—Tengo un intruso en mi ordenador.
—¿Un virus?
—No. Es un intruso, alguien que me habla.
—¿Una persona?
—Sí, eso parece.
—Ya, ¿quieres que te reinstale el sistema operativo?
—Pues no, por ahora. Pero quiero precaverme. Si llega un momento en que necesito quitarlo, saber qué tendría que hacer.
—El hacha. En el mundo anglosajón lo llaman scram, el apagado de emergencia de un reactor nuclear, pero también vale para cuando hay que hacer algo de forma expeditiva, cerrar todas las puertas y ventanas muy rápido. Son tres pasos, ¿te los apunto?
—Sí…, apúntalos. De todas formas, no se trata de cerrar puertas y ventanas. Eso me dejaría incomunicada. Lo que quiero es poder borrarlo, que no vuelva.
—Borrarlo, menuda cosa. —Max bebió cerveza y la miró—. Eso nunca es fácil, ¿no? Te cansas de un amigo y no puedes hacer que se desmaterialice. Ahí sigue. Puedes dejar de coger el teléfono cuando llame, o eliminar algunos archivos, pero él sigue existiendo, si quiere irá a buscarte, o no hará nada.
La vice escondió las manos dentro de las mangas largas del jersey. Era un gesto de repliegue que había abandonado deliberadamente en la vida pública. De hecho, el largo de manga de la mayor parte de sus blusas y chaquetas se quedaba en el antebrazo, como si quisiera dar la sensación de estar siempre remangada, dispuesta a hacer frente a cualquier tarea. Solo en su casa, o a veces reunida con sus colaboradores más cercanos, aún regresaba a aquella costumbre adolescente de meter las manos en el caparazón.
—¿Tú eres un hacker? —Preguntó.
—No. Aunque también te digo que una de las primeras normas de un hacker es no ir por la vida presumiendo de serlo.
—Háblame de ellos. ¿Qué buscan en los ordenadores de los demás?
—Más que en ordenadores, los hackers penetran en sistemas. No suelen buscar a la persona que hay detrás de la máquina, sino solo la máquina. Buscan agujeros, fallos.
—Pues visto así, es un poco siniestro, cenizo, vaya. Una especie de gusto por lo mal hecho.
—Depende. —Dijo Max—. A veces los fallos de un monstruo ayudan a librarse de él. Buscan los fallos porque les permiten rebasar límites que, según piensan, no tendrían que estar ahí.
—Se aprovechan de los errores ajenos.
—Puede ser. Pero tienen sus reglas. No actuar por venganza ni por intereses personales o económicos. No dañar un sistema intencionadamente. No hackear sistemas pobres que no puedan reponerse de un ataque fuerte.
—¿Y las cumplen?
—Los que yo conozco, sí. De todas formas, cada vez hay menos. Antes, ya sabes, era distinto. Internet empezaba. Era una red de caminos y los caminos son libres. Ahora las empresas y los Estados quieren controlar no solo adónde vas sino por dónde pasas y en qué medio de transporte. Qué te voy a contar.
Hablaron durante más de una hora. La vicepresidenta mostró a Max los códigos que había copiado.
—Son trozos de una herramienta para encubrir procesos —dijo Max—. No parece un chaval inexperto cortando y pegando órdenes que no entiende.
Max guardó silencio. La vicepresidenta pensó que estaba observando su pelo, tenía penachos como crestas de un pájaro tropical, no se había ocupado de peinarlo en todo el día. Pero Max la estaba mirando a ella.
—Ten cuidado. —Le dijo—. Si tienes un intruso, sabrá muchas cosas de ti.
—Es solo mi ordenador personal.
—¿No te conectas desde aquí a tu trabajo, desde esta misma red?
—No, son líneas distintas.
—Menos mal. Otra cosa: ¿tu ordenador tiene cámara?
—Sí, pero la he desactivado, ya veo demasiadas cámaras a lo largo del día.
