando, con el demonio encima, rechazan una horrorosa tentación. Pero yo le dije que me diese una oportunidad, que mi madera de santa sería capaz de superarlo todo, que seguramente la culpa la tenía aquel carné de identidad de cuando yo era otro, que ese otro se había desbocado incomprensiblemente dentro de mí, que no volvería a ocurrir nada parecido, que cuando quisiera darse cuenta ya estaría yo pendiente en exclusiva de los ojos deseados que llevaba en mis entrañas dibujados. Y, antes de que tuviera tiempo de ponerme pegas, corrí a encerrarme en mi dormitorio.

Me arrodillé. Traté de recuperar toda la emoción que sentí el día en que tuve la iluminación. Tentada estuve de maldecirme por ser tan sexy, pero comprendí a tiempo que, bien encauzado, todo debe ponerse al gozoso servicio del Amado y que, a poco que el Amado pusiera algo de su parte, no habría en los calendarios una santa más santa que yo.

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