Al calor del verano (44 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

BOOK: Al calor del verano
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—Échale un vistazo —dijo.

El forense estaba encendiendo su pipa y seguía mis movimientos con la mirada.

—¿Un vistazo a qué?

—Aquí —dijo Wilson, señalando algo a sus pies—. No es una visión agradable.

Me acerqué a los tres hombres y observé la figura en el suelo.

A primera vista costaba creer que había sido un hombre. La carne se había vuelto blanca y pastosa, como un pescado que se deja demasiado tiempo en el horno. Tenía los párpados abiertos, pero los globos oculares habían desaparecido. La piel parecía estirada, agrietada y quemada en los bordes por el sol. La mitad inferior de la cara del hombre estaba destrozada; donde debía estar la mandíbula, sobresalían algunos huesos mellados. La parte posterior del cráneo había volado en pedazos. Me aparté, asqueado.

—Míralo bien —dijo Wilson.

Tomé aliento y eché un nuevo vistazo. El cadáver estaba vestido con botas militares especiales para la selva, hechas de lona y goma. Los pantalones vaqueros se habían desteñido bajo el sol. Tenía manchas de sangre seca en la camiseta, a la altura del pecho.

—¿Qué se supone que debo ver? —pregunté.

Martínez señaló algo y vi la pistola. La 45 de metal gris destelló al sol por un instante, iluminando la maleza verde y pardusca. La automática se hallaba a pocos centímetros de la mano extendida del cadáver, como si la hubiese dejado caer en el momento de la muerte.

—¿Y bien? —dijo Wilson—. ¿Has visto bastante?

Asentí.

—Entonces, ¿quién es?

Por un momento me sentí confundido. Sacudí la cabeza.

—Ya lo sabéis —respondí.

—Dímelo tú —insistió Wilson.

Permanecí en silencio. Volví a mirar el rostro desfigurado por el disparo y por el sol. «¿Quién es?», pensé. Martínez se acercó a mí y le indicó a Nolan que se uniera a nosotros.

—Necesitamos una identificación —dijo— para hacerlo oficial. Tenemos que estar seguros.

Nolan habló antes de que yo pudiera abrir la boca.

—¿De qué demonios está hablando? —Su voz, furiosa, rompió el silencio de los Glades—. Está la pistola. El color de cabello. La estatura. Todo cuadra. Por Dios, examinen sus huellas digitales. ¿Y los dientes? El ejército debe de tener fichas dentales, ¿o no?

El forense intervino en la conversación, dando caladas a su pipa y soltando nubes de humo que la brisa transportaba por encima de los pantanos.

—No serviría de nada —aseveró.

—Explíqueme eso —pidió Nolan.

—Muy bien —dijo, con voz serena, en un tono más apropiado para un aula—. Número uno: la piel está demasiado descompuesta para tomar huellas digitales. Es imposible, dado el grado de estiramiento y de la pérdida de la consistencia e integridad de los tejidos, obtener una impresión exacta, de modo que ese método queda descartado. Número dos: el color de los ojos. Eso nos ayudaría para buscar en los archivos del ejército, pero las aves locales se han encargado de destruir las pruebas. Veamos otro método: la identificación dental. Magnífico. El ejército nos facilitaría al instante sus fichas. El único problema es que este sujeto debió de preverlo o, si no, tuvo suerte. Puso la pistola contra su mentón y apretó el gatillo. Se voló toda la boca pero dejó intacta una porción de la cara. ¿Otras marcas o cicatrices identificadoras? Ése habría sido, seguramente, el siguiente paso, pero los archivos del ejército dicen que el asesino no las tenía. De modo que nos queda un último método de identificación: la observación personal. Claro está que la pistola resultará ser la del asesino, pero eso no prueba nada. ¿Es él? Ha estado aquí varios días. Es difícil saberlo con seguridad. Al menos tres, cinco, tal vez una semana. Ahora ni siquiera contaría con que lo reconociese su madre. —El forense levantó la mano para atajar la pregunta obvia—. Sí, nos hemos puesto en contacto con ella. Se ha negado. No ha visto a su hijo desde la guerra. Pero esa información ya apareció publicada en su periódico. —Hizo una pausa, mirándome—. ¿Comprende e! dilema?

