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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (6 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Tenemos compañía —dije yo en voz alta, pero sólo por escucharme a mí misma, por costumbre incluso, porque es algo que siempre se dice cuando dos personas están solas en algún lugar y traman algo, aunque sea decentísimo, y aparecen otros. Desde luego, no lo dije para que me oyese Dany, entre otras razones porque estaba convencida de que Dany se hallaba tan dentro de sí que no podía escuchar más que la conversación que él mismo tuviera con su alma.

Sin embargo, Dany me oyó estupendamente, abrió los ojos, volvió la cabeza en dirección al camino, puso cara de mucho contento —pero sin perder el control y la compostura— y de mucha satisfacción, como si viera recompensada su concentración y atendidas sus plegarias, y dijo:

—Son ángeles.

Tuve tal sobresalto que me dio un calambre en el cuello y no lo podía mover. Dany se había quedado mirándome con una cara de felicidad tan convincente que una de dos: o se estaba pitorreando de mí y exageraba la expresión de santa Bernardette en plena aparición que se le había puesto, o de verdad desvariaba hasta el punto de ver ángeles bajando por el camino y le embargaba la dicha de ser visitado por aquellas celestiales criaturas. Yo tuve que mover todo el cuerpo para mirar de nuevo al grupo de pueblerinos que sin duda habían decidido echar la mañana en el campo, junto al río, y me pareció que no podían ser más terrenales. La mayoría iba en calzón corto y vi unas piernas estupendas.

—Son zagales —dije.

Otra vez me oyó Dany sin ninguna dificultad. Se marcó una caída de ojos que ni Charles Boyer en una de la Metro y luego me sonrió con condescendencia. Yo estaba decidida a que la paz y la dulzura de corazón se me fueran asentando, y además tenía montado un tendón en el cuello que me limitaba mucho los movimientos, pero de buena gana le habría planchado de un manotazo aquella sonrisita tan perdonalilas. Claro que para ser una mística hay que empezar controlando el temperamento, pero eso no significa que haya que ver orquídeas donde hay yerbajos ni escuchar ruiseñores donde suenan grillos. Las piernas de aquellos muchachos eran divinas, desde luego, pero no precisamente porque fueran seráficas.

—Son ángeles —repitió Dany, y la verdad es que me entró la duda de si estaba sonámbulo o estaba embelesado.

—Son zagales —dije yo, terca y creo que hasta un poquito encorajinada.

Es verdad que no todos eran zagales propiamente dichos, porque había cuatro o cinco bastante camastrones, pero la mayoría rondaba los veinte años, rebosaba salud, tenía a ojos vista unas ganas locas de desbocarse, y puede que escondiera un alma exquisita, que no sería yo la que dijese que no, pero allí lo que destacaba era la carne mortal y, además, de primera categoría. Había, en concreto, uno medio pelirrojo, y con unas patorras tan rurales y tan airosas al mismo tiempo, que de lo que daban ganas era de echársele encima y liarse con él a bocados.

Me alarmé, como es natural. ¿Dónde se ha visto a una mística en semejante descompostura? Bueno, me dije, la mística es descompostura por definición. El secreto a lo mejor estaba en descubrir por qué Dany se descomponía por arriba y yo me descomponía por abajo. ¿De quién era el error? ¿En qué cuerpo, en qué mirada, en qué cabeza estaba el fallo? Allí donde Dany veía ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos y potestades yo veía chavalotes de pueblo; aquellos que para Dany eran espíritus alados, para mí eran cuerpazos mortales y en calzonas y, para colmo, en la edad del reventón y con unos muslos como para repicar a destajo y floreando.

—Son ángeles.

—Son zagales.

