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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Yo soy Dios (8 page)

BOOK: Yo soy Dios
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—Los nombres van y vienen, sheriff. Sólo quedan los recuerdos.

Durante un momento desapareció detrás de la pared de la escalera. Cuando volvió, traía un bidón de gasolina. Durante la inspección de la casa lo había encontrado en el garaje, junto a la segadora. Seguramente era la reserva que el sheriff guardaba por si el depósito del aparato se vaciaba mientras cortaba el césped del jardín. Ese descubrimiento insignificante le había dado una pequeña idea que lo llenó de júbilo.

Se puso la pistola en la cintura y se acercó a los dos hombres. Con calma, comenzó a verterles encima el contenido del bidón. Sus ropas se tiñeron de oscuro mientras el olor acre y aceitoso de la gasolina se propagaba por la estancia.

Will Farland se apartó instintivamente para que el líquido no le tocara el rostro y dio un cabezazo en la sien del sheriff. Westlake no tuvo ninguna reacción. El dolor en las muñecas había sido anulado por el pánico que comenzaban a reflejar sus ojos.

—¿Qué quieres, dinero? En casa no tengo mucho, pero en el banco...

Por una vez en la vida, el ayudante interrumpió a su jefe con la voz chillona del terror.

—Yo también tengo. Veinte mil dólares. Te los daré todos.

«¿Qué hacen dos buenos chicos norteamericanos en medio de estos arrozales?»

Mientras seguía echándoles la gasolina, le daba placer pensar que las lágrimas de esos tipos no eran sólo por los efluvios del carburante. Habló con el tono tranquilo que alguien le había enseñado hace tiempo.

«No te preocupes, cabo. Ahora se te curará...»

—Bien, tal vez podamos ponernos de acuerdo.

Una ráfaga de esperanzas llegó a la cara y las palabras del sheriff.

—Está bien. Mañana a primera hora nos acompañas al banco y coges un montón de pasta.

—Sí. Podríamos hacerlo así. —Aquel tono que dispensaba ilusiones cambió de golpe—: Pero no lo haremos.

Con lo que quedaba de gasolina en el bidón, trazó en el suelo una línea hasta la puerta. Sacó un Zippo del bolsillo. Un olor nauseabundo se agregó al que ya invadía la habitación: Farland se había cagado en los pantalones.

—No, te lo ruego. No lo hagas, no lo hagas, por el amor de...

—Cierra esa boca de mierda.

Westlake interrumpió ese inútil lloriqueo. Recuperó un poco de orgullo impulsado por el odio y la curiosidad.

—¿Quién eres, bastardo?

El muchacho que había sido soldado lo miró en silencio un instante.

«Los aviones llegarán desde allí...»

Después dijo su nombre.

El sheriff desencajó los ojos.

—No es posible. Tú estás muerto.

Movió la ruedecilla del mechero. Los ojos aterrorizados de los dos hombres se quedaron fijos en la llama. Sonrió y por una vez se alegró de que su sonrisa fuera una espantosa mueca.

—No, hijos de puta. Sois vosotros los que estáis muertos.

Con un gesto teatral, abrió la mano y dejó caer el Zippo. No sabía cuánto podría durar para esos hombres la caída del mechero. Pero sí sabía que sería un trayecto muy largo.

Para ellos no hubo trueno.

Sólo el ruido metálico del Zippo al golpear contra el suelo. Después, un luminoso bufido caliente y una lengua de llamas que avanzaba bailando para tragárselos, una anticipación del infierno que les esperaba.

Se quedó para oír cómo aullaban y ver cómo se revolvían y quemaban, hasta que en la habitación se esparció el olor de la carne chamuscada. Lo respiró a todo pulmón, disfrutando de que esta vez la carne no fuera la suya.

Después abrió la puerta y salió. Comenzó a alejarse de la casa mientras los gritos que oía lo acompañaban como una bendición.

Al rato, cuando los gritos se apagaron, supo que el cautiverio del sheriff Duane Westlake y su ayudante Will Farland había tocado a su fin.

DEMASIADOS AÑOS DESPUÉS
7

Jeremy Cortese miró el BMW oscuro que se alejaba, con el secreto deseo de que explotara y poder ver la explosión. Tenía la seguridad de que, a excepción del chófer, nadie habría echado en falta a sus ocupantes.

—Iros a tomar por culo, idiotas.

Fue como la recomendación de un navegador GPS. Esperó a que el coche se perdiera en el tráfico y volvió a uno de los dos barracones de la obra. En realidad, eran dos cajas de chapa montadas sobre ruedas y alineadas junto a la valla que delimitaba el área de trabajo.

Resistió la tentación de encender un pitillo.

La reunión técnica que acababa de terminar lo había indispuesto y había hecho crecer el malhumor que arrastraba desde la mañana, aun cuando no era el único motivo.

