31 noches (7 page)

Read 31 noches Online

Authors: Ignacio Escolar

Tags: #Novela negra

BOOK: 31 noches
7.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues mejor para ti. Pero que sepas que Velasco es buena gente a su manera. Y conmigo siempre se ha portado bien. Y con Alek. A Alek le salvó la vida.

—¿La vida? ¿Qué hizo? ¿Le ayudó a dejar de fumar?

—No seas tan listillo. —Vicky me vuelve a besar. No soy nada listillo, más bien soy estúpido. No debería verme con ella y aquí estoy: jugándome un divorcio y unas piernas rotas, hecho un campeón.

—¿De verdad que le salvó la vida?

—Que sí. Fue hace muchos años. Alek cortó en la puerta de la Neón a Jorge Duro, el hermano de la Isabel Duro. Le dio una paliza. Sabes quién es, ¿no?

—No. ¿Quién coño es Isabel Duro?

—Puff, nene. Esto va a ser largo. A ver. El hermano mayor de Isabel era Paco Duro, uno de los jefazos de los Florida. ¿Sabes quiénes son los Florida o tampoco?

—¿Los mafiosillos esos de discoteca de los noventa? Sí, esos sí me suenan. ¿No los detuvieron ya hace años?

—No del todo. La mayoría de ellos acabaron muertos, se mataron entre ellos. A Paco Duro se lo cargaron en aquella movida y sus hermanos se quedaron con su negocio pero ya sin los demás Florida. Tienen varias discotecas: la Colt, el Spam, la sala Oil, el Rajá... Isabel es la mayor, vive en un chalé de La Moraleja. Dicen que tiene un guepardo vivo en casa que era de su hermano, de Paco. Maneja mucha pasta de la noche de Madrid. Jorge Duro es el hermano pequeño, tendrá más o menos tu edad, un poco más. Hace ocho años o así intentó entrar en la Neón con zapatillas y Alek no se dio cuenta de quién era y no le dejó pasar. Se puso chulo y al final Alek le acabó dando un par de hostias. Después de aquella casi lo matan. Jorge Duro contrató a unos sicarios para que se cargaran a Alek. Pero Velasco lo arregló.

—¿Cómo?

—A su manera. Entró en la casa de Jorge Duro por la noche con un pasamontañas. Le puso un cuchillo en el cuello y le dijo que como le pasase algo a Alek lo mataría.

—¿Y funcionó?

—Sí, funcionó. Velasco siempre dice que cuando pones a alguien en una situación así, acorralado, solo reacciona de dos formas: o se caga o te mata. Y el Duro se cagó. ¿Tú qué habrías hecho?

—Buena pregunta.

XXI
UN MAL LUGAR PARA UN GATO

Algo va mal, porque Alek habla con su gato. Lleva puesta su chupa de cuero y, bajo ella, una camiseta y el chaleco antibalas. Ideal para el verano. Alek ha vuelto a la Premium con el gato en el bolsillo de su chupa. Me tenía preocupado y, ahora que veo la sombra de un ojo morado bajo sus Rayban, me doy cuenta de que no me equivocaba. Gafas de sol a las seis de la mañana dentro de una discoteca a punto de cerrar; bonito cuadro. Alek nunca bebe y ahora está borracho en la barra, con el octavo whisky y su gato pelirrojo, desgarbado y patilargo. Tiene pinta de sonado, como la caricatura de un veterano de guerra: un armario de casi dos metros y más de cien kilos, con el pelo rapado y barba de una semana, que le habla a su gato con acento polaco.

—¿Cómo se llama? —pregunto y me siento a su lado.


Ratón
. ¿A que es guapo? No lo quiero dejar solo en casa porque se pone a maullar y me da mucha pena.

—Pues no sé si la Premium es buen sitio para él, con tanto ruido.

—Da igual.
Ratón
es mi amigo y no lo voy a dejar solo.

—Alek, tío. ¿Tú te oyes? Que me estás acojonando.

—¿Sabes quién robó la coca de Jorge Régula?