Dany no pudo evitar tambalearse un poco cuando se levantó. Era como si estuviese aturdido por aquella visión de bienaventurados que revoloteaban por la rotonda como en una pintura de Murillo. En realidad, o al menos en la realidad que yo tenía al alcance de mis ojos, la patulea de muchachos se había puesto a jugar a la pelota con unos bríos que ponían la carne de gallina. Entonces caí en la cuenta de que era domingo y que habíamos quedado en asistir a la misa solemne que el prior del monasterio oficiaba a mediodía, si es que Dany no se empeñaba en que los ángeles lo raptasen y lo transportasen en cuerpo y alma junto al trono del Señor. El pelirrojo de las piernas como campanarios cogió la pelota, regateó a un contrario, avanzó flechado hacia la portería del enemigo y pegó un zambombazo que el portero ni olió el cuero, como dicen los locutores deportivos. Todos los del equipo del pelirrojo celebraron con él con mucho abrazo, mucho estrujón y mucho griterío apache el gol que acababa de marcar. Y Dany decidió, en su delirio, que él también quería celebrarlo.

—¡Aleluya! —dijo, y corrió a engancharse a la melé.

A mí me dio un vuelco el corazón cuando vi la cara que pusieron los del equipo del pelirrojo al percatarse de la montaña de músculos que de repente les había caído encima. A un morenito bastante pinturero al que yo había visto manejar el balón con mucha finura, la pierna derecha se le quedó aplastada debajo de los pectorales compactos de Dany. El morenito se puso a armar un escándalo endemoniado. Todos los demás, tanto los de un equipo como los del otro, empezaron a tirar de los brazos y de las piernas de Dany, para quitárselo de encima al morenito. Pero Dany no se movía. Dany estaba en la gloria. Sonreía como si vislumbrara el resplandor incomparable del Amado en medio de un coro de ángeles. Un ángel cuarentón, taponcete, cejijunto y con una calvicie galopante le dio el primer puntapié. Dany no se defendió. Al contrario, se diría, por el apacible contento de su expresión, que ya sólo era beatitud lo que le quedaba por delante. Las patadas empezaron a lloverle como chuzos de punta. Se agarraba con mucho fervor a las piernas furiosas de los ángeles: seguro que quería que le raptasen y le transportasen junto al trono del Señor. Empezó a sangrar. Yo hice lo poquito que pude.

—Dejadlo —supliqué—. Está en un trance.

—Qué trance ni qué trance —dijo el ángel cejijunto—. Tiene una cogorza del copón, el hijoputa. Temprano empieza.

Me puse a pedir socorro. Vi que el hermano Benedicto bajaba corriendo, campo a través. Los ángeles, entonces, decidieron abandonar a Dany entre las miserias de este mundo. Dany intentó incorporarse y seguirles, pero sólo consiguió levantar un poco el corpachón martirizado y, antes de desplomarse de nuevo, el morenito aprovechó para abandonarle también, a la pata coja. Cuando el hermano Benedicto llegó a donde estábamos y vio el aspecto de Dany, no fue capaz de abrir la boca ni para preguntar por lo que había pasado, pero Dany, con grande arrobo, dijo:

—Eran ángeles.

Yo no tenía ninguna gana de mirarle al hermano Benedicto a los ojos, pero tampoco quise pasar por lo que no era ni presumir de un trance que no había vivido, así que confesé:

—Eran zagales.

A lo mejor había sido una cuestión de veteranía. De veteranía en la mística, quiero decir. El Amado, me dije, puede servirse de apariencias asombrosas y acercarnos a él por caminos inesperados, pero para eso seguro que había que adentrarse un poco más de lo que yo me había adentrado hasta el momento en el castillo interior. Como mística, Rebecca, estás en pañales, me espeté. Pero el hermano Benedicto, después de hablar con Dany mientras le curaba en la modesta enfermería del monasterio y explicarle que la comunidad no fabricaba mayores instrumentos de penitencia que aquellos cilicios elementales que ya conocía —y que yo vi por vez primera cuando a Dany lo desnudamos, para curarle, entre el hermano Benedicto y yo—, pronosticó que ambos avanzaríamos en la escalada hacia el novamás en materia mística, cual era nuestro propósito, si lográbamos alojamiento en la abadía de San Esteban de Los Patios, a poco más de treinta kilómetros de Santa María de Bobia.