Pensé en la carta que estaba en el primer cajón de mi escritorio. ¿Cuán cerca había estado?, me pregunté.

—Hay muchos factores que contribuyen a la descomposición de un cadáver —prosiguió e! forense—. El sol alternado con la lluvia. La humedad. Verá, en esta región, puede llover a cántaros a un kilómetro de aquí mientras esta zona permanece seca. No hay ningún método científico para determinar el tiempo. Una vez, sabíamos con seguridad que habían abandonado un cadáver aquí cerca. Era un caso de asesinato por encargo. Atrapamos al asesino. Cuando encontramos el cuerpo, prácticamente sólo quedaban los huesos. Y sólo había pasado una semana. Hay muchos factores.

«Estoy vivo —pensé—. No crea todo lo que ve.»

—Verás, tenemos que estar seguros —terció Wilson—. Tú eres quien lo vio más de cerca, en ese apartamento. ¿Es éste el hombre que conociste allí, e! de la silla de ruedas?

Vacilé.

—No lo sé.

Wilson explotó.

—¡Fíjate bien, maldición! ¡Míralo! ¡Fíjate en su cara! ¡En las mejillas, la nariz, las orejas, las cejas! ¿Es él? Tenemos que saberlo. No más tarde; ¡ahora mismo! ¿Es él?

Volví a estudiar esos rasgos, aspirando y conteniendo el aliento. Nolan me tomó del brazo y me volvió hacia él, pero yo no aparté la vista de! rostro destrozado.

—Es importante —dijo—. Ellos tienen razón. Es importante. Oye —me susurró al oído—, esta historia ha sido nuestra exclusiva desde el comienzo; de nadie más. Tenemos que ser nosotros quienes escribamos el final. Si no escribimos que es él, entonces nadie lo sabrá nunca, nadie podrá estar seguro jamás. No se trata sólo de una identificación; el estado de ánimo de toda la ciudad depende de ello. No podemos mostramos inseguros. No importa en absoluto lo que digan los demás; sólo lo que digamos nosotros. Somos el único periódico al que la gente creerá. Sentí sus ojos clavados en mí, evaluándome.

—Míralo bien —me pidió—. Tenemos que estar seguros. ¿Es él?

—¿Es él?

La voz era de Wilson, que estaba de pie junto al cadáver; agitó el puño hacia mí y luego hacia el cuerpo inerte que, poco a poco, se confundía con la tierra y el aire.

—¿Es él?

Miré a Wilson, luego a Martínez y al forense. Vi que este último extraía una fotografía de su bolsillo y se inclinaba sobre e! cadáver. Lo examinó con atención por un momento; luego sacudió la cabeza, se encogió de hombros y se volvió hacia mí. Nolan también me observaba. Porter estaba a un lado; su cámara zumbaba. Luego él también se quedó quieto, en espera de mi respuesta.

—¿Es él? —volvió a preguntar Nolan.

Me obligué a mirar las cavidades oculares vacías.

La luz de! sol parecía bajar en espiral y paralizar a todos en un estallido de calor y luminosidad. Sentí el sol sobre mi cabeza, taladrándome el cerebro. Las imágenes se agolpaban en mi mente, luchando por el espacio. Vi la sonrisa del asesino a través del humo y las sombras del apartamento en penumbra, sus dedos tamborileando sobre la silla de ruedas. Lo imaginé inclinado sobre la ventanilla, mirando a Christine. Vi a las víctimas como en fila: la muchacha, la pareja de ancianos, la mujer y su bebé. Miré alrededor, el pantano y los árboles. Pensé en la guerra, en la morgue junto a la pista de aterrizaje. Volví a oír las palabras del asesino: nosotros dos solos, él y yo. Pensé en la carta en el cajón. ¿Era él? «No crea todo lo que ve.» Pero ¿qué estaba viendo?