—Pero si alguien ha entrado en tu ordenador, puede haberla activado haciendo que en la interfaz gráfica te siga pareciendo que está desactivada.
—¿Podrías comprobar eso?
—Sí, aunque puede que la active y desactive cada vez.
—¿Y si tapo la cámara con un trozo de cinta aislante?
—Perfecto. Tu intruso, que sepamos, solo tiene acceso virtual. Y en todo caso, si alguien quita la cinta, te darás cuenta.
—Claro que solo tiene acceso virtual. Vivo rodeada de escoltas. No te preocupes.
—¿Por qué dejas que se quede?
—Cansancio, supongo. Es largo de contar.
Max empezó a ponerse la chaqueta y escribió algo en un papel.
—Toma, es una dirección de correo que uso solo con algunas personas. Si pasa algo raro me escribes ahí desde otro ordenador. Ah, cuando tapes la cámara, procura tapar también el micrófono, si no está integrado suele estar cerca.
Max se fue y la vicepresidenta volvió al ordenador. Aquella máquina se había convertido en algo vivo, algo que podía sorprenderla, acompañarla. ¿Cómo renunciar a eso? ¿Podía explicar a un chaval de veintipocos años que esperaría de su tía madurez, resignación, trajes de chaqueta, inteligencia, astucia, silencio y el dulce desprenderse de la vida hacia la muerte, que estaba temblando como si le hubiera sido concedido un don, una presencia excitante y capaz, al mismo tiempo, de aquietarla? Al principio solo parecía un juego, pero el documento del piloto no obedecía a un plan, los accidentes no se preparan y en cambio alguien había pensado en lo que ella necesitaba y se lo había dado sin que mediaran órdenes ni un sueldo. Dime que es así, que nadie está pagándote al otro lado y diciendo lo que debes hacer. Dime que si un día te pido ayuda para algo que no sea fruto de la inercia, me ayudarás.
Intrigada, Julia miró hacia el punto de cristal en la parte superior de la pantalla. Ningún destello, pero no recordaba si en su cámara se encendía una luz cuando estaba grabando. Se dirigió con decisión al armario donde guardaba la caja de herramientas. Cortó un trozo de cinta aislante negra, volvió con él al salón y sin dudar, en un gesto rápido, lo puso sobre la lente de la cámara. Tapó también el pequeño círculo del micrófono. Después movió el ratón para que el negro liso del salvapantallas desapareciera. Y lo vio, esta vez no era un documento sino un archivo de vídeo o un mp3. Eso la descolocó, sintió de nuevo que estaba yendo demasiado lejos, que no se lo podía permitir. Se imaginó pulsando y encontrando un vídeo con imágenes desagradables. Pese a todo, sin comprobar siquiera de qué tipo de archivo se trataba, pulsó el icono. Música. Unos acordes obscenos como armas, disparos con ritmo, pensó. Y luego aquella voz: «Mother, tell your children no to walk my way, tell your children not to hear my words (…) Mother, can you keep them in the dark for life, can you hide them from the waiting world». Di a tus hijos que no sigan mi ejemplo, que no oigan mis palabras. ¿Puedes mantenerlos en la oscuridad por siempre, esconderles del mundo al acecho? La vicepresidenta miró el pequeño pedazo negro de cinta aislante, le daba seguridad saber que no la estaban viendo, y unió su voz a la que ahora decía: «Mother, tell your children not to hold my hand». Aquello no era rock sino algo más oscuro y denso. Sin embargo, le gustaba la voz, parecía estar llamándola.
El abogado abandonó la ensenada y se dirigió a un bar pequeño no lejos de allí. El ruido de las olas le seguía como una respiración. Era martes, el bar estaba casi vacío. Bufandas. El dueño las coleccionaba, bufandas de fútbol. Los dueños de bares con cierta frecuencia coleccionan cosas. Supuso que no tanto para ellos como para los clientes, que quizá se acordaran de traerles algo cuando estuvieran lejos. El abogado había acudido a un congreso sobre empresas de seguridad en Málaga. Y después se había tomado un día libre. Quería estar solo.
