Todas las noches me dormía así, con la mano en la pared, y estaba segura de que un día, al despertarme, iba a estar realmente en mi habitación. En los primeros tiempos creía en ello como en una fórmula mágica que algún día se haría realidad. Más tarde el roce de la pared era como una promesa que me hacía cada día a mí misma. Y la he cumplido: cuando después de ocho años de cautiverio fui a casa de mi madre por primera vez, me tumbé en la cama de mi dormitorio, en el que nada había cambiado, y cerré los ojos. Cuando rocé la pared con la mano volvieron todos aquellos momentos, sobre todo el primero: la pequeña Natascha de diez años que intenta desesperada no perder la confianza en sí misma y pone por primera vez la mano en la pared del zulo. «Aquí estoy de nuevo —susurré—. ¿Ves? ¡Ha funcionado!»
Cuanto más avanzaba el año, más triste me sentía. Cuando borré los primeros días de diciembre en el calendario, estaba tan deprimida que ni siquiera me alegré con el demonio de chocolate que el secuestrador me regaló el día de San Nicolás. Se acercaban las Navidades. Y la idea de pasar esos días de fiesta sola en el zulo me resultaba absolutamente insoportable.
Las Navidades eran para mí, como para todos los niños, los mejores días del año. El olor de las galletas, el árbol cargado de adornos, la expectación ante los regalos, la familia reunida al completo. Esa era la imagen que tenía en la cabeza mientras retiraba sin ganas el papel plateado de la figura de chocolate. Era una imagen de la infancia que poco tenía que ver con las últimas Navidades que pasé con mi familia: mis sobrinos vinieron de visita, como siempre, pero ya habían recibido sus regalos en casa. Yo era la única niña en el reparto de regalos. A mi madre le gustaba seguir la última moda en decoración de abetos, y ese año el árbol estaba cargado de espumillón y bolas de color lila. Debajo había un montón de regalos para mí. Mientras desenvolvía los regalos uno a uno, los adultos estaban sentados en el sofá, oyendo la radio y viendo una revista de tatuajes. Fueron unas Navidades muy decepcionantes. Ni siquiera conseguí convencer a nadie para que cantara un villancico conmigo, a pesar de lo orgullosa que me sentía por saberme de memoria las canciones que habíamos ensayado en el colegio.
Sólo me sentí más contagiada del espíritu navideño al día siguiente, cuando fuimos a casa de mi abuela. Nos reunimos todos en la habitación anexa al cuarto de estar y cantamos «Noche de paz» con gran fervor. Luego escuché atentamente, con gran expectación, hasta que sonó el suave tintineo de una campanilla. ¡El Niño Jesús había nacido! Cuando abrimos la puerta que daba al cuarto de estar, me quedé admirada ante el abeto resplandeciente, con sus velas auténticas y su olor maravilloso. Mi abuela siempre ponía un árbol de Navidad tradicional, adornado con estrellas de paja y bolas de cristal tan delicadas como pompas de jabón.
Así recordaba la Navidad… y así sería también ese año. Pero ¿qué iba a suceder? Tendría que pasar sin familia la mayor fiesta familiar del año. La idea me hizo sentir miedo. Pero, por otro lado, no dejaba de pensar que las Navidades con mi familia ya no eran lo mismo. Y que seguro que, en mi aislamiento, estaba idealizando el pasado. Podía intentar que las Navidades en el zulo se aproximaran lo más posible a la idea que yo tenía de la celebración. Con un par de adornos haría una fiesta que me permitiera viajar con la imaginación a los días de Navidad vividos con mi abuela.
El secuestrador me siguió el juego. En aquel momento le agradecí infinitamente que me permitiera vivir algo parecido a unas Navidades auténticas. Hoy pienso que no lo hizo por mí, sino por una obligación interior. Para él también era muy importante celebrar los días de fiesta: creaban una estructura, seguían determinadas reglas, y sin reglas ni estructuras, a las que él se aferraba de forma ridículamente estricta, no podía vivir. Como es natural, no iba a acceder a mis deseos sólo por eso. Que lo hiciera pudo estar relacionado también con el hecho de que había sido educado para responder a las expectativas y la imagen que los demás tenían de él. Hoy sé que por este motivo fracasó su relación con su padre. Es evidente que le fue negado el reconocimiento que a él le habría gustado recibir. Conmigo esa actitud aparecía sólo a veces, pero siempre resultaba especialmente absurda. Él me había secuestrado y encerrado en un sótano. En realidad no se trataba de una situación en la que hubiera que tener en consideración lo que pensaba la víctima. Era como si estuviera ahogando a alguien y mientras le preguntara si está bien, si no le molesta demasiado la presión en el cuello. Pero en aquel momento yo eso no lo veía, sino que le estaba agradecida por ocuparse de mí.
Sabía que no iba a tener un abeto de Navidad de verdad, así que me pedí uno de plástico. Abrimos las cajas de adornos juntos y colocamos el árbol encima de uno de los armaritos. Yo cogí un par de ángeles y algunos dulces, y me tomé mi tiempo para adornar el pequeño abeto.