—No —miento. A estas alturas de la semana, medio Madrid ya sabe que fue Velasco quien se quedó con el alijo, mató al colombiano y le dejó el muerto a su colega. A Velasco solo le ha faltado encargar un neón de dos por dos metros que diga: «Fui yo, ¿qué pasa?». Como Velasco es gilipollas, como se cree intocable por ser poli, se ha pasado los últimos días de juerga permanente, dejando propinas de cincuenta euros a los aparcacoches, poniéndose rayas con forma de espiral en las barras de todas las discotecas.

—Fue Velasco.

—Ya —respondo—. ¿Cómo lo sabes? ¿Estás seguro?

—Hablé con Georgi el búlgaro y me lo contó. Fue él. Seguro.

—¿Y qué vas a hacer?

—¿Qué vamos a hacer,
Ratón
? —pregunta Alek a su gato—. Vamos a matar a ese hijo de puta —se responde a sí mismo con voz aguda mientras mueve la patita del animal.

Alek antes quería ser una buena persona y ahora imita a José Luis Moreno. Genial.

—En fin —sigue hablando Alek, ahora con su voz normal, algo empastada por el alcohol—. Que estoy jodido, tío. ¿Cómo coño se le ocurrió hacerme una putada así?

—No sé, tío. Pero vámonos de aquí, que estás pedo. Venga, vamos a coger un taxi, que te acompaño a casa.

XXII
CONSECUENCIAS

Una semana después de que Velasco robara y asesinase a Jorge Régula, ocurrió lo inevitable. Tras siete noches presumiendo de coca y de billetes de cien euros por los peores garitos de Madrid, a la octava mañana las consecuencias llamaron a su puerta. Velasco vive en el chalé con el jardín más descuidado de toda la urbanización Los Peñascales, en Las Rozas. Es fácil de encontrar: es la única casa que no aparenta estar habitada por Ned Flanders. Más que un cortacésped, haría falta napalm y DDT para empezar. Tiene una piscina con el agua de color verde fairy en la que hace años que solo se bañan los mosquitos. También tiene una mesa y un par de bancos de jardín de piedra artificial que están tan deteriorados y con tantas hierbas alrededor que más bien parecen los restos arqueológicos de una vieja civilización.

Ding, dong
. Velasco sale de la cama y baja a abrir con legañas en los ojos, la boca pegajosa y un aliento como si escondiese un hámster muerto bajo la lengua. No ve a nadie por la mirilla y, con la seguridad que le da su pistola en la mano, abre la puerta. Es un error. Las cuatro consecuencias, grandes como las torres de Chamartín, también van armadas y apenas un minuto más tarde, sin su pistola, esposado, con la nariz sangrando, amordazado, acojonado y vestido solo con unos calzoncillos y un roñoso albornoz azul, Velasco puede ver cómo sobre él se cierra el portón del maletero de un Volvo. El día no ha empezado nada bien.

Los cuatro armarios son minuciosos en el registro de las dos plantas sucias y desordenadas del chalé. Incluso peinan con una pértiga el fondo de la repugnante piscina verde. Mientras tanto Velasco suda, tiembla y espera: no hay otra alternativa. Está tan asustado que la resaca se le ha pasado de golpe. Su corazón late acelerado como el de un gato y el albornoz está empapado de sudor. Dentro del maletero el calor es criminal. «Piensa, Velasco, piensa», se dice a sí mismo mientras intenta tranquilizarse. Los cuatro asaltantes iban encapuchados: es una buena señal. Significa que aún es posible que salga vivo; si les hubiese visto la cara, no tendría esa opción.

La puerta del maletero se abre. Le quitan la mordaza.

—¿Dónde está la farlopa? —pregunta el más grande de los cuatro con acento del este. Velasco está acojonado pero no es gilipollas.

—Cómeme el rabo —responde, y se gana un puñetazo.

Mejor eso que confesar. Si les dice lo que quieren, su vida vale la mitad. El maletero se vuelve a cerrar y el coche arranca. Van a toda hostia, o eso le parece a Velasco, que sufre cada curva y cada bache en sus costillas. Ninguno de los ocupantes del Volvo lo sabe, pero un todoterreno los sigue desde el chalé. Una eternidad más tarde, el coche para al fin. Abren el maletero, están en un garaje.