—¿Caña? —Dijo un hombre de su edad al otro lado de la barra.
—Sí, gracias.
El bar era oscuro, podría haber estado en cualquier parte y no a menos de cinco minutos de esa esquina del mar. Se sentó en la última mesa, la que estaba más lejos de la puerta. Ver el cuadro, verse minúsculo en aquel pueblo. En su cabeza oyó a Amaya con nitidez, imitaba uno de esos discos de relajación: «Disipa la gravedad, siéntete como una de esas motas difusas en un cuadro impresionista: de lejos forman el dibujo, son un trozo concreto de sombrero, de agua, pero de cerca no significan nada, un manchurrón. Imagina el cuadro entero, quítate importancia, eres un manchurrón, eres un manchurrón…».
El abogado se metió en sus recuerdos. Amaya y él pegaban carteles comunistas a las tres de la madrugada.
—Ahí. —Señalaba ella el centro de una pared con un rótulo escrito: «Prohibido fijar carteles».
—Pero eso es provocar.
—Eso es enseñar. Marcar el territorio. Si cedes te acorralan.
—Soy demasiado precavido. —Se disculpaba él.
—Yo creo que nadie es nada. O que somos programas abiertos, los hechos nos van cambiando.
Y entretanto, ya estaban pasando la escoba untada de cola sobre la palabra «prohibido». Eso a él le producía una euforia nerviosa y no paraba de hablar.
—¿Te has fijado en esas películas con escena de un incendio en un pueblo? Siempre aparece alguien que organiza la extinción del fuego para que ningún cubo se quede sin usar. I lace que no se agolpen todos en la boca de agua ni ataquen el fuego a lo loco sino por las zonas críticas. A lo mejor yo estoy hecho para eso.
—Dale con tu vocación cristiana. Puedes ser un rato uno de esos tipos, pero no hay fuegos todos los días. Algo más tendrás que hacer, ¿no?
El abogado terminó su cerveza y volvió a la barra. El hombre estaba ocupado con la caja registradora.
—¿Puedo invitarle a una caña?
—Puede.
—¿Usted tiene sentido del humor?
El hombre rió.
—¿A cuánto me lo paga?
—¿No le vale con una caña?
—Joder, que soy camarero.
—¿El bar es suyo?
—A medias con alguien.
—Usted sabe lo del cuadro, ¿no?
—No.
—Sí, hombre, tomar distancia, ver que solo somos manchurrones, que, como dijo aquel escritor, «Todo es terrible, pero nada es serio». Antes yo veía el cuadro; pero desde hace linos días la cámara desciende, continente, país, ciudad, pueblo: ahí, en un punto exacto estoy yo, y soy una pieza clave, como en esos puzzles de cinco mil en los que basta con que se pierda una para que el resto carezca de sentido.
—No le creo.
—Exagero, pero usted sabe de qué hablo.
—¿Qué ha pasado?
—Eduardo. —Dijo y tendió la mano.
—Juan. —Replicó el hombre, que le sacaba casi dos cabezas.
—Hay un chico. —Dijo el abogado—. Tiene problemas, no quiere que le ayude. Y yo ni siquiera sé cómo hacerlo.
—¿Por qué no quiere que le ayude? ¿Orgullo?
—No, si fuera por orgullo, no le haría caso. Es por miedo.
—¿Y usted no tiene miedo?
—Sí, mucho. Por él y por mí.
—A veces no intervenir es una forma de intervenir.
—¿Una forma buena o mala? ¿Y por qué a veces? ¿Qué veces?
El hombre no contestó.
El abogado pensó en todas las historias que habría escuchado ese hombre, principios sin final, desenlaces distorsionados por la angustia. Sintió una gratitud redonda como una canica, sin melladuras ni cabos sueltos.
