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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (25 page)

BOOK: Agua del limonero
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Tampoco es el tiempo una unidad de medida fiable. ¿Cuánto conoces a Greta? Diez días. Ni mucho ni poco, ni bien ni mal, ni más que a mi vecina, ni menos que a mi compañera de pupitre; diez días intensos, esclarecedores, pero diez al fin y al cabo.

El retrato de la dama se había ido pintando a base de brochazos y de pinceladas; más al estilo de un collage de artistas variopintos que como un fresco de la escuela flamenca, y para poder encontrarle el sentido, entre tanto pigmento y tanto trazo inconexo, había que separarse un poco del lienzo y contemplarlo en perspectiva. Entonces aparecían los rasgos inconfundibles de un rostro con sonrisa de Mona Lisa: que si hombre, que si mujer, que si triste, que si alegre, que si noble, que si vulgar.

Así era Greta.

«Mi madre es difícil de entender. Es frágil y dependiente, es orgullosa y cínica, es generosa y divertida, es protectora hasta el extremo, defensora de los suyos como una loba de su carnada, olvida con dificultad, tanto lo bueno como lo malo, sabe ser cruel, sabe ser compasiva, es capaz de guardar el secreto más noble y de airear la miseria más baja, de hacer reír y de hacer llorar con la misma palabra. Y tiene miedo. A la soledad. Más que a la muerte.

«La señora es muy buena, pero buena de las de a de veras».

«Greta es una asesina».

«La señora protegió a doña Bárbara y al señorito Ernesto desde que faltó don Emilio. Se preocupó de que nunca les faltase de nada».

«Greta odiaba a Luisa».

«La señora Greta pasó en la casa de la playa casi dos meses con la señorita Luisa. Cuidando de ella. Hasta el mismito día de su muerte. Le mintió al señorito Tom. Le dijo que estaba en Suiza. Pero vino acá, con todos los medicamentos contra el dolor, y llamó al doctor Sontag, y organizó un turno de enfermeras, y lloró con una rabia de las de dientes y muelas, y gritaba que no, que no se la llevara también a ella, a Luisa, esa Gloria del demonio. La maldita Gloria que le arrebató a su esposo de los brazos la mera noche de bodas y que atravesó el mundo buscándola entre los vivos hasta que dio con ella para destruir aquello que más quería. La felicidad de su hijo Tom».

«Greta es una egoísta».

Pero lo que Clara tenía que hacer en España estaba por encima de cualquier duda, de cualquier contradicción. Tenía que ver al maestro y extraerle uno a uno todos los secretos de la memoria como dolorosas muelas de raíz podrida. «Lo que descubrí en Baviera me dejó de piedra», había dicho Hinestrosa mientras tiraba del hilo invisible que jamás se rompió entre los dos. «¿Ves, Clarita? Eres como un yoyó. Yo te impulso y tú subes. Yo abro la mano y tú caes».

—De verdad, lo siento, pero no tengo más remedio que volver a casa —insistió con terquedad.

Entonces Greta atacó.

Y Clara se dio cuenta de que en el fondo del alma de la dama había un volcán que acababa de entrar en erupción. Una serpiente dormida rebosante de veneno. O peor: una mujer despechada.

—Lo que tienes que hacer en España es acostarte con Gabriel Hinestrosa, Clara Cobián, ¿a quién quieres engañar?

Clara, estatua de sal, pudo hacerse la ofendida. Pudo levantarse e irse de Nueva York por la puerta de atrás. Pudo dar un puñetazo en la mesa y gritar que quién se había creído Greta que era para decirle esas cosas, que podía hacer lo que le diera la gana, que era mayor de edad, que se acostaba con quien le parecía y que ya tenía una madre en Arcos de la Frontera para mostrarle la senda del bien y del mal.

