Kabe estaba de pie, con un grupo de hombres y mujeres junto a una de las mesas del bufé. La atmósfera era cálida, agradablemente perfumada y amenizada con una suave música de fondo. Sobre los asistentes se alzaba una marquesina de madera y cristal, de la que emanaba una antigua forma de iluminación, a gran distancia del espectro corporal de todos, pero que otorgaba a la estancia una atractiva calidez.
El anillo de su nariz le había hablado. Cuando llegó por primera vez a la Cultura, no le había gustado la idea de tener que insertarse un transmisor de comunicaciones en el cráneo (ni en ningún otro lugar). El anillo de su familia era prácticamente lo único que siempre llevaba consigo, por lo que le hicieron una réplica perfecta que también funcionaba como terminal de comunicaciones.
–Siento molestarlo, embajador. Aquí el Centro. Usted que está más cerca,
¿
me haría el favor de decirle al señor Olsule que está hablando con un broche convencional y no con su terminal?
–Sí. –Kabe se volvió hacia un joven vestido con un traje blanco que sostenía una pieza de joyería entre las manos, con el semblante perplejo–. ¿El señor Olsule?
–Sí, ya lo he oído –repuso el hombre, observando detenidamente al homomdano. Parecía sorprendido y Kabe tuvo la impresión de que lo había confundido con una escultura o algún artículo monumental de decoración. Era algo que le ocurría con relativa frecuencia. Cuestión de magnitud y silencio, básicamente. Era una de las pegas de ser un trípedo piramidal negro y reluciente de tres metros y pico de estatura, en una sociedad de bípedos escuálidos de piel mate y dos metros de altura. El joven miró de nuevo el broche–. Hubiera jurado que era...
–Perdóneme, embajador –dijo el anillo–. Gracias por su ayuda.
–Ah, de nada.
Una centelleante bandeja se acercó flotando hasta el joven, se inclinó frente a él en una especie de reverencia y dijo:
–Hola. Aquí el Centro otra vez. Lo que tiene aquí, señor Olsule, es una pieza de azabache con forma de cerepelo, esmaltada con platino y sumitio. Del estudio de la señora Xossin Nabbard, de Sintrier, seguidora de la escuela Quarafyd. Un trabajo fino de arte sustancial. Pero, desgraciadamente, no es un terminal.
–Vaya. ¿Y dónde está mi terminal, entonces?
–Se ha dejado todos los dispositivos en casa.
–
¿
Por qué no me han avisado?
–Usted no me lo pidió.
–¿Cuándo?
–Ciento veinti...
–Bueno, da igual. Sustituye... ejem... cambia esa instrucción. La próxima vez que salga de casa sin un terminal, que me monten un escándalo o algo.
–Muy bien. Así será.
–A lo mejor debería ponerme un cordón. Uno de esos implantes.
–Innegablemente, olvidar la cabeza sería harto complicado. Y, entretanto, yo le propondría uno de esos controles remotos de a bordo para acompañarlo el resto de la velada, si lo desea.
–Bien, de acuerdo. –El joven dejó el broche donde estaba y se volvió hacia la mesa del bufé–. Bueno, ¿esto se puede comer...? Vaya, se ha ido.
–Las membranas móviles –dijo la bandeja, flotando en el aire.
–¿Eh?
–Ah, Kabe, mi querido amigo. Aquí estás. Muchas gracias por venir.
Kabe se volvió sobre sus pasos para encontrarse con el dron E. H. Tersono flotando junto a él, a un nivel algo por encima de la cabeza de un ser humano y por debajo de la de un homomdano. La máquina medía poco menos de un metro de estatura, y la mitad en anchura y fondo. Su armazón rectangular con aristas redondeadas era de una delicada porcelana rosa en un entramado de petrelumen azul brillante. A través de la superficie traslúcida de porcelana, se podían apreciar los componentes internos del dron, como sombras ocultas en su piel de cerámica. Su campo de aura, confinado a un reducido volumen situado justo bajo la base plana, era un suave rubor magenta que, si Kabe no recordaba mal, significaba que estaba ocupado. ¿Ocupado hablando con él?
–Tersono –respondió–. Sí. Bueno, tú me invitaste.
–Lo hice, es cierto. Solo se me ocurrió más tarde que pudieras malinterpretar mi invitación y pensar que era una especie de citación, o incluso una reclamación imperiosa. Claro que, una vez enviada...
–Ya. ¿Quieres decir que no era una reclamación?
–Era más bien una petición. Es que tengo que pedirte un favor.
–¿Ah, sí? –Eso era toda una novedad.
–Sí. ¿Podríamos hablar en un lugar más privado?
Privado,
pensó Kabe. No era una palabra que sonase demasiado en la Cultura. Posiblemente, se utilizase en el contexto sexual más que en cualquier otro. Y ni siquiera entonces.
–Por supuesto –repuso–. Te sigo.
–Gracias –dijo el dron, flotando hacia la zona de popa mientras ascendía para observar por encima de las cabezas de la gente reunida en el espacio de funciones. La máquina viró de un lado al otro, indicando claramente que estaba buscando algo o a alguien–. En realidad –dijo–, nos falta quórum... Ah. Ya estamos. Por aquí, embajador Ischloear.