Mi mente elaboró toda una trama: una imagen de la noche en que él había realizado su simulacro de asesinato con Christine. Pensé en los jóvenes de las calles céntricas y mal iluminadas de Miami: vagaban sin rumbo, sin nombre, abandonados. El ligue casual... ¡Qué fácil habría sido para él recorrer las calles en busca de un doble que tuviese su estatura, su físico y su mismo color de cabello! Una palabra, un rápido gesto de la mano, tal vez un poco de dinero, y su víctima sube al coche, sin miedo, sin saber lo que le esperaba. Luego él conduce hacia el oeste, adentrándose en los Glades. Roba un bote. Navega hasta este islote. Coloca la boca de la pistola contra el mentón de la víctima y aprieta el gatillo. La deja caer junto a la mano: el suicidio aparente. Recuerdo el bote perdido, la nota cuidadosamente preparada para que alguien la encontrara y me llamase, el policía que me llevó hasta el islote. No pudo haber nadado hasta allí, dijo. Tal vez vinieron dos y se marchó uno, perdiéndose en la oscuridad, con rumbo a otra ciudad, para asumir otra identidad.

Contemplé el cadáver que estaba en el suelo. ¿Era él? Lo estudié con más atención. ¿Era un impostor? ¿Acaso se trataba de otra mentira, de otra invención? Era posible. Todo era posible. Miré el cadáver.

No, pensé; es él.

Volví a mirar.

No, no es él; es otra persona.

No. Sí.

¿Quién es?

Nolan estaba a mi lado. Me hablaba con voz suave, pero insistente.

—Tenemos que estar seguros. Sin dudas, sin vacilaciones. La ciudad tiene que saberlo, tiene que respirar tranquila de una vez por todas. Todo depende de ti. Así ha sido desde el principio. ¿Es él?

—¡Deja de jugar con nosotros! —soltó Wilson, furioso—. ¡Vamos! ¿Es él?

Pensé en Christine, en mi padre, en mi tío y su féretro cubierto por la bandera. El sol parecía un péndulo que se balanceaba al viento, acercándose a mí inexorablemente.

—¿Es él?

Oí la voz pero no supe quién hablaba. Entonces mentí.

—Sí —respondí—. Es él.

20

Mi mentira se propagó, arraigó y floreció. Los titulares matutinos anunciaban:

EL ASESINO DE LOS NÚMEROS SE SUICIDA.

ENCUENTRAN SU CADÁVER EN LOS GLADES.

Uno de los redactores me dijo que no se habían utilizado letras tan grandes desde la dimisión del presidente y, antes de eso, desde que el hombre llegó a la luna.

Era el último artículo, el resumen de todos los anteriores. La noche anterior, yo había efectuado varias llamadas después del largo viaje de regreso desde el pantano. Esta vez, las familias de las víctimas habían accedido a hablar. Recogí sus palabras y sus reacciones y las fundí en una descripción de sus sentimientos. Nolan había escogido las mejores y las había compilado en un artículo secundario que se publicó en el centro de una página interior. «Es un alivio —dijo alguien— saber que todo ha terminado.»

Pero ¿había terminado en realidad?

Mientras hilvanaba las impresiones del día, todas las voces y los hechos, llegué a creer que mis dudas eran infundadas. Mientras hablaba y me inclinaba sobre el teclado de la máquina de escribir, recordaba el rostro desfigurado y comparaba las orejas, las cejas, la nariz y las mejillas con la figura que había visto entre las sombras en e! apartamento. En mi mente, confronté esos rasgos con el retrato robot que había realizado el dibujante de la policía y luego con la fotografía proporcionada por el ejército. Apreté los dientes. «Joder, es él», pensé.

«Estoy vivo.»

«No crea.»

