La lluvia llegó con el mediodía. Tras las ventanas cerradas y con la luz apagada, el Conde había sentido la agresión del hambre y la molicie del calor estival y se había echado en la cama del cuarto de Mary Welsh a esperar el fin del chaparrón. ¿Cuántas veces se habría hedió el amor en esta cama? ¿Cuántas la habrían profanado algunos de los empleados del museo para sus correrías extramatrimoniales? Su registro del lugar había durado apenas dos horas, pero le bastaron para convencerse de que necesitaba saber mucho más sobre la historia de los huesos hallados si pretendía que alguno de los objetos o papeles allí existentes, dueño cada uno de su propia historia y de un lugar en la historia de Hemingway, le hablara en un lenguaje conocido, de algún modo revelador. La pesquisa, sin embargo, le había confirmado tres sospechas. La primera resultaba previsible: en aquella casa existían algunos libros capaces de alcanzar magníficos precios en los mercados habaneros para los que el Conde trabajaba. Luego, que Hemingway debía de tener algo de masoquista si era cierta la historia de que escribía de pie, con la Royal Arrow portátil sobre un librero, porque escribir —bien lo sabía el Conde— es de por sí bastante difícil como para convertirlo en un reto físico, además de mental. Y, para terminar, que a su masoquismo Hemingway podía agregar algo de sadismo, pues todas aquellas cabezas muertas, diseminadas por las paredes de la casa, arrastraban demasiado sabor a sangre derramada en vano y a violencia por el placer de la violencia como para no sentir cierta repulsión hacia el autor de tanta muerte vana.
Eran cerca de las cuatro cuando los golpes en la puerta lo despertaron y, como un sonámbulo, el Conde fue hasta la sala y se topó con el rostro nervioso del director del museo.
—Pensé que le había pasado algo.
—No, es que me aburrí.
—¿Encontró algo?
—Todavía no sé. ¿Ya escampó?
—Está escampando.
—¿Y los policías?
—Se fueron cuando empezó a llover. Aquello es una laguna.
—¿Usted va para La Habana?
—Sí, para Santos Suárez.
—¿Me adelanta? —se arriesgó el Conde.
Tal como lo temía, Tenorio habló todo el tiempo: en verdad parecía conocer al dedillo la vida cubana de Hemingway y no tenía pudores para presentarse como un admirador irresoluto del escritor. Bueno, para vivir con él y de él, es lo mejor, pensó el Conde y lo dejó hablar, mientras acumulaba las informaciones en su cerebro embotado por la debilidad y el sueño.
—A nosotros, los hemingwayanos cubanos, nos interesa mucho que todo esto quede bien claro. Por lo menos yo estoy seguro de que él no fue…
—¿Los hemingwayanos cubanos? ¿Qué es eso, una logia o un partido?
—Ni una cosa ni la otra: somos gentes a las que nos gusta Hemingway. Y hay de todo: escritores, periodistas, maestros y amas de casa y jubilados.
—¿Y qué hacen los hemingwayanos cubanos?
—Pues nada, leer a Hemingway, estudiarlo, hacer coloquios sobre su vida.
—¿Y quién dirige eso?
—Nadie…, bueno, yo un poco organizo a la gente, pero no los dirige nadie.
—Es la fe por la fe, pero sin curas ni secretarios generales. No está mal eso —admitió el Conde, admirado por la existencia de aquella cofradía de crédulos independientes en un tiempo de incrédulos sindicalizados.
—No es fe, no. Es que era un gran escritor y no el ogro que a veces pintan. Y usted, ¿no es hemingwayano?
El Conde debió meditar un instante antes de responder.
—Lo fui, pero devolví el carnet.
—¿Y es policía o no es policía?
—Tampoco. Es decir, ya tampoco soy policía.
—¿Y entonces qué cosa es? Vaya, si se puede saber.
