¿Acaso no matan a los caballos? (2 page)

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Authors: Horace McCoy

Tags: #Drama

BOOK: ¿Acaso no matan a los caballos?
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—¿Y por qué voy a dejarlo? —dijo—. El día menos pensado me convierto en una estrella. Mira la Hepburn, o Margaret Sullyvan, o Josephine Hutchinson... pero lo que de verdad haría si tuviera el valor suficiente es tirarme por una ventana, o arrojarme bajo las ruedas de un autobús, o algo parecido.

—Comprendo perfectamente lo que sientes —dije.

—Me choca que a tanta gente le preocupe tanto vivir y tan poco morir. ¿Por qué estos eminentes científicos se devanan los sesos intentando prolongar la vida, en lugar de buscar una manera agradable de acabar con ella? Debe de haber multitud de personas en el mundo como yo que desean morir pero carecen del valor necesario para matarse.

—Te entiendo —interrumpí—, te entiendo muy bien.

Durante un buen rato permanecimos los dos callados.

—Una amiga mía quería convencerme de que participara en un concurso de resistencia de baile, allí en la playa. Ofrecen cama y comida gratis, y mil dólares si ganas.

—Lo de comer gratis me atrae bastante —insinué.

—Pues no es eso lo mejor —dijo—. Un puñado de productores y directores asisten a estos concursos. Siempre puede ocurrir que reparen en una y le den un papel en una película... ¿Qué dices a esto?

—¿Yo? ¿Qué voy a decir? —dije, sin el menor convencimiento—. Soy un bailarín detestable.

—No hace falta que sepas bailar bien. Todo lo que tienes que hacer es moverte constantemente.

—Será mejor que no lo intente. He estado muy enfermo. Cogí nada menos que una infección intestinal que casi me mata. Me dejó muy debilitado. Para ir al retrete tenía que arrastrarme sobre manos y rodillas. Más vale que no lo pruebe —dije, negando con la cabeza.

—¿Y cuándo fue todo eso?

—Hará cosa de una semana.

—Pues ahora ya estás bien.

—Creo que no, será mejor que no me arriesgue. Podría tener una recaída.

—Ya me encargaré yo de que no la tengas —dijo.

—... Tal vez dentro de una semana —dije.

—Entonces ya será tarde. Ahora ya estás lo bastante fuerte —dijo ella.

... Es el juicio y la sentencia

El concurso de resistencia de baile se celebraba en un enorme edificio que había en el muelle de atracciones, en la playa, y que anteriormente había sido una sala de baile abierta al público. Estaba construido sobre unos soportes justo por encima del agua, y bajo nuestros pies el océano golpeaba día y noche, y yo notaba el movimiento continuo de las olas como si mis pies fuesen estetoscopios.

Dentro se encontraba la pista para los concursantes, de unos diez metros de ancho por sesenta de largo, rodeada por todos lados menos uno de sillas de palco, detrás de las cuales estaban las filas de asientos de entrada general. En un extremo del local se levantaba el tablado de la orquesta. Tocaba sólo por las noches y no era demasiado buena. De día aprovechábamos la música que retransmitía la radio, ampliada por los altavoces. Normalmente, el tono pecaba de alto y atronaba en el ambiente de la sala. Teníamos un maestro de ceremonias, cuya misión principal era conseguir que los clientes se encontraran como en su propia casa; dos jueces de pista, que se movían constantemente entre las parejas para hacer cumplir el reglamento, dos enfermeros y dos enfermeras, y un médico de la casa para las urgencias. El médico no tenía el aspecto de un doctor. Era demasiado joven.

Comenzaron el concurso de resistencia de baile ciento cuarenta y cuatro parejas, pero sesenta y cuatro abandonaron ya durante la primera semana. El reglamento exigía bailar una hora y cincuenta minutos sin interrupcion seguida de un descanso de diez minuto, y durante aquel intervalo se podía incluso dormir. Pero aquellos diez minutos debían servir también para afeitarse, ducharse, curarse los pies, o realizar cualquier otra necesidad.

La primera semana fue la más dura. A todos los con cursantes se les hincharon los pies y las piernas, mientras que, debajo, el océano continuaba golpeando, chocando contra los soportes una y otra vez. Antes de que interviniera en este concurso, yo era un enamorado del océano Pacífico: de su nombre, de su grandeza, de su color, de su aroma, y me pasaba horas enteras contemplándolo, preguntándome el número de buques que lo habrían surcado y de los que nunca más se supo, sobre China y los Mares del Sur, soñando con todas esas cosas... Pero ya no lo haría más. Había quedado harto del Pacífico. Y tampoco me importaba demasiado no volver a verlo. «Probablemente no lo vería nunca más. Ya se encargaría de eso el juez».

Algunos concursantes veteranos nos informaron de que el secreto para ganar en un concurso de este tipo era perfeccionar un sistema para aquellos diez minutos de descanso: aprender a comer un bocadillo mientras te afeitabas, leer el periódico en pleno baile, e ingeniárselas para dormir sobre el hombro de la pareja; pero todo esto eran gajes del oficio que requerían práctica. Al principio, todo fueron dificultades para Gloria y para mí.

