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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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—¿Y el ejemplar del New York Times…? —dijo Olga—. Era el del día siguiente al alunizaje.

Ned se mantuvo en silencio, tratando de sacar algo coherente en el mar tormentoso en que se hallaba sumido.

—No sé si es posible o imposible. Pero el hecho es que la grabación es auténtica y, lo que hemos visto, real, por más increíble que parezca. De eso podemos estar seguros. Eso es lo único cierto.

—¿Te has fijado en el sobre? Había un nombre escrito en él.

—Stephen Lightman. Sí, me he fijado.

—¿Quién sería ese hombre?

—Lo que yo me pregunto es, más bien, si el sobre contenía un mensaje de esa persona o para esa persona.

Olga le miró con extrañeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo podría alguien mandar un cofre a la Luna si se supone que Armstrong fue el primero que la pisó?

—Ignoramos por completo, y no es una simple forma de hablar, lo que significa esa caja. No debemos descartar ninguna posibilidad… Sólo se me ocurren dos personas que podrían ayudarnos a descifrar este misterio.

—¿Quiénes? —preguntó Olga, excitada.

—Pues obviamente quienes estuvieron allí: Neil Armstrong y Edwin Aldrin.

Ned comprendía ahora por qué Buzz Aldrin había dicho, en cierta ocasión, que revelar lo que sucedió en la Luna sería la mayor exclusiva de todos los tiempos. Lo que nunca imaginó es que eso fuera literal y dramáticamente cierto.

Su excitación alcanzó el punto máximo. De pronto, Olga y él se pusieron a gritar como locos, embriagados por el entusiasmo. Se habían zambullido en una investigación de importancia histórica. Y habían conseguido ya más de lo que nadie hubiera soñado.

—¡Tenemos que enviar una copia de estas cintas a los medios de prensa! —exclamó ella.

—No, Olga, no. Al menos, todavía. Primero hay que llegar al fondo del asunto. Comprendo lo que sientes. Yo lo he sentido antes muchas veces. Y sé por experiencia que las investigaciones han de exprimirse hasta el final para que sean realmente valiosas.

—Sí, tienes razón. Esto no ha acabado todavía…

—Pero es nuestro. ¡Tuyo y mío! Es el descubrimiento periodístico del siglo. Esto vale un millón de Pulitzers. Aunque ahora que lo pienso tú no puedes ganarlo porque no eres americana. Pero ¿eso qué importa? —La exaltación le hacía divagar—. Aún no doy crédito a lo que hemos visto… Necesito copias fotográficas de algunas imágenes. Hace años entrevisté a Aldrin, con motivo del treinta aniversario de la llegada a la Luna. Tengo su contacto. Vive en California y no me será difícil llegar hasta él. Ahora anda metido en viajes espaciales privados y en poner un hotel en órbita. Es un hombre entusiasta y de carácter muy abierto.

—¿Y Armstrong? —dijo Olga—. Al fin y al cabo, fue él quien encontró y abrió el cofre.

Aunque Ned había mencionado antes a los dos astronautas, sabía que, con suerte, sólo Aldrin podría realmente estar dispuesto a ayudarles. Se hallaba con Armstrong allá arriba cuando encontró el cofre, y era un hombre mucho más accesible que su compañero.

—Armstrong no es amigo de entrevistas ni de comparecencias públicas. Es casi imposible hablar con él. Prefiero probar con Aldrin. Además, seguramente se acordará de mí porque durante la entrevista que le hice se produjo un pequeño accidente que no debe de haber olvidado.

Ned no entró en detalles ni Olga se los pidió. Estaba rebobinando las cintas para volver a proyectarlas y tomar las fotografías de la pantalla.

—¿Tienes ahí tu cámara? —le preguntó a Ned.

Él la sacó de la mochila, con una sonrisa satisfecha. No era precisamente una reflex de alta calidad, sino una compacta no demasiado cara. Pero bastaría para tomar unas buenas instantáneas.

—Yo voy pasando la cinta y tú haces las fotos —dijo Olga—. No sé si este chisme tiene pausa de imagen.

—Yo tampoco. Es la primera vez en mi vida que veo un Ampex.

—Entonces tendrás que cogerlas al vuelo. Si alguna sale mal, echamos para atrás y la repites.

Las imágenes que Ned quería captar eran las de Armstrong aproximándose al cofre, el sello de Estados Unidos en su parte superior, y una de cada objeto que contenía. Eso sería más que suficiente como prueba irrefutable del hallazgo.

—Lo mejor será que te quedes tú con las cintas cuando yo vaya a California para entrevistarme con Aldrin, ¿no te parece? —dijo Ned, atento a la pantalla.

—Sí. Y tendré que encontrar un sitio bien seguro donde guardarlas...

Lo que ninguno de los dos sabía era que la seguridad de las cintas y la suya propia estaba ya comprometida. Desde la primera llamada de Ned a su amiga Saundra de la NSA, y cada vez que usaba su teléfono, un ordenador en la sede de esa agencia gubernamental de Estados Unidos iniciaba una secuencia de seguimiento, gracias a la huella sónica de la voz de Ned almacenada en el programa. Hasta el momento, sus comunicaciones telefónicas sólo habían sido objeto de vigilancia por simple precaución. Pero su llamada a Edwin Aldrin hizo saltar las alarmas.