Se acercaron a un grupo de humanos agrupados en torno al mahrai Ziller. El chelgriano medía tanto de largo como Kabe de alto, y estaba cubierto de pelo, que se difuminaba desde el blanco del rostro hasta el marrón oscuro de la espalda. Tenía constitución corporal de depredador, con grandes ojos penetrantes y amplias mandíbulas. Sus patas traseras eran largas y fuertes. Una cola de rayas entrelazada con una cadena de plata se escondía entre ellas.
Donde sus lejanos ancestros habían tenido dos patas medias, Ziller tenía una sola extremidad, parcialmente cubierta por un chaleco oscuro. Sus brazos eran muy similares a los de un humano, aunque estaban recubiertos de pelo dorado y terminaban en grandes manos de seis dedos, que más bien parecían pezuñas.
En cuanto él y Tersono se unieron al grupo que rodeaba a Ziller, Kabe se encontró atrapado por otro balbuceo de conversación confusa.
–Claro que no sabes a lo que me refiero. No tienes contexto.
–Absurdo. Todo el mundo tiene un contexto.
–No. Se tienen entornos o situaciones. Esto no es lo mismo. Tú existes. Eso no se puede negar.
–Vaya, pues gracias.
–Claro. De lo contrario, estarías hablando contigo mismo.
–Estás diciendo que, en realidad, no vivimos, ¿no es eso?
–Depende de lo que se entienda por vivir. Pero sí, digamos, que sí.
–Es fascinante, apreciado Ziller –dijo E. H. Tersono–. Me pregunto...
–Porque no sufrimos.
–Porque apenas parecéis capaces de sufrir.
–¡Bien dicho! Pero, ahora, Ziller...
–Bah, esa es una discusión muy antigua...
–Pero la capacidad de sufrir es la única que...
–¡Eh! Yo he sufrido. Lemil Kimp me rompió el corazón.
–Cállate, Tulyi.
–...la única que te hace sensible, o lo que sea. No es el sufrimiento en sí.
–¡Pero lo hizo!
–¿Una discusión antigua, dice, señora Sippens?
–Sí.
–¿Antigua equivale a mala?
–Antigua equivale a desacreditada.
–¿Desacreditada? ¿Por quién?
–No es quién, sino qué.
–¿Y ese «qué» es...?
–La estadística.
–Bien, pues ya lo tenemos. La estadística. Bueno, ahora, Ziller, querido amigo...
–No puedes estar hablando en serio.
–Creo que ella cree que es más seria que tú, Zil.
–El sufrimiento desfavorece más que ennoblece.
–¿Y esa aseveración deriva en su totalidad de la supuesta estadística?
–No. Verás que también se necesita inteligencia moral.
–Uno de los prerrequisitos de la sociedad civilizada, y creo que ya estamos todos de acuerdo. Escucha, Ziller...
–Una inteligencia moral que nos inculca que el sufrimiento es malo.
–No. Una inteligencia moral que se inclina por considerar malo el sufrimiento hasta que se demuestre que es bueno.
–¡Ah! Entonces admites que el sufrimiento puede ser bueno.
–Excepcionalmente.
–Aja.
–Bien, de acuerdo.
–¿Qué?
–¿Sabías que eso funciona en varios idiomas distintos?
–¿El qué?
–Tersono –dijo Ziller, volviéndose al fin hacia el dron, que había descendido hasta la altura de sus hombros y se acercaba cada vez más, intentando atraer la atención del chelgriano a lo largo de los últimos minutos, durante los cuales, su campo de aura se había ensombrecido al azul grisáceo que denotaba una frustración reservada.
El mahrai Ziller, compositor, medio marginado, medio exiliado, se alzó de su butaca y se balanceó sobre sus ancas traseras. Su extremidad media tomó por un instante la forma de una bandeja y depositó el vaso sobre la suave superficie peluda, mientras utilizaba sus extremidades delanteras para estirar su chaleco y peinarse las cejas.
–Ayúdame –pidió al dron–. Estoy intentando hablar en serio y tu compatriota me sale con juegos de palabras.
–En ese caso, le sugiero que desista y la aborde más tarde, cuando se encuentre en un estado de ánimos más serio y menos mordaz. ¿Ya conoce al embajador Kabe Ischloear?
–Sí. Somos viejos conocidos. Embajador...
–Me honra, señor –repuso el homomdano–. No soy más que un periodista.
–Sí. Tienden a llamarnos embajadores, ¿no es cierto? Será por halagarnos.
–Sin duda. Lo hacen con buena intención.
–Aunque a veces, resultan ambiguos –dijo Ziller, volviéndose por un instante hacia la mujer con la que había estado hablando. Ella levantó su copa e inclinó ínfimamente la cabeza.
–Cuando los dos hayan terminado de criticar a sus decididamente generosos invitados... –intervino Tersono.
–Tendríamos la conversión privada a la que te referías, ¿no? –preguntó Ziller.