—Ven aquí, gordo de mierda, que vamos a presentarte a un amiguete que te quiere saludar.

XXIII
EL MISMO LUGAR, LA MISMA HORA

La octava mañana después del asesinato de Jorge Régula, Alek también se levanta con resaca, pero ese día madruga, tiene algo pendiente en un chalé de Las Rozas. Coge su chupa de cuero, su pistola Tokarev, su chaleco antibalas y su todoterreno. A pesar de sus protestas, esta vez
Ratón
se queda en casa. En una venganza, el gato sobra.

Alek aparca en el cruce y camina doscientos metros hasta la puerta de la casa de Velasco, pero no llama al timbre. Conoce este chalé como si fuese suyo. Hace unos años pasó una temporada escondido aquí, viendo porno y jugando a la PlayStation hasta que se calmó aquel lío con el hermano de Isabel Duro. Sabe que una de las ventanas de la parte de atrás, la de la cocina, cierra mal, y también que Velasco es tan descuidado que seguro que no la ha arreglado. Bingo. Alek se cuela dentro del chalé mientras su involuntario anfitrión ronca en el piso de arriba.

La casa está tan desordenada como siempre, pero Alek sabe dónde buscar: la chimenea. Aparta las cenizas y los troncos a medio quemar y levanta una rejilla de acero haciendo palanca con el atizador. Debajo está el cenicero de la chimenea. Lo saca con cuidado para no hacer ruido y mete la mano en el agujero. Todo sigue en su sitio. En el fondo, hay un cajetín grande y alargado: el baúl del tesoro. Está lleno de fajos de billetes, pero no hay ni rastro de la coca. También hay munición de 9 milímetros y una pistola, una Glock 17. Es extraño: no es el arma reglamentaria de Velasco, que lleva siempre la H&K de la policía. Alek se guarda la pasta y la pistola, deja la chimenea como la encontró y sube las escaleras. Ahora viene la parte más difícil, la que le quita el sueño desde hace un par de días: tiene que conseguir que Velasco confiese dónde está la cocaína. No va a ser agradable para ninguno de los dos. Torturar a Velasco solo tiene una ventaja: que el gordo cabrón sabe perfectamente todo lo que le puede pasar si no habla. Normalmente no es el dolor, sino el miedo, lo que rompe a un hombre. El dolor está en la cabeza. También en la memoria. Alek mira la caja de herramientas, bajo el hueco de la escalera, y espera que Velasco tenga unos alicates y recuerde aquella vez que se emplearon a fondo con uno de los coroneles de la banda de los Florida, un rumano que había estafado a sus jefes y que no quería darles la combinación de la caja fuerte de su casa, un chalé en las afueras, por la carretera de Extremadura. Les costó todo el fin de semana, lo tuvieron encerrado en el sótano de su propia casa, esposado a una silla. Acabó con la cara tan amoratada e hinchada que desde entonces lo recuerdan con un apodo: el osito panda. El tipo tenía huevos. Pero lo que le rompió no fueron las hostias con el puño americano sino los alicates. Estuvieron tanto rato con el bricolaje que podrían haber terminado antes si hubiesen dedicado ese tiempo y las herramientas a la caja fuerte, o probando contraseñas al azar. Llevó un par de días pero, al final, el osito panda cantó.

Alek desenfunda su Tokarev mientras sube a la planta de arriba. Hay varias fotos enmarcadas, colgadas de la pared de la escalera, la herencia de una novia que vivió con Velasco hace unos años y que se empeñó en que la casa de Herman Munster pareciese un hogar de verdad. Velasco en el ejército, el día de la jura de bandera. Velasco en la Pedriza, subiendo por una pared. Velasco en los sanfermines, con el Tito, el Ivy y algunos borrachos más. Y Velasco con Alek, una foto de la que no se acordaba. Están los dos en una galería de tiro, posando con los auriculares para el ruido aún puestos y las pistolas en la mano, espalda contra espalda. Será de hace ocho o nueve años, los dos están más jóvenes, especialmente Velasco, que entonces también estaba bastante más delgado. «Cómo has cambiado, cabrón», se dice a sí mismo Alek, que deja atrás la foto, le quita el seguro a la Tokarev y llega al pasillo de la planta superior. Hay cuatro puertas, pero Alek se conoce la casa a la perfección. La de la derecha es la habitación de invitados, donde se refugió varias semanas cuando Jorge Duro le quería matar. A la izquierda está el baño y más allá otra habitación, donde está el ordenador. La del fondo es la habitación de Velasco. Aún se le oye roncar.