Pudo hacer todo eso, o lo que finalmente hizo: atragantarse con el tecito y toser con un auténtico ataque de furia, morada por dentro y por fuera, llorando de asfixia y de rabia, y de sorpresa, y de asombro al darse cuenta de que Greta, en sólo diez días, había llegado a conocerla más profundamente de lo que llegaría Clara a hacerlo jamás, por muchos cabos sueltos que anudara y muchos documentos que le quedaran por rescatar del polvo.

—¿No te he dicho que más sabe la vieja por vieja? —Ahora Greta se reía cruel—. Hacía siglos que no sabía nada de Gabriel. Y, de pronto, me llama una noche cualquiera para pedirme el favor de estas memorias, y me habla de ti, y me dice que fuiste su alumna y que hueles a limones, y yo le pregunto: «¿Cuánto tiempo hace que te acuestas con ella?», y él se queda callado, dándome la razón en todo.

Clara dejó la taza sobre el platito. Tintinearon la porcelana y la cucharilla de plata.

—Un momento —dijo, y comprendió de repente—. ¿Me está diciendo que fue Gabriel quien la llamó a usted?

—Y me dijo: «Cuéntale a la chiquilla las mismas mentiras que me contaste a mí. A Clara le encantan los cuentos de hadas».

—Pero él nos aseguró que había sido usted quien le pidió que viniera a Nueva York para escribir su biografía.

Greta la miró con una mezcla de compasión y desdén.

—Yo tengo muy poco que contar y mucho que callar.

—Entonces —Clara no quería saber la respuesta a la pregunta que estaba a punto de formular, pero tampoco ignorarla—, ¿por qué aceptó, Greta? ¿Por qué estoy aquí?

—Porque Gabriel Hinestrosa es el único hombre de la tierra capaz de hacer conmigo lo que le dé la gana. Es como un titiritero, y yo, su marioneta, que sube y baja, salta y cae, ríe y llora a su antojo, siempre colgando del mismo hilo, por mucho tiempo que pase y muchos océanos que se pongan en medio.

—Como un columpio en lo alto de un barranco —comprendió Clara—. Como un yoyó.

—¿No te acabo de decir que de lo que hubo entre nosotros no me enorgullezco en absoluto?

Capítulo 11

I

Gabriel Hinestrosa presumía de haber superado la crisis de los cincuenta a base de esfuerzo y santa voluntad. Solía contar la historia de cierto tinte para el pelo que le destiñó una mañana de lluvia sobre el cuello de la camisa, al tiempo que renegaba de las canas al aire que de vez en cuando salían volando de las cabezas de alguno de sus amigos de la facultad, especialmente de la de Francisco Olavide, el rector de Periodismo, que tenía la peligrosa costumbre de alternar con las alumnas.

—¿Lo ves, Gabrielín? —le echó en cara el día en que supo, porque se los encontró por casualidad en un café del centro, que tenía un lío con Clara—. Ya te dije que tarde o temprano también tú conocerías la gloria. ¿Qué me dices, pillín? ¿No es jugosa la carne del fruto prohibido?

—Lo mío con Clara es diferente —se excusó Hinestrosa.

—La única diferencia, amigo, es que tú te escondes mejor que yo.

También presumía de haberle sido fiel a Marcela durante los veinticinco años en que se mantuvo en pie su matrimonio, sin un mísero traspiés del que arrepentirse o del que jactarse en alguna reunión de trasnochadores nostálgicos en la que cada copa tenía un nombre distinto de mujer. Y de seguírselo siendo, en el fondo de su alma, a pesar de su viudez, porque el amor —solía decir—, si os verdadero,

está muy por encima de las contrariedades de esta vida. Incluida la muerte.

Pero a Hinestrosa la realidad le salía al encuentro en cada esquina de su hipócrita existencia. Venía disfrazada de ráfaga de aire o de aleteo de las palomas o de los susurros que sin querer escuchaba desde el banco de la iglesia y que sabía que procedían de los confesionarios abiertos, bocas negras en donde tal vez habría encontrado por fin el consuelo si no hubiera sido tan orgulloso como para negarse a reconocer sus mentiras.

