Acceso no autorizado (14 page)

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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

BOOK: Acceso no autorizado
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—No sé qué hacer, Eduardo. Es una pesadilla. A lo mejor podríamos asustarle, dejar algo en su página, una advertencia, que sepa que alguien tiene pruebas de que es él.

—Háblame del tipo.

—«¿… Y cómo es él, a qué dedica el tiempo libre?» Solo le veo en el trabajo, y en los actos sociales del trabajo, casi nunca estamos en las mismas reuniones, a veces sí tomamos café con el mismo grupo de gente, pero nada más.

—¿Qué fama tiene? ¿Qué piensan de él las otras dos personas con que has hablado? ¿Por qué estáis tan seguras de que es él?

—Es muy sociable pero a veces se calla y se te queda mirando como si se riese por dentro. Yo tuve aquella historia de la fiesta. Y si los cíber están cerca de su casa… Además, da igual, sea quien sea hay que pararle.

—Podemos dejarle una advertencia, pero es arriesgado.

—Prefiero eso que seguir como ahora, con la sensación de que estás en sus manos, de que no hay nada que pueda hacer.

Amaya miró su móvil. ¿La hora? ¿Espera un mensaje? ¿Está con alguien?

—Debo irme.

Si le dijera que tengo un secreto, se quedaría. Si le dijera tu secreto. Pero no lo haré.

Ella buscaba al camarero con los ojos.

—Yo pago. —Dijo el abogado—, tienes prisa.

Febrero

Hacía años que Julia Montes y el Irlandés no se veían. Encontrarse con él en esa recepción adonde ni siquiera había pensado acudir la había puesto ligeramente nerviosa. La vicepresidenta entonces tenía treinta y dos, habían pasado veinte años desde que lo dejaron. Después se habían visto, sí, siempre rodeados de otras personas y sin que hubiera incomodidad alguna entre ambos, más bien al contrario, el trato cordial, las bromas, la amistad, resultaban evidentes para cualquiera y no obedecían a ninguna voluntad de representación. Al cabo de un tiempo, sin embargo, el hijo menor del Irlandés murió en un accidente de tráfico y él desapareció del mundo económico. Su presencia en la recepción no tenía que haber sido ninguna sorpresa; hacía varios años que su nombre aparecía ligado a varias fundaciones benéficas y de investigación. No solo era lógico que estuviera ahí sino que la vicepresidenta tendría que haber visto su nombre en la lista que le propusieron. La inquietaba no haber reparado en él pues se había impuesto a sí misma la obligación de estar siempre alerta; no podía permitirse otra cosa. Cuando llegó el momento de saludar al Irlandés no sintió nada especial. Le llamó la atención su corbata de un verde musgo que hacía más brillante el verde de sus ojos claros. Una camisa de cuadros pequeños bajo un traje gris marengo le daba un aire elegante y atrevido. Ambos mantuvieron la compostura, educados, joviales a pesar de los años. Sin embargo, algo había empezado a martillear en su cabeza con insistencia. Las venas le latían en la frente y en la nuca mientras saludaba, sonreía y prestaba atención a comentarios rápidos, insinuaciones, ruegos. La vicepresidenta se sentó a una mesa junto con el vicepresidente holandés de Spiker y la directora general de SAAB Suecia. No es él quien me ha puesto nerviosa. Pero algo he hecho mal. He cometido una equivocación y ahora no soy capaz de dar con ella.

Cuando la directora de SAAB se interesó por el papel de la mujer en las disciplinas científicas en España, la vicepresidenta recordó con nitidez el rostro de Helga, la esposa del Irlandés, y supo qué le estaba pasando. Había tenido muy pocas relaciones con hombres casados, la mayoría en circunstancias atenuantes por tratarse de alguien que ya había empezado los trámites de divorcio o separado de hecho, o bien por ser una aventura intrascendente en un viaje, con el compromiso de no reanudarla una vez en Madrid. El Irlandés fue la única excepción. Un hombre casado y con un hijo, que no se llevaba mal con su mujer ni tenía pactos de infidelidad explícitos o tácitos.

Ella entonces no era vicepresidenta ni tampoco diputada sino solo una técnica de administración con un presente fabuloso. El Irlandés, consultor de una de las principales firmas internacionales, le había enseñado, la había ayudado. También, estaba segura, la había querido. Julia recordó las noches en que salían de trabajar pasadas las diez y cómo fueron encontrando espacios clandestinos, calles donde era prácticamente imposible coincidir con un conocido y donde a veces se atrevían a cogerse de la mano o a pasar el brazo por detrás de la cintura. Entonces no llevaba escolta. Descubrieron un café pequeño y anodino al que solían acudir sentándose siempre al fondo, de tal modo que cuando alguien entraba pudiesen verlo ellos antes que ser vistos. Julia se había atrevido a llevar al dueño del café algunos cedés y allí, bajo una música muy poco acorde con la decoración del local, se pasaban horas hablando de trabajo y deseándose. El Irlandés observaba a Julia con fascinación, ella era consciente y jugaba sus cartas practicando el arte de estar, al menos durante unas horas, a la altura de la imagen idealizada que el Irlandés tenía de ella. Nunca se abandonaba: había puesto un límite de un año a la relación. No se lo dijo a él y eso le facilitaba la tarea de ser generosa, excesiva, brillante. En el fondo era como si no solo estuviera tratando de fascinar al marido sino también a la esposa, como si intentara decirle a ella que no estaba compitiendo, que ya había echado su suerte y pensaba retirarse mucho antes de llegar a la meta. Era su número, sus cinco minutos de gloria, luego desaparecería.