–Eso es. Démosle el capricho al excéntrico dron.
–Muy bien.
–Por aquí, entonces.
El dron continuó su camino, bordeando la hilera de mesas, hacia la popa de la embarcación. Ziller siguió a la máquina, aparentemente flotando sobre la cubierta, con agilidad y gracilidad sobre su gran extremidad media y sus dos fuertes patas traseras. Kabe se percató de que el compositor todavía llevaba su copa de vino en una mano. Ziller utilizó la otra para saludar a un par de personas que se inclinaron al verlo pasar.
Kabe se sintió muy pesado y torpe en comparación. Intentó erguirse al máximo, para parecer menos voluminoso, pero chocó contra un antiguo y complicado aplique que colgaba del techo.
Los tres se sentaron en una cabina de la popa de la gran barcaza, con vistas a las oscuras aguas del canal. Ziller se había plegado sobre una mesa baja, Kabe se acuclilló plácidamente sobre unos cojines que reposaban en el suelo y Tersono se acomodó sobre una silla de madera, de antiquísima apariencia. Kabe conoció al dron Tersono al inicio de los diez años que llevaba viviendo en el orbital de Masaq, y desde entonces, sabía que le gustaba rodearse de objetos antiguos, como aquella vieja barcaza y su vieja decoración, con sus viejos complementos.
Incluso la composición de la máquina recordaba a una especie de antigualla. Generalmente, en la cultura, cuanto mayor era un dron, más edad tenía. Los primeros ejemplares, que databan de ocho o nueve mil años atrás, eran del tamaño de un humano corpulento. Los modelos siguientes habían ido menguando gradualmente hasta llegar a los drones más avanzados que, durante un tiempo, fueron lo suficientemente pequeños como para guardarlos en un bolsillo. El metro de estatura de Tersono podía sugerir que lo habían construido hacía milenios, cuando en realidad solo tenía unos siglos de edad, y el espacio extra que ocupaba se justificaba por la separación de sus componentes internos, lo que le permitía exhibir mejor la fina transparencia de su poco ortodoxo caparazón de cerámica.
Ziller terminó su copa y extrajo una pipa de su chaleco. La chupó una y otra vez hasta que empezó a salir humo de la cazoleta, mientras el dron intercambiaba comentarios con el homomdano. El compositor todavía intentaba espirar aros de humo cuando Tersono, finalmente, dijo:
–... lo que me ha llevado a solicitar la presencia de los dos hoy aquí.
–¿Y cuál es el motivo? –preguntó Ziller.
–Estamos esperando a un invitado, compositor Ziller.
Ziller miró al dron de arriba abajo. A continuación, echó un vistazo por el amplio camarote y dirigió la vista hacia la puerta.
–¿Cómo? ¿Quién? ¿Ahora? –preguntó.
–No, ahora no. Dentro de unos treinta o cuarenta días. Me temo que aún no sabemos exactamente de quién se trata. Pero será uno de los suyos, Ziller. Alguien de Chel. Un chelgriano.
El rostro de Ziller era básicamente una esfera de pelo con dos grandes ojos negros, casi semicirculares, posicionados sobre una zona nasal gris y rosada, y una boca grande, parcialmente prensil. Ahora mostraba una expresión que Kabe no había visto nunca, aunque debía reconocer que solo conocía por encima al chelgriano, y desde hacía menos de un año.
–¿Va a venir aquí? –preguntó Ziller. Su voz sonó... gélida, fue la palabra que decidió Kabe.
–Exactamente. A este orbital, y, posiblemente, a esta plataforma.
–¿Casta? –dijo, aunque más que pronunciar la palabra, la escupió.
–Uno de los... ¿Tactados? Posiblemente un Entregado –respondió Tersono, con suavidad.
Por supuesto. El sistema de castas chelgriano. Al menos, parte de la razón por la que Ziller estaba con ellos y no allí. El compositor contempló su pipa y espiró otra bocanada de humo.
–Posiblemente un Entregado, ¿eh? –murmuró–. Todo un honor. Espero que conserven su etiqueta de una forma exquisitamente correcta. Ya pueden empezar a practicar desde ahora mismo.
–Creemos que viene a verlo a usted –dijo el dron, removiéndose en la silla sin tocarla, a la vez que extendía un campo de manipulación para tirar de las cuerdas de las cortinas doradas, bajándolas y ocultando las vistas al oscuro canal y a los muelles nevados.
–¿En serio? –Ziller golpeó suavemente con el dedo la cazoleta de su pipa, frunciendo el ceño–. Qué lástima. Estaba pensando en embarcarme en un crucero dentro de unos días. Por el espacio interplanetario. Durante medio año, como mínimo. Tal vez más largo. En realidad, ya lo tenía decidido. Espero que se comuniquen mis disculpas a cualquier diplomático autosuficiente o noble desdeñoso enviado aquí. Estoy seguro de que lo comprenderán.
–Estoy seguro de que no –murmuró el dron.
–Y yo también. Era una ironía. Pero lo del crucero es en serio.