—Ojalá lo supiera… Por lo pronto estoy seguro de lo que no quiero ser. Y una de las cosas que no quiero ser es policía: he visto demasiada gente volverse hijos de puta cuando su trabajo debía ser joder a los hijos de puta. Además, ¿ha visto usted algo más antiestético que un policía?
—Es verdad —admitió Tenorio luego de pensarlo.
—Y como hemingwayano convencido, ¿qué piensa usted de esta historia?
—Lo que pasó con ese hombre muerto es un misterio. Pero estoy seguro de que Hemingway no lo mató. Lo sé porque he hablado mucho con los viejos que lo conocieron. Hablé mucho con Raúl Villarroy cuando estaba vivo, con Ruperto, el patrón del
Pilar
, y también con Toribio Hernández, el encargado de los galios de Hemingway…
—¿Toribio el Tuzao? ¿Está vivo todavía? —se extrañó el Conde. Por su cuenta y sus recuerdos, aquel hombre debía de andar por los doscientos años, tal vez más.
—Vivo y cuenta cosas terribles de Hemingway, aunque es un poco mentiroso y dice lo que le parece…
Pues hablando con esa gente me di cuenta de que Hemingway era mejor persona de lo que parecía. A todos ellos él les había hecho algún gran favor en la vida. Y aquí incluyo a muchos de sus amigos. A todos los empleados les había hecho favores muy concretos: a unos les había perdonado faltas graves y los había dejado trabajando en la finca, a otros los ayudó en situaciones difíciles. Y les pagaba muy bien. Por eso casi todo el que trabajaba con él era capaz hasta de matar si Papa se lo pedía.
—¿También de matar?
—Es un decir… —el director comprendió que quizás se había excedido y ajustó la mira de su disparo—. Pero sí, algunos de ellos yo creo que eran capaces de morirse por él.
—Eso suena a Vito Corleone. Te hago un favor y luego eres mi incondicional. Es una manera de comprar a la gente.
—No, la cosa no es así.
—A ver, convénzame…
—Raúl Villarroy. Cuando Hemingway llegó a la Vigía, Raúl era un huérfano mataperros que se estaba muriendo de hambre. Hemingway casi lo adoptó. Le cambió la vida, lo hizo persona, lo ayudó a construir su casa, fue el padrino de su hija…, y claro que Raúl veía por los ojos del patrón. Aunque no era el único. Ruperto todavía lo venera, igual que el gallego Ferrer, el que era su médico. Y el mismo Toribio, con todo lo que diga, hubiera hecho cualquier cosa que Hemingway le pidiera. Y bueno, ¿qué le pareció la casa por dentro?
El Conde miró a la calle, todavía mojada por la lluvia reciente y trató de asimilar el modo en que Hemingway podía manejar la gratitud. Aquella relación de dependencia podía ser el inicio de una trama peligrosa.
—¿Había entrado antes? —insistió Tenorio, negado a irse sin su respuesta.
—No. Todo muy interesante —dijo el Conde para salir del paso.
—Claro, no vio las armas.
—No. ¿Están en la torre, verdad?
—Sí, algunas… ¿Y seguro tampoco vio el blúmer de Ava Gardner?
El Conde sintió un aguijonazo.
—¿El blúmer de quién?
—De Ava Gardner.
—¿Está seguro?
—Segurísimo.
—No, no lo vi. Pero tengo que verlo. Lo más cercano a mirar a una mujer desnuda es ver su ropa interior. Tengo que verlo. ¿De qué color es?
—Negro. Con encajes. Hemingway lo usaba para envolver su revólver calibre 22.
—Tengo que verlo —repitió el Conde, como un personaje hemingwayano, y después de agradecerle toda la ayuda, le pidió a Juan Tenorio que lo dejara en la próxima esquina, sin atreverse a preguntarle cuál de sus padres había cometido el pecado nominal de encasquetarle de por vida aquel sonoro y zorrillesco apelativo.