Cuando nadie miraba, abrí el primer cajón de mi escritorio y saqué la carta. Releí las palabras, tratando de comprenderlas con claridad. ¿Una última mentira? Después de tantas conversaciones, de tantas trampas tendidas por su imaginación, aún no sabía cuál era la verdad. Nolan estaba en éxtasis mientras leía el artículo a medida que éste emergía de la máquina de escribir.

—¡Eso es! —había dicho, agitando una hoja llena de palabras—. Ésta es la historia; está todo aquí.

Había introducido él mismo el texto en el ordenador, en vez de pedírselo a un asistente. «Se equivoca —pensé—. Nunca está todo allí.» Pero esto no había impedido que yo construyera el artículo sobre la base de aquella mentira, haciéndola resonar como un tambor en cada párrafo, oración, frase y palabra. Por un instante, mientras concluía la crónica con una descripción de la pistola asesina al sol, imaginé al asesino leyéndola. Lo vi sonreír y luego perderse en el olvido que había elegido para sí mismo: oficialmente declarado muerto y enterrado en la primera página del
Journal.

Sacudí la cabeza para librarme de la imagen. «No —pensé—; el cuerpo que vi era el del asesino.»

Nolan estaba inclinado sobre las pantallas de vídeo, absorto. Por el momento, no me prestaba la menor atención. Volví a mirar la carta.

No, decidí. Él fue al pantano solo, para morir solo sin que lo descubrieran; un último y misterioso gesto que se prestaba a la confusión. Eso sería muy propio de él. Enigmático, especialmente al llegar a su fin.

Pero...

Esta palabra rondaba mi conciencia, atormentándome. Luché contra la avalancha de posibilidades. Tomé una hoja de papel y enumeré los factores:

«Ha llegado la hora», había dicho él. ¿La hora de qué?

«Estoy vivo.» Bueno, lo estaba en el momento de escribirlo.

«Todo lo que ve.» ¿Acaso había previsto que yo viese su cadáver?

La nota en la barca: «Estoy esperándole.» Y allí estaba. Muerto.

¿O no lo estaba? ¿Cómo llegó el bote de regreso a la orilla, lejos de donde se encontró el cadáver? ¿Lo llevó él?

Sentí deseos de gritar: «No lo sé.»

Entonces me estremecí. Jamás lo sabría.

Miré el teléfono, sobre mi escritorio. Los cables que lo conectaban a la grabadora formaban una maraña alrededor del auricular. «Suena, maldición —dije para mí—. Cuéntame la verdad, sea la que sea.»

Pero permaneció mudo. De pronto, después de tantas semanas, el teléfono estaba silencioso, muerto.

Christine escribió: «No regresaré a Miami. Hemos perdido lo que teníamos. Suena trillado y cursi, ¿verdad? Ojalá pudiera expresarme mejor. Si hubiese podido, tal vez esto no habría ocurrido. Lamento que tenga que terminar así. O de cualquier otra manera. Pero tiene que terminar. »

Metí en cajas algunas cosas que ella había dejado y las envié a su casa en Wisconsin.

Después de enviar la nota a composición, Nolan quiso emborracharse. Llamó al departamento de fotografía para que Porter se reuniera con nosotros y fuimos a un bar cercano. Propuso que pillásemos una borrachera placentera; luego él regresaría y esperaría a que la edición saliera de las máquinas. Cuando atravesamos la puerta del penumbroso bar, llegó hasta mis oídos el ruido confuso de varias voces. En su mayoría eran de gente del periódico; casi todos hablaban de la historia del asesino. Algunos se volvieron y saludaron con un gesto de la cabeza o de la mano, otros me recibieron con palmaditas en la espalda. Querían invitarme a unas copas para celebrar. Acepté el vaso de cerveza que me tendía una mano y de repente me sentí más relajado. Levanté mi vaso y todos brindamos. Nolan apuró un vaso de whisky y luego pidió una cerveza. Los tres nos dirigimos a un reservado en un rincón, pedimos más copas y nos repantigamos en los asientos.

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