Averigüé que casi la mitad de los concursantes en este torneo eran auténticos profesionales. Habían hecho del presentarse a todos los concursos de resistencia de bailes que se celebraban en el país una profesión, algunos de ellos incluso hacían autoestop para trasladarse de una ciudad a otra. Los restantes eran jóvenes como Gloria y yo que habíamos acudido al concurso por pura casualidad.

La pareja número trece se convirtió enseguida en nuestros mejores amigos durante el concurso. Se trataba de James y Ruby Bates, procedentes de una pequeña población del norte de Pennsylvania. Aquél era su octavo concurso de baile; habían ganado un premio de mil quinientos dólares en Oklahoma, después de mil doscientas cincuenta y tres horas de ininterrumpido movimiento. Había otros equipos en este concurso que alardeaban de campeonatos de esta clase, pero estaba convencido de que James y Ruby llegarían a la ronda final. Bueno, si el niño de Ruby no venía primero. Tendría un bebé antes de cuatro meses.

—¿Qué le ocurre a Gloria? —me preguntó un día James cuando nos incorporábamos a la pista al salir de los dormitorios.

—Nada que yo sepa. ¿Qué quieres decir? —pregunté a mi vez. Pero yo ya me figuraba de qué se trataba. Gloria había hecho alguna de las suyas.

—Se emperra en repetir que Ruby es imbécil si insiste en tener el crío. Gloria pretende que aborte.

—No comprendo por qué Gloria le habla de ese modo —dije, tratando de apaciguar la tormenta.

—Dile que deje tranquila a Ruby.

Cuando el silbato dio orden de comenzar la hora número doscientos dieciséis, repetí a Gloria lo que me había dicho James.

—¡Que se vaya a paseo! ¿Qué demonios sabe él de todo esto?

—No veo por qué no pueden tener un hijo si lo desean. Esto no nos incumbe —dije—, es cosa de ellos. No me gustaría indisponerme con James. Está muy bregado en estos concursos y nos ha dado buenos consejos. ¿Cómo nos las arreglaremos si se enfada con nosotros?

—Es una vergüenza que esta chica tenga un hijo —dijo Gloria—. ¿Qué sentido tiene tener hijos si no se cuenta con bastante dinero para mantenerlos y educarlos?

—¿Cómo sabes que no tienen dinero?

—Si lo tuvieran, ¿crees que estarían aquí?... Es un problema. Ahora todo el mundo tiene hijos.

—¡Oh!, no todo el mundo —dije.

—Son muchos los que los tienen, demasiados. Tú estarías mucho mejor, con toda seguridad, si no hubieras nacido...

—Tal vez no. ¿Cómo te encuentras? —pregunté, para intentar alejar de su ánimo aquella preocupación.

—Como siempre, fastidiada. Dios mío, las manecillas de ese reloj van muy despacio.

En la parte superior de la plataforma del maestro de ceremonias había un trozo de tela pintado en forma de reloj que señalaba hasta dos mil quinientas horas. En aquel momento la manecilla señalaba la hora doscientas dieciséis. Encima había un rótulo que decía:

LLEVAN BAILANDO ..... 216 HORAS

QUEDAN ......................... 83 PAREJAS

—¿Cómo van tus piernas?

—Todavía un poco flojas —dije—. Esta infección me ha debilitado mucho.

—Algunas chicas dicen que harán falta dos mil horas para ganar.

—Espero que no sea así —dije—. No podría aguantarlo.

—Me estoy quedando sin zapatos —dijo Gloria—. Si no encontramos pronto un patrocinador, acabaremos bailando descalzos.

El patrocinador solía ser una compañía o firma comercial que regalaba unos jerséis con su nombre o el de sus productos escritos en la espalda, y que además se hacía cargo de todas las necesidades de la pareja concursante.

James y Ruby bailaban a nuestro lado.

—¿Se lo has dicho ya? —me preguntó él, mirándome

Asentí con la cabeza.

—Esperad un momento —dijo Gloria cuando los otros comenzaban a alejarse bailando—, ¿Qué es eso de hablar a mis espaldas?

—Dile que nos deje tranquilos —dijo James dirigiendose únicamente a mí.

Gloria intentó decir algo más, pero antes de que pudiera hacerlo, me puse a bailar apartándome de ella. No quería que montara una escena.

—Este hijo de mala madre —dijo ella.

—Está enfadado —dije yo—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—¡Vaya! Voy a decirle cuatro...

—Gloria, ¿quieres hacer el favor de ocuparte de tus asuntos?

—A ver si se callan un poco —dijo una voz. Miré alrededor. Era Rollo Peters, el juez de pista.

—Vete a paseo —dijo Gloria.

A través de mis dedos podía notar la crispación de los músculos de su espalda, del mismo modo que notaba la agitación del mar a través de mis pies.

—Bajen el tono de voz —repitió Rollo—. El público de los palcos puede oírles. ¿Qué creen ustedes que es esto, un tugurio?

—¿Pues qué otra cosa es? —dijo Gloria.