La madre de Julia había sabido lo que significaba que su marido tuviera una amante durante años y ella no estaba dispuesta a repetir la historia, aunque fuera desde el otro lado. Ninguna opción servía: ni permanecer siempre en la sombra ni salir a la luz a arrebatar lo que tampoco deseaba: no quería una vida en familia y la espantaba ser el motivo de una ruptura no anunciada. Por eso se había dado un año durante el cual arder sin importarle consumirse, pues sabía que ya no habría más. Solo una vez vio a la esposa del Irlandés. El pelo muy negro, los ojos castaños rebosantes de luz, los movimientos seguros como si el centro de gravedad de su cuerpo pequeño estuviera en perfecta sintonía con la tierra. Fue en la fiesta de un conocido común. Helga la miró despacio, sospechaba, quizá sabía. Durante un instante, Julia soñó con una complicidad imposible: dirigirse a ella, contarle su plan: esto va a durar un año, faltan solo dos meses, no quiero robártelos, concédemelos, a ti te sobran, juro que luego desapareceré. Pero ¿en nombre de qué iba ella a dárselos? Julia devolvió la mirada a aquella mujer, una de las primeras ingenieras de telecomunicaciones que habían ocupado puestos significativos en la industria y que ahora estaba a cargo de la informática de Ferraz. Sabía que no debía acercarse a ella y no lo hizo. Si Helga le hubiera dicho algo quizá habría sido capaz de renunciar a los fuegos artificiales de las últimas semanas, la intensidad del adiós. Pero se mantuvo callada y durante mucho tiempo sus ojos permanecieron en el pensamiento de Julia. A veces cuando su cuerpo jugaba con el del Irlandés, veía esos ojos oscuros en las distintas esquinas de la habitación. Después del año aún había seguido sintiendo aquella mirada en diagonal, como un alfil.

Y ahora había vuelto a sentirla. Por fin comprendía la razón del martilleo, la incomodidad que le había rondado desde que supo que iba a encontrarse con el Irlandés: era la sospecha de que Helga estuviese detrás de la flecha. Cuando terminó el acto, le preguntó por ella a su directora de comunicación.

—Dejó la informática del partido hace dos o tres años. Creo que tiene una empresa propia. Está divorciada, parece que ahora vive con una mujer.

—¿También informática?

—No sé, Julia. ¿Quieres que pregunte?

La vicepresidenta sacudió la mano.

—No, no, déjalo, no tiene importancia.

Enero

El abogado salió del coche a las doce. Nada en su aspecto dejaba traslucir la excitación, la decisión de darse a conocer. Fumó apoyado en la carrocería, fuera del Mini su cuerpo parecía más grande, como si no fuese a ser capaz de meterlo en el coche otra vez. El pantalón borrosamente planchado, un anorak azul marino heredado de su padre, abierto a pesar del frío, y una camisa gris que parecía absorber la luz de la farola. Dentro del Mini había dejado un pequeño maletín de cuero viejo con el ordenador funcionando. Había habilitado el entorno gráfico, esa noche no se limitaría a explorar el ordenador de la vicepresidenta en modo invisible: se proponía llamar su atención.

Miraba las pantallas a través del parabrisas. El tiempo pasaba sin una señal. Cuando ya iba a tirar el pitillo, en el portátil negro se abrió una ventana con el escritorio de la vicepresidenta. Volvió al coche. Casas en las islas Gambier. En la cara del abogado se dibujó una mueca irónica. Luego se distrajo mirando la casa elegida: el tejado no le gustó, demasiado aparatoso, parecía un gorro de monja. Pero tumbarse en esa hamaca de listones de madera y oír el viento, rodeado de arbustos verdes frente a una playa como no había visto ninguna, debía de ser agradable. ¿Dónde coño estarán esas islas? Memorizó el nombre para buscarlo en otro momento. Después activó la cámara y el micrófono: el rostro de ella apareció en una ventana más pequeña. Te estoy mirando. En ese momento, tal como había planeado, movió el puntero en la pantalla de la vicepresidenta para ser visto.

Se la jugaba, pero quería avanzar. No temía ser descubierto; aunque hubiese dejado huellas, ninguna podía conducir hasta él. Le preocupaba perder el contacto: si ella no le daba una oportunidad, le obligaría a destruir el puente que minuciosamente había tendido. Pero no lo harás. Soy tu centinela, dijo en voz alta mirando el rostro intrigado de la vicepresidenta, que ahora cerraba ventanas y se iba fuera de foco.