La noche anterior había estado en el Madison Square Garden para presenciar cómo los Knicks perdían de mala manera contra los Dallas Mavericks. Había salido con una sensación de amargura que cada vez lo impulsaba a preguntarse el porqué de su obstinación en frecuentar aquel templo del deporte.

La reunión de multitudes, la fiesta y la pasión común hacía tiempo que le eran ajenas. Ganase o perdiese su equipo, siempre volvía a casa con el mismo pensamiento negativo.

Y solo.

Lanzarse a la caza de recuerdos nunca es buen negocio. Encuentres lo que encuentres en el camino, siempre queda como una nada, una inutilidad. No puedes recuperar los buenos recuerdos y a los malos no puedes matarlos.

Y con cada bocanada el aire parecía malsano, ese aire que se entretiene en la garganta y deja mal sabor de boca.

De todos modos, siempre volvía a lo mismo, nutriendo esa pulsión masoquista que todos los seres humanos, en mayor o menor grado, llevan dentro de sí.

Durante el partido, en ocasiones había dejado caer la mirada sobre las gradas más cercanas, hasta que poco a poco perdía el interés por lo que ocurría en aquella cancha donde sudaban unos muchachos con camisetas de color.

Con un melancólico cucurucho de palomitas en la mano, había visto cómo padres e hijos se enardecían por un lanzamiento de Irons o un triple de Jones, y gritaban a coro con el resto de los aficionados silabeando «¡De-fen-sa! ¡De-fen-sa! ¡De-fen-sa!» cuando el que atacaba era el equipo contrario.

En una época también él lo había hecho, cuando asistía con sus hijos a los partidos y sentía que significaba algo en sus vidas. Pero aquello sólo había sido una ilusión, aunque era verdad que ellos lo eran todo en la suya.

Cuando uno de los Knicks marcó un triple, también él se había levantado del asiento, retozando por inercia junto a una multitud de perfectos desconocidos y aprovechando el momento para contener algo que estaba por salir de sus ojos.

Después, volvió a sentarse. A su derecha había un sitio vacío y a su izquierda un chico y una chica se miraban como preguntándose por qué estaban allí y no en una cama, en una casa cualquiera, haciéndose el bien mutuamente.

Cuando iba al Madison con sus hijos, siempre se sentaba en medio. John, el pequeño, solía sentarse a su derecha y ponía el mismo interés tanto en el juego como en los vendedores de refrescos, golosinas y manjares de gradería. A veces Jeremy lo comparaba con un horno que podía quemar perritos calientes y palomitas como las viejas locomotoras quemaban carbón. Muchas veces había pensado que el chico no tenía el menor interés por el baloncesto y que el placer de ir al estadio residía sólo en la manga ancha que su padre mostraba en esas ocasiones.

Sam, el mayor, el que más se le parecía físicamente y en carácter, el que en poco tiempo sería más alto que él, se rendía a la fascinación del juego. Nunca lo habían hablado, pero él sabía que el sueño de Sam era convertirse algún día en una estrella de la NBA. Jeremy estaba convencido de que por desgracia la pretensión del muchacho quedaría en sueño y nada más. Sam había heredado sus grandes huesos y un cuerpo que con el tiempo tendría más tendencia a ensancharse que a alargarse, aunque formaba parte del equipo de la escuela y cuando jugaban entre ellos, en la canasta del patio trasero, el muchacho siempre ganaba.

Incluso lo acosaba con su juego. Pero, cada vez, el orgullo de padre le daba a Jeremy felicidad por sufrir ese tipo de humillación.

Después sucedió lo que sucedió. En realidad no se sentía culpable. No tenía culpas que llevar consigo.

Simplemente había comenzado la demolición.

Él y Jenny, su mujer, habían empezado a dar vueltas por la casa hablando cada vez menos y discutiendo cada vez más. Después terminaron las peleas y lo que quedó fue el silencio. Y sin que hubiera una verdadera razón se habían transformado en dos extraños. En ese momento, la demolición terminó, y no habían encontrado fuerzas como para ponerse a reconstruir.

Después del divorcio, Jenny se había acercado a sus padres y ahora vivía con los chicos en Queens. La relación entre ambos no era mala, y no obstante lo establecido por el juez ella le permitía ver a los hijos cuando quisiera. Sólo que Jeremy no siempre podía y los chicos lo veían cada vez con menos frecuencia y, también, menos entusiasmo. Las salidas se habían espaciado y ya no acudían al estadio.

Por lo que parecía, la de demoler se había convertido en su especialidad, en el trabajo y en la vida.

Se sacudió esos pensamientos y trató del volver al presente.

Sonora Inc., la empresa de construcciones con una facturación de vértigo para la que trabajaba, tenía una esquina reservada entre la Tercera Avenida y la calle Veintitrés, dos edificios contiguos de cuatro plantas, que se habían pagado con una buena suma a los anteriores propietarios, dando una benévola salida a los pocos inquilinos que todavía vivían allí. En su lugar se alzaría un gran rascacielos de pisos, cuarenta plantas, piscina en la terraza y otros esparcimientos.