Segunda morada

El padre hospedero atendía a una pareja cincuentona con muy buena pinta —él, entrecano y con elegantes gafas de concha, vestía pantalón de lana fría color musgo, jersey a juego y de cuello redondo y con todo el aspecto de ser de cachemir, camisa de algodón de cuadros verdes y vainilla, y nabuk de ante en tono tabaco; ella, bajita pero bien formada y con una media melena divinamente teñida de rubio ceniza, llevaba un sastre de cheviot de corte exquisito, camisa de seda en un rojo sangre, y un chal de lana en gris marengo dejado caer sobre uno de los hombros con muchísimo estilo— y, al mismo tiempo que indicaba a la pareja dónde tenía que firmar en las fichas de recepción, trataba de resolver con las dosis justas de amabilidad y firmeza, inalámbrico en mano, las continuas peticiones de reservas. Era evidente que la hospedería de San Esteban de los Patios estaba muy solicitada.

—El Señor les bendiga —dijo, algo rutinariamente en mi opinión, el padre hospedero—. ¿Qué desean?

—Alojamiento —dije yo, y procuré que saltara a la vista que lo que nos llevaba a buscar refugio en aquel lugar no era el estrés ni los dictados de la moda en materia de vacaciones, sino la sensibilidad de nuestras almas.

El padre hospedero sonrió. Una ha visto esa sonrisa muchas veces en jefes de recepción de hoteles de semi lujo de la costa, en temporada alta. Quiere decir exactamente: pues no pides tú nada, bonita. Claro que el padre hospedero, cuando volvió a abrir la boca, no dijo eso, sino:

—La hospedería está completa en este momento. En estas fechas no suele haber problemas, pero hoy lo tenemos todo ocupado o reservado para deudos de don Rodrigo González de Aguirre, gran benefactor de nuestra abadía. Está agonizando.

—¿Y lleva agonizando mucho tiempo? —preguntó Dany, con muy poca delicadeza.

El padre hospedero le dirigió una merecida mirada de reproche. En verdad, por mucha que fuese nuestra urgencia espiritual y la sensibilidad de nuestras almas, tampoco se trataba de matar cuanto antes a un señor para que quedasen habitaciones libres. De todas maneras, la hostelería es muy caprichosa y lo mismo tienes un lleno sin precedentes y un gentío en lista de espera, que te quedas con el establecimiento más vacío y menos solicitado que una güisquería en Argel. Así que el padre hospedero, sin ensañarse para nada con la falta de tacto de Dany, nos sugirió:

—En el pueblo hay una fonda decente, limpia y barata en la que podrían pasar unas cuantas noches, hasta que nuestro benefactor entregue su espíritu al Señor. La verdad es que no creo que el Señor tarde mucho en llamarle a su seno. En sus últimas voluntades pide morir aquí y lo trajeron hace dos días, pero ya no conoce. Después de los funerales y del entierro, que será en el cementerio que tenemos dentro de los muros de la abadía, la mayoría de los deudos desocupará las habitaciones. Llámenme cuando quieran.

Abrió un cajón del mostrador de recepción, sacó una tarjeta y me la dio. PADRE GREGORIO, HOSPEDERO. La tarjeta, en papel reciclado, tenía sus filigranas de diseño. Estaba impresa en vertical; en la parte superior, centrado, tenía grabado al agua un curioso logotipo, algo así como una cordillera formada por dos montes achaparrados y simétricos y, entre ambos, uno más espigado e irregular; el nombre y el cargo del padre Gregorio, y el teléfono de contacto que figuraba al pie de la tarjeta, estaban impresos en un gris perla bastante sutil, y a todo lo largo del borde vertical izquierdo discurría una línea de puntos, también en gris perla, cuya función era estrictamente decorativa. En la abadía de San Esteban de los Patios se cuidaban los detalles.