Vio un fragmento de su cabeza apoyada en el respaldo de la silla, los ojos dirigidos a la pantalla. Ahora o nunca. Empezó a abrir y cerrar carpetas en el escritorio hackeado. Abrió también una terminal negra y escribió algunas órdenes en ella. El rostro de Julia se acercó de nuevo a la cámara.

—De manera que no conoce mis costumbres. —La oyó decir.

El abogado continuó su danza ligeramente enloquecida por el escritorio. ¿Qué, vas a denunciarme? La vio levantar el brazo, parecía que iba a mover el ratón pero luego el brazo volvió a su sitio. El detuvo cualquier movimiento. Julia bebió algo que podía ser ron con limón, o quizá un simple Trinaranjus. Luego se salió del cuadro otra vez. El abogado subió la sensibilidad del micrófono. Nada. Ni un ruido, ni la voz alejada de la vicepresidenta haciendo llamadas.

Esperó. Daba la sensación de ser un hombre con una paciencia infinita, quieto delante de una pantalla inmóvil como él mismo, sin encender un cigarrillo ni mover una pierna o siquiera suspirar. Pero su pensamiento viajaba a la velocidad de la luz. Si Julia Montes rehúsa entreabrir una ventana para que la envuelva un aire distinto, ráfagas de infiernos helados, religiones de emergencia y napalm muerto, si se niega a oír mi llamada, un grito lejano que no la dejará hasta que ella le plante cara y me atienda, si lleva su ordenador a revisar y me expulsa sin haberme oído…

Movió ligeramente el ratón, la pantalla dejó de estar negra para enfocar de nuevo el respaldo de la elegante silla de madera clara y al fondo una pared borrosa con un cuadro. Tú sabes lo que hay detrás de las puertas. Tú llamaste, te abrieron: ¿qué pasa después? Dentro del coche olía a cerrado; bajó la ventanilla aunque volvió a cerrarla por prudencia en cuanto la vio acercarse. Sintió que le miraba directamente a él; luego, con la misma voz transparente de sus comparecencias pero como si hubiera desaparecido su tensión habitual, ese fondo último de control y dureza, la oyó decir en alto: «¿Quién eres?». Quién soy, rió el abogado por un instante.

Apagó el ordenador y se quedó en el Mini a oscuras. Al mirar la calle procuraba representarse el tendido de cables bajo tierra, llevando señales y electricidad. Vio, como una ráfaga, la cara de su padre. Un cigarrillo caído en un sillón había ardido al parecer durante tres horas mientras su padre dormía en un hostal. No funcionó el detector de humos, murieron los tres huéspedes de ese piso, los tres dormidos, una leve capa de ceniza cubría sus caras cuando les encontraron. El humo no se huele cuando el cuerpo duerme sino que nos aturde y anestesia. Su padre había viajado por motivos de trabajo. Una muerte absurda y chapucera. El abogado, que de niño había querido ser bombero, llegó a pensar en presentarse a las oposiciones para inspector técnico, recorrería todos los hoteles y pensiones comprobando el estado del detector de humos. Luego su padre se fue borrando. Se acordaba de cómo se reía con los chistes absurdos: «Va un caracol y derrapa. Va una canica y vuelca». El abogado puso en marcha el motor y condujo deprisa. Igual me quedan otros cuarenta años, o igual me muero un año de estos como tú. Pudimos habernos encontrado durante más tiempo. Pensó en el chico y en la vicepresidenta. Yo os guardo ahora, soy el segurata por una vez.

Febrero

La vicepresidenta se dirigía a una reunión con varios directores de medios de comunicación en el Sheraton de Rascafría. Estaban ya en las inmediaciones del pueblo pero, al ver el cartel redondo de Coca-Cola anunciando un bar, la vicepresidenta decidió permitirse un cuarto de hora para estirar las piernas e imaginar que disponía de tiempos muertos, intervalos donde lo que estaba pendiente no se agazapaba a la espera sino que dejaba de existir y entonces solo contaban las ramas desnudas, el viento, los charcos helados en el barro. Pidió que detuvieran el coche unos minutos. El conductor podía ir a tomar un café. Entretanto ella daría un mínimo paseo junto a la carretera.

Aunque su escolta la seguía con la discreción habitual, hoy le parecía insuficiente. Encontró un mojón blanco y se sentó ahí, de espaldas al escolta y a la carretera. El perfil de la montaña le hizo pensar en el profesor con quien viajó a Amsterdam. El tenía una vena mística y era capaz de contemplar un paisaje como si en cada piedra pudieran leerse las huellas de un plan divino, trascendente. No se sentía solo, su destino había sido previsto por alguien, esa certeza le serenaba. Pero ella no podía creer en algo así. Nadie nos mira. Cuando estamos solos, estamos solos. A mí me miran los escoltas y, a veces, la flecha.

La vicepresidenta echó a andar hacia el escolta. El, que la conocía, sacó un pitillo y fuego y se los ofreció. Julia volvió al mojón, aspiró el humo con felicidad. Si pudiera quedarme aquí un rato largo. Miró la hora y pensó que podía y que además lo necesitaba. Llamó a Carmen por el móvil.

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