Lo nuevo estaba eliminando a lo viejo a fuerza de martillos neumáticos.

Estaban llegando al final de los trabajos de demolición. Jeremy vivía esa parte del trabajo como algo necesario pero tedioso. Después de meses de labor, ruidos y camiones que se llevaban los escombros, parecía que el trabajo aún no hubiera comenzado. Al principio había visto con un poco de melancolía la caída de esos viejos edificios de ladrillo rojo, una parte de la historia que lo rodeaba. Sin embargo, la excitación por construir algo nuevo era una especie de antídoto. En poco tiempo las excavadoras abrirían el espacio suficiente para montar los cimientos que sostendrían un edificio de ese tamaño. Y después empezaría la creación, la subida, el colocar una pieza sobre otra hasta el exultante momento en que izarían en el techo la bandera de las barras y las estrellas.

En pie, en la puerta del barracón, vio cómo los obreros terminaban con sus ocupaciones respectivas y se dirigían hacia él.

Miró el reloj. Las discusiones con aquellos imbéciles habían hecho que llegara la hora del almuerzo sin que se diera cuenta. No tenía hambre y, sobre todo, no tenía ganas de compartir con sus subordinados el parloteo que incluía cada comida. Con las personas que trabajaban a sus órdenes tenía relaciones cordiales, aunque no íntimas. No compartían otros aspectos de la vida, pero el trabajo ocupaba la mayor parte. Y él quería que en las obras donde trabajaba reinase la mayor armonía posible. Por ese motivo se había ganado el aprecio de sus superiores y el respeto de los trabajadores, aunque todos sabían que cuando era necesario siempre estaba listo para mostrar el puño de hierro.

El hecho de que en ese caso específico no existiese un guante de terciopelo sino de trabajo, no cambiaba las cosas.

Ronald Freeman, su segundo, salió del barracón haciendo vibrar ligeramente el suelo. Era un hombre negro, alto y corpulento, un apasionado de la cerveza y la comida picante. Trazas de sus aficiones podían verse en su cara y su cuerpo. Freeman se había casado con una mujer de origen indio, y había encontrado, como él mismo decía, el curry para sus dientes. Jeremy había estado una vez cenando en su casa. Apenas se llevó a la boca el primer trozo de algo que llevaba el nombre de
masala
, sintió que se incendiaba y se vio obligado a beber un trago de cerveza. Después le preguntó riendo a su anfitrión si para servir esa comida era necesario portar armas.

Ron se quitó el casco de plástico y se dirigió al rincón donde lo esperaba la fiambrera de plástico que su mujer le preparaba cada mañana. Se sentó en el banco que corría a lo largo de la pared del barracón y se la puso sobre las rodillas. Le vio la cara a Jeremy y comprendió que estaba en uno de esos días que había que eliminar del calendario.

—¿Líos?

Jeremy encogió los hombros, como quitándole importancia.

—Los de siempre. Cuando un arquitecto y un ingeniero se ponen de acuerdo después de haberse peleado durante horas, lo único que saben hacer es ir en búsqueda de un tercer tocacojones, para completar una especie de triángulo de las Bermudas.

—¿Y lo han encontrado?

—Ya sabes cómo son estas cosas. Los gilipollas se encuentran con una facilidad pasmosa.

—¿La Brokens?

—Ya.

—Si esa mujer entendiera el doble de lo que entiende, seguiría sin entender una mierda. Si su marido le da todo este espacio debe ser porque en la cama es toda una hembra.

—O a lo mejor es como un tronco y su marido la manda por ahí para que se agote y por la noche no tenga pretensiones. Piensa un poco en lo que debe de ser tener a esa mujer al lado y que de golpe estire la mano...

Ron hizo una mueca de horror y ratificó las palabras con el pensamiento.

—A mí tendrían que ponerme algo eléctrico en los calzoncillos para despertarme...

En ese momento dos hombres subieron los escalones y entraron en el barracón. Ron aprovechó para abrir la fiambrera. Un fuerte olor acre se esparció por el ambiente.

James Ritter, un joven trabajador con cara de bueno, simuló retroceder hacia la puerta por donde había entrado.

—¡Santo cielo, Ron! ¿La CIA sabe que portas armas de destrucción masiva? Si te comes eso, después puedes usar el aliento como una soldadora.

Como respuesta, Freeman se llevó una cucharada de comida a la boca con ostentación.

—Eres un ignorante, Ron. Te mereces esa basura que comes todos los días, que te destroza el estómago y hasta debe anular el efecto de la viagra, que estoy seguro que necesitas.

Jeremy sonrió.

Estaba satisfecho con esa atmósfera de camaradería. La experiencia le enseñaba que los hombres se desempeñan mejor en un ambiente ligero si tienen que hacer un trabajo pesado. Por esta razón, por lo general se preparaba algún plato en casa y comía en el barracón, junto a sus obreros.

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