En Nochebuena estuve sola viendo la televisión hasta que se apagó la luz, intentaba no pensar en mi familia. El secuestrador se había marchado con su madre, como haría también en años sucesivos; o a lo mejor había venido ella, eso no lo sabía yo entonces. Al día siguiente celebró el día de Navidad conmigo. Yo estaba sorprendida de que cumpliera todos mis deseos. Le había pedido un pequeño ordenador infantil, como el que me habían regalado mis padres el año anterior. No era tan bueno como el primero, pero estaba muy contenta de poder estudiar a pesar de no ir a clase. No quería que cuando estuviera otra vez libre se notara que me había quedado atrás. Recibí también un cuaderno de dibujo y una caja de acuarelas Pelikan. Era la misma que mi padre me había regalado en otra ocasión: con veinticuatro colores, incluido el oro y el plata. Era como si el secuestrador me hubiera devuelto un trocito de mi vida. En el tercer paquete había un set de «Pintar por números», con pinturas al óleo. También me habían regalado ya uno así en casa, y me alegré de poder pasar horas coloreando los dibujos con mucho cuidado. Lo único que no me dio el secuestrador fue el aguarrás. Temía que pudiera causar algún daño en el pequeño refugio.
Los días siguientes estuve muy ocupada con mis dibujos y mi ordenador infantil. Intentaba ver lo positivo de mi situación y pensar lo menos posible en mi familia; para que esto me resultara más fácil procuré no olvidar el lado negativo de las últimas Navidades juntos. Intenté convencerme de que era muy interesante conocer cómo celebran otros adultos esas fiestas. Y estaba muy agradecida por haber tenido mi propia celebración.
La primera Nochevieja en cautiverio la pasé sola y a oscuras. Tumbada en la cama y escuchando atentamente para poder oír los petardos y fuegos artificiales que se estaban lanzando en el exterior. Pero sólo llegó a mis oídos el monótono tictac del despertador y el ruido del ventilador. Más tarde me enteré de que el secuestrador siempre pasaba la Nochevieja con su amigo Holzapfel. Se equipaba bien y compraba los cohetes más grandes y más caros. En una ocasión, yo debía de tener catorce o quince años, me dejó contemplar por la ventana cómo tiraba un cohete a media tarde. Y a los dieciséis años estuve en el jardín viendo cómo un cohete lanzaba al cielo una lluvia de bolas plateadas. Pero eso fue en una época en la que el cautiverio ya formaba parte de mí hasta tal punto que el secuestrador se atrevía a dejarme salir con él al jardín. Sabía que mi prisión interior tenía los muros tan altos que no iba a aprovechar la ocasión para escapar.
El año en que había sido secuestrada se había acabado, y yo seguía aún encerrada. El mundo exterior se iba alejando cada vez más, los recuerdos de mi vida anterior eran menos nítidos y me parecían más irreales. Me resultaba difícil creer que unos meses antes yo era una niña que iba al colegio, jugaba por las tardes en casa, hacía excursiones con sus padres y llevaba una vida normal.
Intenté acomodarme lo mejor posible a la vida que me había visto obligada a llevar. No siempre resultaba fácil. El control del secuestrador era absoluto. Su voz saliendo por el interfono me sacaba de quicio. En mi pequeño habitáculo me sentía como si estuviera varios kilómetros bajo tierra, pero al mismo tiempo viviera en una vitrina en la que cada uno de mis movimientos podía ser observado.
Mis salidas a la casa se producían ahora de forma regular: aproximadamente cada dos semanas podía ducharme arriba y a veces el secuestrador me dejaba cenar y ver la televisión con él. Me alegraba de cada minuto que pasaba fuera del zulo, pero también tenía miedo en la casa. Ya sabía que él vivía solo y que no había extraños esperándome en ningún rincón, pero no podía dejar de estar nerviosa. El secuestrador, con su paranoia, me impedía tener el más mínimo relajo. Cuando estaba arriba parecía estar atada a él con una cuerda invisible: siempre tenía que estar y avanzar a una misma distancia de él, un metro, ni más ni menos, si no se ponía furioso. Me exigía estar siempre con la cabeza agachada, con la mirada clavada en el suelo.
Tras los interminables días pasados totalmente aislada en el zulo yo me mostraba muy susceptible a sus indicaciones y manipulaciones. La falta de luz y de trato humano me había debilitado tanto que ya no podía oponer más que una mínima resistencia, a la que nunca renuncié y que me ayudó a fijar unos límites que me parecían indispensables. Apenas pensaba ya en huir. Era como si la cuerda invisible que me ponía al subir a la casa fuera cada vez más real. Como si estuviera encadenada a él de verdad y físicamente no pudiera alejarme más de un metro de él. Me había infundido tal miedo al mundo exterior, en el que nadie me quería, nadie me echaba de menos y nadie me buscaba, que casi era mayor que mi ansia de libertad.
