—Eso ha estado bien, Héctor —dijo Tyrrell entre dientes—. ¡Por el amor de Dios, no exageres!
Un pesado estrépito recorrió las aguas de un profundo azul, y pese a que el resplandor quedó oculto por el casco del
Sparrow
, Bolitho supo que era uno de sus cañones de proa. Vio que la bala se sumergía profundamente en la espuma junto al alcázar del otro barco, y el inmediato esfuerzo de lenguas naranjas, cuando éste disparó en respuesta. El mastelero del juanete de proa tembló, y pareció inclinarse en medio de las espirales de humo marrón, con la vela recogida marcando su progreso cuando cayó y se deslizó por los cabos entrelazados, antes de sumergirse en el mar a su costado. Aparecían agujeros en varias de sus velas, y Bolitho aguantó la respiración cuando las redes de los coys bajo la toldilla ardieron por un disparo directo.
El enemigo estaba ahora mucho más cerca, y su juanete de proa vibraba mientras se mantenía a favor del viento, cargando sobre la corbeta, que quedaba a menos de dos cables de su amura de estribor.
—¡Lo ha logrado! —exclamó Tyrrell— ¡Bendito sea! ¡Va a virar!
El
Sparrow
viraba en redondo y sus palos temblaban derechos mientras escoró violentamente y la luz creciente hacía que sus velas brillaran.
El fuego había cesado, porque con la popa hacia el enemigo el
Sparrow
no presentaba ningún blanco. Su vela de trinquete ya había sido largada, y mientras se abría camino a través del agua, Bolitho vio a los gavieros corriendo hacia las vergas como insectos negros, mientras más y más lonas se hinchaban al viento. Pudo ver a Buckle junto a la batayola de la toldilla, demasiado concentrado en su trabajo como para observar al atareado
indiaman
cuando avanzó y le sobrepasó. El
Sparrow
quedaba junto a la amura, y en cuestión de minutos estaba mucho más allá de la proa del
indiaman
, dirigiéndose hacia los primeros rayos del sol que surgían del plácido horizonte.
Bolitho se sintió súbitamente sediento, con los miembros muy flojos, como si pertenecieran a otra persona. Los hombres en los pasamanos del
Bonaventure
agitaban sus brazos y gesticulaban hacia la corbeta que se retiraba, sin duda burlándose. Demostraban toda la locura de una batalla muy deseada, y ahora perdida en las acciones confusas de una victoria sin lucha.
Bolitho caminó hasta la batayola.
—Recuerde, señor Tyrrell —dijo en voz baja—. Recuérdelo bien, debemos inutilizarla si podemos. Si una fragata que patrulle por aquí la encuentra, puede terminar lo que hemos empezado —aferró su muñeca—, pero tenga cuidado de que nuestra gente cumpla con su papel. Si el
Bonaventure
acelera ahora nos puede reducir a pedazos sin el menor esfuerzo.
El corsario avanzó hacia el costado del
Royal Anne
, acercándose por su banda de babor. Su capitán era un soberbio marino. Con todas las velas, salvo las gavias, aferradas, manejaba el pesado velero con habilidad y confianza, y sin duda, mantendría la medida del viento a ojo, sin que importara lo que Bolitho intentara hacer.
Un cañón disparó su larga lengua y Bolitho sintió cómo la bala impactaba en la parte inferior del casco, hendiendo las cuadernas a sus pies con salvaje violencia. Vio figuras apretujadas en la popa del otro barco, el destello del sol en los catalejos alzados y adivinó que estaban examinando a su víctima. Parecía como si hubieran subido ya a bordo. Las amuradas estaban destrozadas y la cabuyería rota. La escotilla había sido dejada abierta a propósito, y varios de los hombres corrían por allí en aparente confusión, mientras Heyward dirigía la actuación desde debajo del castillo de proa.
—¡Ahora! —Bolitho ondeó su mano y desde la cubierta principal uno y otro de los seis cañones arrojaron su desafío hacia la decreciente franja de agua.
Desde la popa una cañón giratorio disparaba, pero la bala caería sin hacer daño mucho antes de que alcanzara al enemigo. La respuesta fue inmediata. Cañón tras cañón, la andanada del
Bonaventure
envió una bala y otra y golpeó en el casco. Bolitho dio las gracias por haber enviado a la mayoría de sus hombres abajo; de otro modo hubieran sido destrozados por la fiereza de la descarga. Cuadernas y maderos volaban en todas las direcciones, y vio que un marinero saltaba como un jirón sangriento en el lado opuesto, y sus miembros se agitaban violentamente cuando murió.
Stockdale miró hacia Bolitho y lo vio asentir. Con un gruñido corrió a través de la cubierta, agitando un alfanje, mientras Bolitho disparaba su pistola y gritaba. Cuando Stockdale corrió hacia las drizas, abrió fuego, rezando para que su mano se mantuviera firme mientras disparaba y el disparo silbaba sobre la cabeza del timonel. Stockdale llegó a su destino, y de una cuchillada cortó las drizas, y la brillante enseña de la compañía descendió hasta la regala de sotavento. En un intervalo entre el ruido y los cañonazos, Bolitho escuchó una voz al otro lado del agua, ampliada e irreal debido a un megáfono.