Para muchos, la NSA era como Dios pero sin buenas intenciones. Una agencia que lo sabe, lo ve y lo oye todo gracias a su red Echelon, la Gran Oreja Mundial. Cualquier persona que hubiese hablado por teléfono, aunque fuera sólo una vez en los últimos veinte años, tenía grabada su huella sónica en las bases de datos de Echelon. Ésta es una especie de huella dactilar de la voz, que la NSA almacena en los ordenadores de la red junto con los datos personales de su dueño. Cada vez que esa persona vuelve a hablar por teléfono, desde un fijo o un móvil, suyo o ajeno, e incluso desde una cabina, la red detecta su huella sónica e identifica de modo unívoco al interlocutor de que se trate. Si se dice alguna palabra «sensible», como por ejemplo «bomba» o «atentado», un sistema informático experto se activa y deriva la transcripción de esa conversación a un operario humano. Algo similar al sistema que el FBI emplea con el correo electrónico.

Se trataba de algo real, no de ciencia-ficción. Y lo peor era que, de ser utilizado un móvil, el origen de la señal podía rastrearse trilaterando las antenas de telefonía que le daban cobertura. Los agentes de la NSA podían así conocer en tiempo real la localización exacta del objetivo en cualquier lugar de este pequeño mundo cada vez menos azul. Echelon era el auténtico Gran Hermano de las pesadillas de George Orwell. Un sistema capaz de controlarnos a todos, hasta un punto difícil de imaginar.

Según sus defensores, la temible red de la NSA podía prevenir actos terroristas y localizar a criminales antes de que pudieran actuar. Pero, aunque eso fuera cierto, Echelon suponía un ataque directo contra la libertad individual, pues no distinguía a priori entre culpables e inocentes. Para evitar este tipo de abusos se hizo Ned periodista. Ya que nadie puede luchar individualmente contra tan grandes poderes, lo mejor que podía hacerse era estar informado e informar. Para eso estaban ahí los periodistas: para exponer la verdad y permitirnos a todos actuar en consecuencia.

Por desgracia para Ned Horton, él era ahora, más que nunca, una presa del sistema. Había descubierto algo. Eso resultaba patente. En la sede de la NSA, situada en Fort Meade, Maryland, un informe sobre Ned estaba ya en la mesa de un general del servicio de inteligencia. Éste aún no lo había leído, porque acababa de regresar de su almuerzo. El agente que había traído el informe y le esperaba en su despacho dijo solamente tres palabras, nada más entrar el general:

—Noventa y siete.

Éste cambió su expresión amable por otra en la que se reflejaba una aguda preocupación.

—¿De quién se trata? —preguntó.

—Ned Horton. Un periodista de invest…

—Ya sé quién es —le cortó el general—. Un hombre notable. Sería una lástima que llegara a descubrir algo.

El viejo militar se sentó a la mesa y comenzó a leer el dosier. Era escueto. Tardó sólo unos minutos en tener una idea precisa del asunto.

—Comprendo —dijo—. Quizá sea una amenaza.

—Entonces… ¿Tengo su permiso para actuar?

—Por el momento limítese a seguir sus pasos y a tenerlo vigilado. Quiero que me tenga informado en todo momento. Le ordeno expresamente que solicite mi confirmación personal antes de tomar cualquier iniciativa contra Horton. Insisto en ello: antes de tomar cualquier iniciativa contra él.

El agente torció el gesto. Aunque no le quedaba más remedio que acatar las órdenes de aquel anciano timorato, al que juzgaba demasiado mayor para el cargo que ostentaba. Un hombre de acción aprende a ser resolutivo y tomar decisiones sobre la marcha. El general quizá fuera así en el pasado, cuando se había convertido en el más joven miembro de la comisión que estudió el cofre hallado en la Luna por Armstrong y Aldrin. Pero de eso hacía mucho tiempo.

—A la orden, señor —dijo el agente con los dientes apretados.

—Espero que nada de esto se nos vaya de las manos…

Ned consiguió a través de internet un billete de avión para el día siguiente, a primera hora de la mañana. Olga y él estaban en el hotel Plaza, preparando el equipaje. Ya había hablado con la asistente personal de Aldrin para solicitar la entrevista. Le dijo que trataría sobre sus negocios espaciales para millonarios excéntricos que han agotado los caprichos en la Tierra y quieren probar algo nuevo, sólo al alcance de sus bolsillos. Aunque a la asistente se lo dijo con más finura. Muy interesada en la petición de un periodista tan famoso como Ned Horton, aceptó sin reservas concederle una hora con el ex astronauta, en su propia casa, cercana a Los Ángeles.