En el año mil novecientos ochenta y dos las canas ya comenzaban a asomarle por detrás de las orejas y algunas líneas de expresión le cuarteaban la piel. Pero sus grandes manos todavía eran suaves, sus labios conservaban la tersura de la juventud y, al sonreír, se le organizaba un remolino a ambos lados de la boca.

Greta, por su parte, caminaba por la madurez con pasos tan firmes que nadie le hubiera achacado más de cincuenta años; muy bien llevados, eso sí. La piel rosada y luminosa, los ojos claros, limpios, sin el peso de los párpados azules, que parecían de seda, las piernas de siempre, la cintura estrecha, las caderas de barro cocido y la melena al viento, ondulada a ratos, dorada como la primera luz del día, tostada como el pan del desayuno, y su olor a gardenias, y su acento extraño, y su miedo. A estar sola.

—Es un placer saludarla, señora Bouvier —le dijo al tiempo que besaba torpemente su mano a la vieja usanza española—. Me llamo Gabriel Hinestrosa, soy catedrático de Literatura Contemporánea en la Facultad de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid, España.

—Sé dónde está Madrid —le respondió ella con picardía—. El mundo no es tan grande, ¿verdad?

Había sido tremendamente difícil conseguir que Greta accediera a recibirlo. Desde la muerte de Bartek Solidej se había vuelto huraña con la prensa. Había cerrado la puerta de su intimidad a cal y canto y, a pesar de haber continuado protagonizando portadas en contra de su voluntad, se negaba a permitir que ningún periodista hurgara en su vida privada. Sus únicas declaraciones desde mil novecientos sesenta y dos eran las que de vez en cuando dejaba caer, como caramelos desde el campanario, en alguna de las mil y una instituciones de caridad en las que colaboraba.

—Díganos, señora Bouvier, ¿qué le parece la señorita Luisa? ¿Es cierto que su hijo Tom se ha casado con ella en secreto? ¿Es verdad que esperan un hijo?

—He venido a hablar de la emergencia humanitaria en Etiopía. Seamos serios, señores. Y sí. Todo es cierto. Mi hijo está muy feliz.

Si al final aceptó el envite fue porque se lo pidió Boris Vladimir. Nunca supo decirle que no a Boris. «Mira, Greta, este caballero es amigo de un amigo, quiere conocerte, está escribiendo sobre Thomas y desea tener tu beneplácito antes de publicar su libro. Creo que es muy noble por su parte contar con tu aprobación. Cualquier otro no lo habría hecho, ya sabes cómo son los escritores y los periodistas, nunca permiten que la realidad les estropee una buena historia, o eso dicen. Será media hora, una a lo sumo. Podéis encontraros en mi casa, os prepararé un buen té y habláis tranquilamente, sin que nadie os moleste. Yo estaré en el cuarto de al lado, o escuchando detrás de la puerta, lo que prefieras. Y si te incomoda, lo echamos a patadas, puede ser divertido. Greta, hazme el favor».

—El mundo es una partícula de polvo en el universo, sí —respondió Hinestrosa.

—Y una casualidad cósmica que usted y yo estemos aquí, el uno frente al otro, a pesar del tiempo y el espacio. ¿Usted cree en la reencarnación?

—No.

—Yo tampoco.

Gabriel Hinestrosa se alojaba en un hotel más allá de Broadway, cerca de los muelles. Desde la ventana de su habitación veía pasar los barcos por debajo del puente de Brooklyn y escuchaba las discusiones de los vecinos de madrugada. La calle olía a cebolla frita, los coches se atascaban siempre en el mismo semáforo que él cruzaba para tomar el metro, su desayuno consistía en un café y un bollo relleno de crema que compraba en el puesto de la esquina, y el resto del día transcurría apacible en la penumbra de la Biblioteca Pública. Por la tarde daba un paseo por el parque mientras ordenaba mentalmente los apuntes que había barajado por la mañana, formando tríos y escaleras de color, a veces póquer, a veces nada.