—¡Deteneos, o si no, os hundimos!
De la parte delantera provino el grito de Heyward que acuciaba a sus hombres para que obedecieran la orden, el súbito estruendo de las maderas cuando el barco dio un tumbo, se balanceó por el viento y las velas que le quedaban flamearon y golpearon desordenadamente.
—¡Va a abordarnos!
Había hombres en las vergas del
Bonaventure
, y cuando el gran casco empujó, primero cuidadosamente y luego con más insistencia, contra el costado, Bolitho vio cómo volaban los garfios de abordaje desde una docena de puntos a la vez. Los hombres de las vergas estaban ocupados acercándose a los obenques y los palos del
Royal Anne
, de modo que cuando los dos barcos de deslizaron y se balancearon juntos, Bolitho supo que había llegado el momento de actuar.
—¡Ahora! ¡Al abordaje!
Con un salvaje coro de aullidos, los hombres escondidos surgieron de ambas escotillas y sobre las amuradas; con los alfanjes y las picas de abordajes hirieron a varios enemigos antes de que comprendieran lo que estaba ocurriendo. Un momento, unos segundos antes, habían visto al
Royal Anne
como un botín indefenso más, un barco que se había rendido, con su bandera arriada por uno de sus propios hombres. Entonces, como surgidos de ninguna parte, los marineros de Bolitho surgieron por todas partes, con sus aceros brillando al sol y las voces roncas y salvajes por la locura del combate.
Bolitho corrió a la batayola y dio un tirón al rebenque de otro cañón giratorio; vio cómo la metralla segaba como una guadaña a un puñado de hombres en la pasarela del
Bonaventure
, y cómo los abatía con su letal saludo.
Entonces corrió con el segundo grupo y se subió a los obenques, golpeando con la espada el brazo de un hombre que se encontraba en la plataforma inferior. Se sintió aturdido por el ruido, los gritos y maldiciones, el sonar de las pistolas y el raspado del acero. Un hombre cayó en picado junto a él, y se mantuvo sostenido como un animal torturado por los dos cascos que rechinaban, y su sangre manó, rosada, en las crestas saltarinas de espuma.
Se encontraba en la cubierta enemiga, con el brazo sacudido mientras terminaba con las resistencias de un hombre y le daba un puñetazo en la mandíbula, arrojándole sobre un montón de figuras que luchaban un poco más allá. Se sucedió otra carga con bayonetas a la misma altura; resbaló en una mancha de sangre y sintió la hoja de Stockdale cerca de su cuello. Sonaba como un hacha que mordiera un tronco.
—¡Cortad los cabos! —gritó, salvajemente—. ¡Destrozad este bastardo!
Sintió cómo una bala restallaba ardiente junto a su rostro, y bajó la cabeza cuando otra impactó en el pecho de un marinero que se encontraba a su derecha; su grito se perdió en el estrépito de la batalla.
Estaba en la escala, con los zapatos empapados en sangre; sus dedos palparon la batayola y rozaron el lugar en el que los cañones giratorios habían dejado su impronta en la madera. Dos oficiales desviaron espadas y picas mientras intentaban unirse a sus hombres en el otro extremo. Bolitho vio que uno de ellos atravesaba con su espada a un segundo del contramaestre, y observó que sus ojos daban vueltas mientras entraba en agonía y caía a la cubierta inferior. Entonces se incorporó y se enfrentó al oficial del buque corsario, y sus espadas chocaron cuando golpearon y tantearon la fuerza y las debilidades del enemigo.
—¡Maldito seas! —el hombre bajó la cabeza y apuntó hacia la garganta de Bolitho—. ¡Pelea mientras aún estás con vida, loco!
Bolitho frenó el golpe con la empuñadura, e hizo palanca contra el hombre, sintiendo el calor de su cuerpo y la ferocidad de su respiración.
—¡Pelea, maldita sea! —gritó de nuevo.
Resonó un tiro y el oficial dejó caer su brazo, y contempló, atónito, la sangre que manaba de una mancha roja y brillante en su camisa. Tyrrell se adelantó y le disparó de nuevo al pecho. Cuando Bolitho se volvió vio que su rostro se había transformado en piedra.
—¡Yo conocía a ese malnacido, señor! —gritó—. ¡Era negrero antes de la guerra!
Entonces, con un grito sofocado, cayó sobre una rodilla, con la sangre manando por su muslo. Bolitho le arrastró a un lado, soltó un tajo a un marinero que aullaba, y enterró la hoja en su pecho con dos rápidos movimientos.
—¡Rápido!
Miró desesperado hacia los hombres que se encontraban más cerca. Parte del aparejo del enemigo había sido derribado, pero, después de todo, el ataque había causado pocos daños, y mientras sus hombres caían a su alrededor; su ansia de lucha y de triunfo disminuía también.