Aldrin era todo un personaje. Después del viaje a la Luna tuvo problemas con el alcohol y estuvo a punto de destruir su relación de pareja y su vida. Pero sus hondas convicciones religiosas le ayudaron a superar la crisis. Algunos decían que estaba loco; otros que era un visionario. En cualquier caso, se trataba sin duda de un hombre brillante, cuyos avances científicos en el campo de la navegación espacial posibilitaron el éxito de la misión Apolo XI.

—La contribución de Edwin Aldrin a la conquista del espacio no ha sido valorada lo bastante —dijo Ned a Olga, mientras encendía su ordenador—. Al menos por el público en general. Casi nadie sabe que es un importante científico e ingeniero, además del segundo hombre en pisar la Luna.

Por su labor de periodista de investigación y su propio carácter, Ned conocía todo tipo de datos y curiosidades, que le encantaba compartir con los demás.

—Yo creía que los astronautas eran pilotos de pruebas —dijo Olga—. Casi unos aventureros, amantes del riesgo, sin más.

—Nada de eso. Los primeros que fueron reclutados por la NASA, cuando era militar, quizá correspondían con ese perfil. Pero los que vinieron después ya no. La gente admira a los deportistas de élite y a los actores de Hollywood y se olvida de esos hombres y mujeres excepcionales que unen el entrenamiento físico de primer nivel con una formación intelectual sobresaliente. ¿A que me ha quedado bien el discurso?

—Se nota que eres escritor… El sistema operativo ya se ha cargado.

—Perfecto. Pues vamos a atar el último cabo suelto que nos queda por ahora: Stephen Lightman. El caso es que ese nombre me resulta familiar…

La conexión inalámbrica a internet estaba activa. Ned abrió Google, esa especie de Oráculo de Delfos moderno, y tecleó el nombre que aparecía en el sobre que Armstrong encontró en la Luna.

Casi al instante, aparecieron ciento ochenta y seis resultados. Habría sido suficiente con el que encabezaba la lista. Al verlo, Ned se quedó petrificado durante unos segundos. Olga le agarró del brazo y lo sacudió para que volviera en sí.

—¿Qué te pasa? ¿Es que has visto un fantasma?

Ned sacudió la cabeza y luego se volvió hacia ella, sentada a su lado.

—No he visto un fantasma, pero casi… Acabo de recordar de qué conozco el nombre de Stephen Lightman. Es un científico que trabaja en el viaje en el tiempo.

—¡Eso cuadra con el contenido de las cintas! —dijo Olga, entusiasmada; pero enseguida recapacitó para añadir—: Pero es imposible…

—A decir verdad, yo ya no sé qué es imposible y qué no. Hace un par de años conseguí infiltrarme en el Área 51. ¿Sabes de qué te hablo?

—Sí, claro, la base secreta de los extraterrestres. He visto Expediente X. Aunque es sólo un mito, ¿no?

—En absoluto. Lo de los extraterrestres, sí, pero la base existe en la realidad. Es un complejo gigantesco en medio del desierto de Nevada. Antiguamente estaba borrada de los mapas, hasta que llegó Google Earth con sus imágenes aéreas, y los militares tuvieron que fastidiarse.

Ned accedió a la primera página en que se mencionaba al profesor Lightman. Sólo hacía referencia a una publicación antigua sobre la teoría de supercuerdas y la undécima dimensión, una parte de la física cuántica relacionada con la esencia íntima del espacio-tiempo. El resto de los enlaces eran referencias similares, o sobre datos académicos de varias universidades prestigiosas. Todas ellas tenían otro punto en común: ninguna decía a qué se había dedicado el genial investigador a partir de finales de los años noventa. Era como si Stephen Lightman se hubiera retirado por completo del mundo. Los enlaces de la segunda página de resultados contenían más de lo mismo. Hasta que Ned abrió el penúltimo.

—¡Oh, Dios mío…!

Se sintió como si le hubieran derramado encima un jarro de agua fría. La página mostraba un obituario en el que se recogía la noticia del fallecimiento del profesor. Fue poco después de los atentados del 11-S. Al parecer, Lightman había muerto en un accidente de automóvil en Massachusetts.

—Esto lo cambia todo. El hombre al que estaba dirigido el sobre ya no vive…

Ned estaba conmocionado por el golpe. No había contado siquiera con esa posibilidad.

—Eso no tiene sentido… —dijo Olga.

—¿A qué te refieres?

—Quienquiera que enviara el mensaje tenía que saber que Lightman estaría vivo para recibirlo.

—Sí, pero para recibirlo a partir de 1969, cuando fue hallado en la Luna.

—Ah, claro… ¿Sería ya entonces un científico importante?

—Buena pregunta. Aunque hay otra más inquietante: ¿Desde cuándo lo envió? Yo vi su nombre en un archivo del Área 51, y eso fue después del 11-S. Lo cual, pensándolo bien, no implica que estuviera vivo aún. Quizá hacía referencia a sus anteriores investigaciones. No lo sé…

—Esperemos que Aldrin tenga alguna respuesta.

—Sí, ojalá. Esto se está complicando cada vez más. Tengo la sensación de no entender nada. Y no me gusta.

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