—Vamos, vamos, no hay para tanto —dije yo.

—Les he avisado ya una vez, permanezcan en silencio —dijo Rollo—, Será mejor que no tenga que repetirlo. A los clientes no les gusta.

—¿Ha dicho clientes? ¿Dónde están? —preguntó Gloria.

—¿Es que voy a tener que enfadarme? —dijo Rollo, enojado.

—De acuerdo, nos callamos —dije yo.

Hizo sonar el silbato para interrumpir el baile. Algunos apenas se movían; lo suficiente para no quedar descalificados.

—Estupendo, muchachos —dijo—. Ahora vamos a emprender una carrera de velocidad.

—Una pequeña carrera de velocidad, muchachos —dijo el maestro de ceremonias, Rocky Gravo, por el micrófono. El ruido de su voz a través de los amplificadores inundó la sala, ahogando el rumor de las olas del océano—. Un pequeño recorrido alrededor de la pista. Adelante —dijo a la orquesta, que se puso inmediatamente a tocar.

Los concursantes comenzaron a bailar con un poco más de agilidad.

Aquello duró unos dos minutos y cuando se terminó, Rocky, después de esperar a que terminaran los aplausos, dijo por el micrófono:

—Observen a estos muchachos, damas y caballeros están frescos como una rosa después de doscientas dieciséis horas de bailar en este campeonato mundial de resistencia, una prueba de esfuerzo físico y de habilidad. Disponemos de médicos y enfermeras que los vigilan constantemente y comprueban si están en buenas condiciones físicas. Voy a llamar ahora a la pareja número cuatro, Mario Petrone y Jackie Miller, que nos mostrarán su especialidad. Adelante, pareja número cuatro: ante ustedes, damas y caballeros, la pareja número cuatro. ¿Verdad que tienen buen aspecto?...

Mario Petrone, un italiano muy delgado, y Jackie Miller, una rubia menuda, subieron a la plataforma para recibir los aplausos. Después de hablar con Rocky comenzaron a bailar un claqué muy deslucido. Pero ni Mario ni Jackie parecían muy preocupados por si era malo o no. Cuando terminaron, algunos espectadores arrojaron monedas sobre la pista.

—Sean generosos, señores —dijo Rocky—. Hagan caer una lluvia de plata. Los chicos se lo merecen.

Cayeron unas cuantas monedas más. Mario y Jackie las recogieron y se acercaron a nosotros.

—¿Cuánto habéis recogido? —les preguntó Gloria.

—Cuatro chavos —dijo Jackie.

—¿De dónde sois, muchachos? —prosiguió Gloria

—De Alabama.

—Ya me lo figuraba —dijo Gloria

—Tú y yo deberíamos aprender también alguna especialidad —dije a Gloria—. Conseguiríamos algo de dinero.

—Mejor que no sepáis ninguna —dijo Mario—. Es trabajo extra y no hace ningún bien a las piernas.

—¿Habéis oído hablar de las carreras? —preguntó Jackie.

—¿En qué consisten? —pregunté.

—Unas carreras especiales —dijo ella—. Creo que lo explicarán en el próximo descanso.

—Esto empieza a oler mal —murmuró Gloria.

... Que por el crimen de asesinato

En los vestuarios, Rocky Gravo nos presentó a Vincent Socks
*
Donald, uno de los promotores.

—Escúchenme, chicos —dijo Socks—, que ninguno de vosotros se desanime si no acude demasiado público al concurso. Estas cosas requieren un poco de tiempo para que se hagan populares, y por tanto hemos decidido atraer al público introduciendo alguna novedad. Escuchen ahora lo que vamos a hacer. Todas las noches ofreceremos una carrera. Pintaremos un óvalo sobre la pista y cada noche todos los concursantes correrán por ella durante quince minutos. La última pareja de cada sesión quedará eliminada. Garantizo que esto atraerá al público.

—Atraerá también a la funeraria —dijo alguien.

—Colocaremos algunos camastros en el centro de la pista —dijo el promotor— y haremos que el doctor y las enfermeras estén preparados y a la vista del público durante la carrera. Cuando algún concursante se indisponga y tenga que retirarse momentáneamente, su compañero le compensará efectuando dos vueltas que valdrán por una. Cuando haya más espectadores, ustedes actuarán más a gusto y tendrán más alicientes. Les aseguro que cuando las grandes estrellas de Hollywood empiecen a concurrir esta sala les haremos levantarse de sus asientos... Y ahora, ¿cómo va la comida, muchachos? Si tienen algo que objetar, ésta es la ocasión. Muy bien, muchachos, jueguen limpio con nosotros y nosotros corresponderemos.

Nos dirigimos a la pista. Ninguno de los concursantes tuvo nada que decir acerca de las carreras. Parecía como si pensaran que toda estratagema era válida con tal de que atrajera al público. Rollo vino a mi encuentro cuando me vio sentado sobre la valla. Disponía de dos minutos más de descanso antes de las próximas dos horas de arduo trabajo.

—No se tome a mal lo que dije hace unos minutos. La cosa no va por usted, sino por Gloria.

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