Ding, dong
. El timbre de la puerta le sorprende en la entrada de la habitación. Alek se esconde en la habitación de invitados mientras escucha maldecir a Velasco, que sale de la cama, coge su pistola de la mesilla, se pone el albornoz y baja las escaleras. Las visitas no vienen a vender biblias. Por la ventana, ve cómo cuatro tipos encapuchados arrastran a su antiguo socio y lo encierran en el maletero de un Volvo. Alek no se queda a saludar. Baja corriendo por las escaleras y escapa por la parte de atrás de la casa, por la misma ventana por la que entró. Corre hacia la valla trasera de la casa, salta dos metros hasta otra calle, desde la que regresa al cruce. Monta en su todoterreno y sale a la autovía.

Diez minutos después, da la vuelta. Si Velasco tiene que morir, debe ser él quien lo mate.

XXIV
ALGO PERSONAL

Alek ha tenido una tentación: dejar a Velasco en manos de esos cuatro encapuchados tan simpáticos que lo han encerrado en el maletero de un Volvo, que ellos se ocupen de su venganza, pero da la vuelta y regresa al chalé. Alek se miente a sí mismo, intenta convencerse de que la verdadera razón por la que va a jugarse el tipo para rescatar de una muerte probable al mismo cabrón que le ha traicionado es que aún no ha recuperado la merca de los colombianos. Es una excusa ridícula: Alek sabe que su antiguo socio ya ha vendido los nueve kilos de coca. Ha contado los fajos de billetes que se llevó del escondite, debajo del cenicero de la chimenea: hay más de 300.000 euros, demasiado para Velasco. No hay nada valioso que rescatar del maletero de ese Volvo, pero no puede dejarlo ir.

Cuando llega al chalé, los encapuchados aún están registrando la finca. Alek se acerca sigilosamente hasta el Volvo e intenta abrir el maletero. Está cerrado, necesitará otro plan. Vuelve a su todoterreno y espera allí. Los encapuchados salen al rato del chalé. Abren el maletero y puede ver que Velasco sigue esposado en su interior. Se montan en el coche, arrancan. Alek los sigue.

A diferencia de Velasco, Alek no ha nacido para esto. No es nada personal, solo negocios; pero cuando lo personal se mezcla con los negocios, Alek siempre falla. Por eso nunca aceptó dar una paliza a un amigo cuando trabajaba como cobrador; de esos encargos se ocupaba Velasco.

—¡El mamón de Velasco! —exclama en voz alta mientras conduce su todoterreno tras el Volvo.

Hacía mucho que no pasaba por esa casa, pero la visita le ha hecho recordar aquella vez en la que el cabrón de Velasco le salvó la vida. Nada personal, solo negocios. Probablemente también lo hizo por puro interés: para demostrar algo, porque nadie en Madrid puede tener más huevos que él o porque sabía que no encontraría otro socio mejor en toda Europa. A saber. Lo bueno de Velasco es que es previsible, piensa Alek: es un cabronazo egoísta que siempre hará lo que más le convenga en cada momento y eso también tiene sus ventajas.

Other books

What God Has For Me by Pat Simmons
Yo maté a Kennedy by Manuel Vázquez Montalbán
Havana Red by Leonardo Padura
A Certain Justice by P. D. James
Hideaway by Dean Koontz
Star Maker by J.M. Nevins
Red Angel by William Heffernan
Linger: Dying is a Wild Night (A Linger Thriller Book 1) by Edward Fallon, Robert Gregory Browne