A ambos lados, o eso parecía, los mosquetes y las pistolas disparaban sobre los marineros ingleses en retirada, y vio a Heyward en pie, a horcajadas sobre un hombre herido, que gritaba como un loco mientras rechazaba dos atacantes al mismo tiempo. Como si les separara una gran distancia contempló al capitán americano que le observaba desde la popa, un hombre alto y apuesto que permanecía sin moverse, tan seguro de los esfuerzos de sus hombres, o tan sorprendido por el sacrificio de sus atacantes que era incapaz de separar sus ojos de ellos.
Bolitho lanzó cuchilladas en todas las direcciones con el alfanje y contuvo un sollozo cuando su hoja se rompió a pocas pulgadas de la empuñadura. Arrojó los restos a la cabeza del hombre, y le vio caer golpeando contra el casco del barco, empalado en una pica. En medio segundo recordó al charlatán del vendedor al que había comprado la espada en English Harbour. No le devolvería el dinero, maldito fuera.
—¡Ya sabes lo que tienes que hacer! —gritó a Stockdale. Tuvo que empujarle para que se fuera, e incluso cuando escapaba de la pelea aún volvía la vista atrás, con la mirada ansiosa.
Entonces se escuchó de nuevo la voz distorsionada, y cuando elevó los ojos vio que el capitán americano usaba su altavoz.
—¡Rendíos ahora! ¡Habéis hecho más que suficiente! ¡Rendíos o morid!
Bolitho se volvió, con el corazón en un loco galope, su mente asqueada por la visión de un joven marinero que caía a la cubierta, con la cara abierta por un alfanje desde la oreja hasta te barbilla. Tyrrell luchaba sobre su pierna herida y señalaba salvajemente.
—¡Mire! ¡Stockdale lo ha logrado!
Desde la escotilla de la cubierta del
Indiaman
llegó un a nube de humo oscuro que se fue extendiendo y espesando hasta que pareció hacer un esfuerzo entre las juntas como una máquina bajo presión de vapor.
—¡Retroceded, muchacho! —aulló Bolitho—. ¡Atrás!
Entonces cojearon y se tambalearon junto a las amuradas, arrastrando a sus heridos y portando a los que estaban demasiado tullidos como para poder andar. No eran demasiados, ni heridos ni sanos. Bolitho se enjugó los ojos llenos de lágrimas al escuchar el lamento agónico y ahogado de Tyrrel mientras lo llevaban medio a rastras a la amurada opuesta. Tras él pudo escuchar los gritos frenéticos, los súbitos golpes metálicos mientras los hombres del
Bonaventure
intentaban romper las ataduras con las que ellos mismos habían amarrado los dos barcos entre sí; pero era demasiado tarde, lo había sido desde que Stockdale había iniciado su último y más peligroso movimiento. Una breve explosión, y el fuego había prendido en el cargamento de ron y en los enormes barriles con licores, extendiéndose por el casco a tremenda velocidad.
Las llamas asomaron por las portas abiertas, y corrieron a lo largo del cordaje embreado del
Bonaventure
como lenguas furiosas, las velas se deshicieron en cenizas y luego, con un bramido, una gran sábana de fuego cayó entre los dos barcos, y los unió en una única pira.
Bolitho echó una ojeada al único bote atado a la cubierta del barco, donde permanecía desde que había llevado sus órdenes a Graves.
—¡Abandonad el barco, muchachos!
Algunos subieron al bote, mientras otros caían de cabeza, salpicando y chillando hasta que sus compañeros les ayudaron a subir a bordo. Lonas ardientes, cenizas e hileras de chispas llovieron sobre sus cabezas, pero cuando un marinero cortó la cuerda de proa y buscaron a tientas, medio cegados, los remos, Bolitho escuchó otra gran explosión, como si proviniera del mismo mar.
El
indiaman
comenzó a hundirse inmediatamente, con sus mástiles y los palos entrelazados con los de su atacante y arrojó llamas y chispas a cientos de pies de altura. Bolitho observó el puñado de hombres ilesos que tiraban de los remos, y sintió que el calor chamuscaba su espalda mientras dirigía el bote lejos de los barcos en llamas: pólvora que explotaba, y vergas que volaban, la inmensa desintegración de un barco convertido en un infierno de ruido y llamas, y, más tarde, el sonido del agua enloquecida. Lo escuchó todo, e incluso imaginó los lingotes de oro del general, que alguien descubriría alguna vez en el fondo del mar. Pero todo quedaba ya a sus espaldas. Habían logrado lo imposible; el
Miranda
estaba vengado.
Miró tristemente a sus hombres, y sus rostros, que ahora significaban tanto para él. Al joven Heyward, sucio y exhausto, con un marinero herido atravesado sobre su regazo. Tyrrell, con un vendaje manchado de sangre en torno a su muslo, sus ojos cerrados por el dolor, pero con la cabeza vuelta, como para atisbar los primeros rayos dorados del sol; y Stockdale, que estaba en todas partes, vendando, prestando auxilio, arrojando su peso sobre un remo o ayudando a arrojar a un muerto por la regala. Era incansable, indestructible.