Cuando estaba en el zulo intentaba mantenerme lo más ocupada posible. Los largos fines de semana que pasaba sola no paraba de limpiar y recoger durante horas, hasta que todo estaba reluciente y bien perfumado. Pintaba mucho y aprovechaba hasta el más mínimo trozo de papel de mi cuaderno para hacer dibujos: de mi madre con una falda larga, de mi padre con su enorme barriga y su bigote, yo en medio riéndome. Pintaba el reluciente sol amarillo que llevaba muchos, muchos meses sin ver, casas de cuyas chimeneas siempre salía humo, flores de colores y niños jugando. Mundos de fantasía que durante unas horas me hacían olvidar cómo era mi realidad.
Un día el secuestrador me llevó un libro de manualidades. Era para niños de preescolar y, en vez de alegrarme, casi me entristeció. Era casi imposible lanzar aviones de papel en cinco metros cuadrados. Un regalo mejor fue la Barbie que recibí algo después, y un diminuto set de costura como los que hay a veces en los hoteles. Yo me sentí agradecida por aquella personita de largas piernas de plástico que me hacía compañía. Era una Barbie Amazona que llevaba botas altas, pantalón blanco, chaleco rojo y una fusta. Le pedí al secuestrador durante días que me trajera unos restos de telas. A veces tardaba mucho en cumplir mis deseos. Y lo hacía siempre y cuando yo siguiera sus indicaciones de forma estricta. Si, por ejemplo, me echaba a llorar, me privaba unos días de alegrías como los libros o los vídeos, tan importantes para mí. Para obtener algo, tenía que mostrar agradecimiento y elogiarle por todo lo que hacía… hasta por haberme encerrado.
Al final conseguí que me llevara una camiseta vieja. Se trataba de una camiseta blanca con un discreto dibujo azul. Era la camiseta que él llevaba puesta el día de mi secuestro. No sé si es que se le había olvidado o que, en su manía persecutoria, quería deshacerse de ella. Con la tela le cosí a mi Barbie un vestido de cóctel con unos finos tirantes hechos con hilos y un elegante top asimétrico. Con una manga de la camiseta y un cordón que había encontrado entre mis cosas del colegio hice un estuche para mis gafas. En otra ocasión convencí al secuestrador de que me dejara usar una vieja servilleta que se había quedado azul después de un lavado y que él ya sólo usaba como paño de limpieza. La transformé en un vestido de fiesta con una fina goma elástica en la cintura.
Más tarde fabriqué posavasos con alambres y pequeñas figuras con papel doblado. El secuestrador me llevó algunas agujas con las que pude hacer punto y ganchillo. Cuando iba al colegio nunca conseguí aprender bien. Me caía una regañina cada vezque me equivocaba. Ahora tenía todo el tiempo del mundo y no había nadie que me regañara, podía empezar otra vez desde el principio cuantas veces quisiera, hasta que mis pequeñas obras de arte fueran perfectas. Estas manualidades se convirtieron en un ancla de salvación psicológica para mí. Evitaron que me volviera loca debido a la inactividad a la que me veía sometida. Y además podía pensar en mis padres mientras fabricaba pequeños regalos para ellos… para dárselos cuando fuera otra vez libre.
Pero al secuestrador no le podía decir una sola palabra de que había hecho algo para mis padres. Guardé los dibujos y apenas se los mencionaba, pues cada vez reaccionaba peor cuando le hablaba de mis padres. «Tus padres no te quieren, les da igual lo que te pase, de lo contrario habrían pagado el rescate», me decía muy enojado al principio, cuando le decía que les echaba mucho de menos. Luego, en la primavera de 1999, llegó la prohibición: no podía mencionar nunca más a mis padres ni nada relacionado con mi vida anterior al secuestro. Mi madre, mi padre, mis hermanas y sobrinos, el colegio, la última excursión a la nieve, mi último cumpleaños, la casa de vacaciones de mi padre, mis gatos; nuestra casa, mis costumbres, la tienda de mi madre; mi profesora, mis compañeros de clase, mi dormitorio: todo lo que tenía antes se convirtió en un tabú.
La prohibición de mencionar mi vida anterior fue un punto fijo de sus visitas al zulo. Si yo hablaba de mis padres, le daba un ataque de furia. Si lloraba, me apagaba la luz y me dejaba en la más completa oscuridad hasta que era otra vez «buena». Ser buena significaba que debía estarle agradecida por haberme «librado» de la vida que llevaba antes del secuestro.
«Yo te he salvado. Ahora me perteneces a mí», repetía una y otra vez. O bien: «Ya no tienes familia. Tu familia yo soy. Yo soy tu padre, tu madre, tu abuela y tus hermanas. Ahora lo soy todo para ti. Ya no tienes pasado —insistía—. Estás mucho mejor conmigo. Tienes suerte de que yo te haya recogido y me ocupe tan bien de ti. Me perteneces. Yo te he creado».
Pigmalión las había visto vivir en perpetua ignominia, y disgustado por los innumerables vicios que la naturaleza ha puesto en el alma de la mujer, vivía solo y sin
esposa, y llevaba ya mucho tiempo desprovisto de consorte. Por entonces esculpió con admirable arte una estatua de níveo marfil, y le dio una belleza como ninguna mujer real puede tener.
OVIDIO,
Las metamorfosis