Al Conde le agradaba caminar por La Habana en aquellas tardes de verano, después de una intensa lluvia. El calor abrumador de la estación solía replegarse hasta el día siguiente y quedaba en el aire un sabor a humedad que lo reconfortaba, como el ron, y le daba fuerzas para enfrentar uno de los grandes dolores de su vida.
En el portal de la casa estaba el flaco Carlos. Aunque ya hacía demasiados años no era flaco, sino una masa adiposa anclada sobre una silla de ruedas, el Conde insistía en llamarlo con el apodo que le asignó desde los viejos días del preuniversitario, cuando Carlos era muy flaco y nadie pensaba que alguna vez volvería inválido de una guerra ajena. Tanto tiempo habían compartido una limpia y verdadera amistad que ya eran más que amigos y mejor que hermanos, y cada noche el Conde lo visitaba para escuchar juntos la misma música que oían desde hacía veinte años, hablar de lo que pudieran hablar, beber lo que hubiera para beber y tragar, con voracidad y alevosía, los platos de asombro salidos de las manos de Josefina, la madre de Carlos.
—¿No te agarró el agua, salvaje? —le preguntó el Flaco al verlo llegar.
—Me agarró algo peor: un blúmer —y le contó la historia del blúmer negro, pletórico de encajes y del recuerdo de los pliegues más apetecibles de la piel magnífica de Ava Gardner, el blúmer que él no había visto en la casa de Hemingway, aunque ya no podía dejar de pensar en él.
—Estás perdiendo cualidades —sentenció Carlos—. Que se te escape un blúmer así…
—Es que ya no soy policía —se defendió el Conde.
—No jodas, bestia, para encontrar un blúmer de Ava Gardner no hace falta ser policía.
—Pero ayuda, ¿no?
—Sí, claro. Pero es que ahora eres un detective privado. ¿Suena extraño, no?
—Más que el carajo —el Conde meditó, para asimilar su nueva condición—. Así que soy un cabrón detective privado. Mira eso…
—¿Y qué más no descubriste, Marlowe?
—Una pila de cosas. Todavía no descubrí quién mató al que mataron, ni quién coño puede ser ese muerto. Pero sí descubrí algo que es triste, solitario y final: quién quiero que sea el asesino.
—Eso lo sabe toda La Habana, Conde… Lo increíble es que antes te gustara tanto.
—Me gustaba cómo escribía.
—¿A mí con ese cuento? También te gustaba el tipo. Decías que era un bárbaro. ¿Te acuerdas del día que nos obligaste a ir a todos a la finca?
—Parece mentira, pero estaba convencido de que era un bárbaro. Aunque todavía hay algunas cosas que lo salvan. No soportaba a los políticos y le gustaban los perros.
—Prefería los gatos.
—Sí, es verdad… Bueno, le gustaban un poco los perros y no resistía a los políticos…
—Oye, ¿no has sabido más nada de Támara?
El Conde miró hacia la calle. Hacía tres meses Támara había salido de visita hacia Milán, donde vivía su hermana gemela, casada con un italiano, y cada vez eran más espaciados sus reportes y sus envíos de alguna cuña de parmesano o de un paquete de jamón lasqueado con el que adornar la vida. Aunque el Conde había evitado formalizar cualquier relación con aquella mujer de sus dolores que a los cuarenta y cinco años le seguía gustando como a los dieciocho y cuya ausencia lo lanzaba a una molesta castidad, la sola idea de que Támara pudiera decidir no volver a Cuba, a los apagones, a la lucha por la comida, a la agresividad callejera y a la dependencia de los dineros, los quesos y las lascas de jamón que periódicamente le enviaba su hermana, le provocaba dolores en el estómago, en el corazón y en otros sitios peores.
—No me hables de eso —dijo, en tono menor.
—Ella vuelve, Conde.
—Sí, porque tú lo dices…
—Estás mal herido, mi socio.
—Estoy muerto. Carlos movió la cabeza. Lamentaba haber tocado el tema y buscó una salida eficiente.