—Y no olviden —añadió el padre Gregorio— indicar en la fonda que van de mi parte.

Por lo visto, también se cuidaban, con evangélico desparpajo, las comisiones.

Dany le pidió entonces al padre hospedero dos favores: permiso para visitar la abadía y comenzar, de ese modo, a embriagarse los sentidos con la luz, el olor y los sonidos y silencios del claustro, el refectorio, la biblioteca, la iglesia y el resto de las dependencias de aquel consulado del paraíso, y conocer los instrumentos penitenciales que se fabricaban en la abadía y que tenían justa fama entre todos los interesados en alcanzar experiencias sobrenaturales con la necesaria ayuda del castigo que merece nuestra pecadora condición. Noté que el hermano hospedero quedaba bastante impresionado por el impulsivo fervor de aquel ejemplar con un físico que, a primera vista, parecía poco compatible con la espiritualidad, pero, así y todo, nos advirtió que la visita debería reducirse a los patios y la iglesia, porque el obligado recogimiento de la vida monástica mal soportaría el trajín de visitantes con más o menos devota disposición, y que, en cuanto a los instrumentos de penitencia, lo mejor era que, al acabar la visita, nos pasáramos por la tienda de productos y recuerdos.

—Hacemos también una miel cien por cien natural —dijo, muy comercial, el padre Gregorio. Luego, nos indicó la puerta por la que debíamos entrar.

Los patios que daban nombre a la abadía de San Esteban eran tres. En el primero, de piso de adoquín y paredes encaladas, sin ningún lujo arquitectónico, había unos chopos muy tristes y transparentes podados con esmero, aunque a mí me parecieron delicados de salud; tres o cuatro veladores metálicos y pintados de blanco, y con sillas a juego, indicaban que era un lugar en el que se consentía la tertulia o, al menos, la plática piadosa entre quienes visitaban la abadía o se alojaban en el antiguo hospital de peregrinos convertido en casa de espiritualidad, si bien, en aquel momento, allí no había nadie, ni paseando en solitario ni conversando en grupo. En el segundo patio, de planta rectangular, había unas arcadas laterales de muy poquita prestancia, con sólidas pero poco airosas columnas de mármol y techo sostenido con vigas de madera; había a cada lado tres puertas pequeñas y de madera sencilla, y no había modo de deducir si se trataba de celdas para huéspedes externos o de graneros, almacenes, lavaderos o cualquier otra dependencia por el estilo. Lo que parecía claro era que aquellos dos primeros patios fueron construidos como antesalas tardías del tercero. Y es que el tercer patio era espectacular.

Yo no sé nada de estilos arquitectónicos, pero San Esteban de los Patios es una abadía con material informativo y publicitario muy bien maquetado, muy bien impreso y con un texto conciso y lo suficientemente distante de un lector profano como para que te impresione. De aquel patio tan llamativo, el folleto que habíamos cogido en recepción decía que estaba enmarcado por un claustro de estilo cisterciense con influencias gótico mudéjares y cubierto con veinte bóvedas de crucería sencilla, cuyos arcos se apoyan en robustos contrafuertes. El conjunto, desde luego, era de mucho efecto y yo enseguida comprendí que en aquel lugar podían ocurrir cosas muy sublimes y enjundiosas. Y no sólo porque las bóvedas, los arcos y los contrafuertes pusieran mucha solemnidad y mucha sensación de aguante y dureza en el conjunto, sino porque de verdad se notaba que aquellas piedras tenían mucho visto y mucho guardado, que en aquella abadía, en sus muchos años de existencia, había pasado de todo y allí seguía ella, impertérrita, recargada, poderosa, dispuesta a meter en vereda a los descarriados más escandalosos y a sacar de sus casillas, en el sentido místico de la expresión, a los más encogidos y materialistas. En aquel sitio se adivinaba que hubo, había y seguiría habiendo mucho disloque.

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