«La investigación es lo que tiene —le decía por teléfono a su mujer—, que a ratos dan ganas de dejarlo todo y volverse a casa». Pero un profesor que se precie, catedrático, además, tiene que publicar, publicar, publicar. «Una obra al año, Hinestrosa, una sola, mira que vas a perder la cátedra, mira que los jóvenes vienen pisando fuerte. ¿Qué te apetece? ¿Una biografía? ¿Un libro de texto? ¿Un ensayo? Vamos, hombre, si tú en dos meses lo terminas, julio y agosto, y en septiembre, después de los exámenes, te llevas a Marcela de vacaciones, y a los chicos, diez días en Torremolinos, y como nuevos».

—Y bien, ¿qué quiere saber de mi marido? —Greta conservaba un acento extraño.

—Thomas Bouvier tuvo una vida fascinante —comenzó Hinestrosa sin saber si debía sentarse o permanecer de pie—. Cuando me decidí a contarla, pensé que me resultaría fácil. Que la mayor parte de los acontecimientos que la integraron habrían quedado recogidos en hemerotecas y bibliotecas, que mi labor de documentación sería sencilla, pero me equivocaba.

—¿No encontró lo que buscaba? —Greta le dedicó una sonrisa enigmática.

—En absoluto.

—Thomas era vanidoso. Como todos los triunfadores. Disfrutaba hablando de sí mismo, de sus logros, sus hazañas… ¿Sabía usted que su madre fue una de las primeras mujeres que condujo un automóvil? —Hinestrosa asintió—. Hay una fotografía de ella en mi casa. Con goggles y pantalones de montar. Tiene la misma mirada que Thomas. Una manera de ver más allá, más lejos, como si pudiera atravesar la materia de los objetos y la piel de las personas, y asomarse al interior de las cosas.

—Me encantaría verla.

Greta contrajo el gesto. La mansión Bouvier no estaba abierta al público, y mucho menos a un periodista español, por muy catedrático que dijera ser.

—Hagamos un trato: yo la invito a cenar y, a cambio, usted me permite hojear alguno de sus álbumes familiares.

Hacía mucho calor aquel verano, y la casa de los Hamptons había sido ocupada por Tom y la española. La pequeña Carol había nacido amparada por el silencio de los Bouvier y la rabia se había apoderado de cada vaso sanguíneo que recorría la anatomía de Greta. «Español por español, toma empate, qué bochorno, llevo dos semanas sin dormir, me estoy haciendo vieja».

—En el Tavern On The Green a las nueve y media. Llevaré tres fotos, ni una más ni una menos.

—Trato hecho.

Había un jardín que daba la vuelta al restaurante, con mesitas redondas de hierro forjado en las que se sentaban las parejas a tomar una copa antes de cenar. Colgando de las ramas de un inmenso plátano de sombra, cientos de farolillos tapizados con telas estampadas de flores o de aves exóticas iluminaban el recinto amurallado de boj, que, a su vez, había sido tallado con formas de elefantes y de pavos reales, dando a aquel lugar un aire de cuento de hadas, de elfos en el bosque y nenúfares en la laguna.

Corría una suave brisa que movía los farolillos de delante atrás, y las hojas del plátano, y la llama de las velas. Desde su mesa para dos se veía el interior del comedor acristalado, una gigantesca carpa circense toda de cristal de cuyo interior emanaban una luz y una música también de cuento, procedente de sus lámparas dispares, de Murano y de Bohemia, y de su piano de cola.

Greta llegó tarde, pasadas las diez. Gabriel Hinestrosa había preguntado al camarero cuál era el secreto de aquella bebida tan dulce y tan amarga y tan acida. «La ambrosía y el azúcar, el agua del limonero, la nostalgia de mi tierra. Se llama mojito, señor, y nació en los cañaverales de Cuba».

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