—Oye, hoy estuve leyendo tus cuentos hemingwayanos. No son tan malos, Conde.
—¿Y tú todavía tienes guardados esos papeles? Me dijiste que los ibas a botar…
—Pero no los boté y no te los voy a dar.
—Menos mal. Porque si los agarro, los destripo. Cada vez estoy más convencido de que Hemingway era una mierda de tipo. Para empezar, no tenía amigos…
—Y eso es grave.
—Gravísimo, Flaco. Tan grave como el hambre que tengo ahora. ¿Se puede saber dónde anda la Maga del Caldero?
—Fue a conseguir aceite de oliva extravirgen para la ensalada…
—Dispara —exigió el Conde.
—Pues mira, la vieja me dijo que hoy la cosa estaba floja. Creo que nada más va a hacer una cazuela de quimbombó con carne de puerco y jamón dentro, arroz blanco, frituras de malanga, ensalada de aguacate, berro y tomate, y de postre mermelada de guayaba con queso blanco…, ah, y va a calentar unos tamales en hoja que quedaron de ayer.
—¿Cuántos tamales dejamos vivos?
—Como diez. Eran más de cuarenta, ¿no?
—¿Dejamos diez? Estamos perdiendo facultades. Antes nos los jamábamos todos, ¿no? Lo jodido es que no tengo un medio para comprar un poco de ron, con la falta que me hace…
El flaco Carlos sonrió. Al Conde le gustaba verlo sonreír: era una de las pocas cosas que todavía le gustaban de la vida. El mundo se estaba deshaciendo, las gentes se cambiaban de partido, de sexo y hasta de raza mientras se iba deshaciendo el mundo, su propio país cada vez le resultaba más ajeno y desconocido, también mientras se iba deshaciendo, la gente se iba sin decir ni adiós, pero a pesar de los dolores y las pérdidas, el flaco Carlos conservaba intacta la capacidad de sonreír, y hasta de asegurar:
—Pero tú y yo no somos como Hemingway y sí tenemos amigos… Buenos amigos. Ve a mi cuarto y agarra el litro que está al lado de la grabadora. ¿Tú sabes quién me lo regaló? Candito el Rojo. Como es cristiano y ya no toma, me trajo el que le dieron por la libreta: un ron Santa Cruz que…
El Flaco dejó de hablar ante la evidencia de que su amigo ya no lo escuchaba. Como un desesperado Conde había entrado en la casa, de donde ya volvía con un pedazo de pan viejo entre los dientes, dos vasos en una mano y la botella de ron en la otra.
—¿Sabes lo que acabo de descubrir? —dijo, sin soltar el pan.
—No, ¿qué cosa? —preguntó el Flaco mientras recibía su vaso.
—En la ventana del baño hay un blúmer de la vieja José… ¡Y que yo no haya visto el blúmer de Ava Gardner!
Observó la botella de Chianti como se mira a un enemigo: de su interior se negaba a salir el vino, y la copa también estaba vacía. Lentamente depositó en el suelo la copa y la botella y se reclinó otra vez en su butaca. Sintió la tentación de mirar el reloj, pero se contuvo. Sin ver la hora se lo quitó de la muñeca y lo dejó caer entre la copa y la botella, sobre la mullida alfombra de fibras filipinas. Por esa noche no habría más disciplinas ni limitaciones. Haría algunas de las cosas que le gustaba hacer y, para empezar, comenzó a disfrutar del enervante placer de pasarse la uña por la nariz, para desprenderse de la piel aquellas escamas blancas capaces de horrorizar a Miss Mary. Es un cáncer benigno, solía decir él, pues padecía de aquel cloas-ma melánico desde los tiempos en que se expuso demasiado al sol del trópico, mientras comandaba la expedición del
Pilar
en busca de los submarinos nazis que también infestaban las aguas cálidas del Caribe con su carga de odio y muerte.