—Dígame una cosa: las bufandas, ¿las colecciona por usted, o por las personas que cuando viajan se acuerdan de usted y se las traen?
—¿Usted quiere traerme una bufanda? —Dijo el hombre.
—Sí, me gustaría.
—Pues hazlo. —Dijo.
El abogado rió.
—¿Tienes una tarjeta de este bar, o un número de teléfono?
El hombre se lo apuntó en el reverso de un posavasos de cerveza. El abogado se marchó hacia la parte alta del pueblo. Recordaba un mirador desde donde podía verse el perfil de la costa durante varias decenas de kilómetros. Junto a esa perspectiva esperaba encontrar una visión más ajustada de sí mismo.
Se sentó en uno de los dos bancos de piedra de la plaza semicircular. El mar debía de estar picado, aunque desde la altura apenas percibía las pequeñas muescas blancas. No le preocupaba el juicio, esperaba que absolvieran al chico. Pero la historia de las escuchas y los hindúes, o los indios, era diferente. Llevaba demasiado tiempo manteniéndose alejado del lugar donde empieza el peligro, donde ya no se hace pie y el agua está oscura. En sus años de acción, una vez saltó la valla de una empresa periodística para poner pegamento en las cerraduras porque al día siguiente había huelga. Iba, de nuevo, con Amaya, sabían que habría vigilantes de seguridad y acordaron dividirse el trabajo. Ella, más experta, rellenaría las cerraduras mientras él les vigilaba de cerca y, llegado el caso, les distraía. Todo fue más o menos bien hasta que le atacó un perro y él no supo reaccionar. Entonces vio cómo zarandeaban a Amaya. Cuando logró zafarse del perro corrió hacia ellos, les detuvieron. Amaya pasó dos noches en comisaría porque tenía antecedentes. El salió antes. Fue a recoger a Amaya cuando la soltaron, parecía estar mordisqueando un trozo de hierba seca con la esquina de la boca a punto de sonreír. Poco después, él abandonó la organización comunista y también dejó de verla. Quizá su orgullo no había podido soportar la impotencia, no haber sabido qué hacer. También estaba el paso del tiempo, el agotamiento del impulso y la temeridad juvenil. Junto con Amaya, había otros compañeros que siguieron y él los dejó atrás, se dio muchas razones, sí: políticas, por desacuerdos; el tiempo, sentimentales, porque ya no resistía seguir siendo el confidente de Amaya, su camarada y nada más. Pero también lo había dejado como a veces uno se abandona y deja de llevar los hombros estirados, la espalda erguida.
Durante toda la carrera había intentado demostrar a su entorno que podía ser abogado, que no iba con los polis sino con los ladrones. Su padre había muerto en un accidente estúpido poco antes de que él entrara en la organización. Cuando la dejó, con lentitud, los escasos días en que su padre había hablado del trabajo comenzaron a rebobinarse en su cabeza. Aunque su padre no había sido uno de esos hombres que con orgullo aconsejaban a sus hijos seguir sus pasos y entrar en el cuerpo, tampoco era de los que se avergonzaban, de los que se proponían invertir cada euro sobrante en lograr que los hijos rebasaran su propio horizonte profesional. No se avergonzaba de su profesión sino de cómo le obligaban a ejercerla. «No quiero ser el mamporrero de nadie. No estamos aquí para barrer la basura». Sin embargo, nunca se enfrentó, no había encontrado el modo. Malas experiencias en el sindicato le habían llevado a abandonar las reivindicaciones corporativas. «Un animal herido que se aparta», así se había descrito su padre. No herido por un arma concreta sino por el ejercicio cotidiano de una profesión traicionada. En una discusión donde el adolescente cargado de ideales recriminó a su padre la resignación y cierta complicidad con las partes más negras del sistema, se limitó a responder: «Ya no», para luego añadir: «¿Dónde están los que se rebelan? No están. O ceden o se largan».