Al Mando De Una Corbeta (32 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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—¡Preparado, señor!

Apretó la mandíbula.

—Giren el timón.

Se puso en tensión, sintiendo cómo la quilla, infestada de algas, se deslizaba entre la fuerte corriente.

—¡Timón a barlovento, señor!

A través de la oscuridad, vio cómo las velas mayores flameaban frenéticamente, y escuchó el rumor de pasos mientras los hombres tiraban continuamente de las brazas.

—¡Larga foques!

La voz de Graves resonaba ronca sobre el estruendo de las lonas y las cuadernas.

—¡Cazar la mayor!

Un hombre cayó en la oscuridad, y una voz aulló salvajemente hasta devolver la calma a la cubierta de artillería. Bolitho se agarró aún más fuerte a las redes, y su cuerpo retemblaba con el casco cuando el
Sparrow
levantó su bauprés, vaciló y luego se deslizó pesadamente a través del viento.

—¡Aquellas brazas! —Tyrrell estaba reclinado sobre la batayola como para reconocer a cada marinero en la oscuridad—. ¡Vamos, chicos, más fuerte!

El
Sparrow
resistió un poco más, y entonces, con las velas llenas y resonando de nuevo, se ladeó sobre la amura contraria, y la espuma invadió las pasarelas y empapó a los hombres. Bolitho tuvo que gritar para hacerse escuchar sobre el ruido.

—¡Orzando al máximo, señor Buckle!

—Sí, señor —parecía sin aliento—. ¡Bolina franca!

Se sucedieron más minutos incómodos mientras los hombres se apresuraban a lo largo de las pasarelas y sobre ellas. Un tirón allí y un amarre, los hombres tensaban las drizas con rapidez, mientras en las proas los hombres seleccionados tomaban sus sondas y sus cabos y se dirigían hacia las cadenas de proa, preparados para comenzar el sondeo. Al final, incluso Buckle parecía satisfecho.

—Sureste, señor.

—Muy bien.

Bolitho echó una ojeada a las vergas y las brazas. Ni siquiera una fragata podría navegar con este viento. Nada podría. Tyrrell se inclinó hacia él, con la camisa pegada al cuerpo.

—Era esto lo que quería, ¿no, señor? —estaba gritando, pero su voz quedaba enmudecida por el rumor del agua en los costados—. ¿Está preocupado por el
Fawn
? —maldijo cuando su pie resbaló, y dio unas palmadas sobre su muslo.

Bolitho le sostuvo y esperó a que el casco cabeceara y se equilibrara de nuevo.

—Cuidado, Héctor. ¿Te duele?

Tyrrell mostró sus dientes.

—Dalkeith dijo que podrían quedar pequeñas astillas en el hueso. Hay balas de pistola que estallan cuando impactan contra un hombre —se puso en pie con esfuerzo y sonrió—. Tampoco está tan mal.

Bolitho observó a los gavieros que se deslizaban por los estays y obenques.

—Sí —dijo entonces—, imagino que esto era lo que quería. No puedo explicar mis temores —se encogió de hombros y añadió—. De modo que no lo intentaré —alejó sus dudas—. Ahora, Héctor, quiero que nuestra gente desayune y tome un vaso de licor. No tiene sentido volver a dormir ahora —estiró las puntas de sus dedos—. Luego apague el fuego y reúna a la tripulación. No entraremos en acción, pero deseo que todos los hombres disponibles estén sobre la cubierta cuando crucemos el banco.

Tyrrell le miraba con intensidad.

—¿Qué pasa con Heyward? ¿Vas a registrar esto?

Bolitho sacudió la cabeza.

—Ha aprendido su lección, de modo que no ha causado ningún daño. Cuando era un teniente joven, una vez me quedé dormido mientras hacía guardia —sus dientes brillaron, blancos en la oscuridad—. No me siento especialmente orgulloso de ello, pero por Dios que no volví a hacerlo.

Se movió hacia la cubierta de la escotilla e hizo una pausa.

—Bajo a vestirme. Prefiero que la gente no vea a su capitán con este aspecto a la luz del día —rió, y el sonido ascendió hasta un hombre que trabajaba en solitario en la verga de mayor—. Una cosa es vivir como un salvaje, y otra tener su aspecto.

Tyrrell se volvió a la batayola, moviendo despacio su pierna cuando el dolor le atravesaba. Acababa de ver a otro Bolitho. Desnudo de cintura para arriba, con el pelo negro aplastado sobre la frente, parecía tan joven o más que Heyward. En un momento como ese, Tyrrell se había sentido conmovido por su preocupación por los hombres, y le había impresionado su alegre temeridad respecto a los cercanos bancos de arena.

Heyward vino de la cubierta de artillería y esperó para resumir su deber.

—Despida a la guardia abajo —dijo Tyrrell—, y haga que los oficiales suban a popa y esperen instrucciones.

—¿Se me presentan mal las cosas? —preguntó Heyward sombríamente.

Tyrrell le dio una palmada en el hombro.

—¡No, hombre, no! —rió ante su sorpresa—. Le has hecho un favor al capitán. Si lo hubieras llamado antes, se hubiera visto forzado a virar. Tu error le ha permitido iniciar otra línea de acción.

Se alejó silbando para sí mismo, con los pies desnudos resonando sobre las cuadernas empapadas por la espuma. Heyward subió hasta la cubierta inclinada y se unió a Buckle junto al timón.

—Creo que no lo entiendo.

Buckle le estudió con cierta duda.

—Bueno, te aconsejo que no intentes comprenderlo —se inclinó hacia la escota, y añadió:— Y la próxima vez que quieras jugar a ser Dios con mi barco, te agradecería que me avisaras antes.

Heyward echó una ojeada a la aguja y cruzó al lado de barlovento. Decidió con desgana que se era más teniente durante una guardia que por ostentar un rango. Miró hacia la tensa vela mayor y sonrió. Habían andado cerca, y por una vez, se había sentido aterrado por el rápido discurrir de los acontecimientos; imaginaba que el barco corría sin rumbo, arrastrándole a él y a todos los que se encontraban a bordo como un monstruo ingobernable. Ahora, en esos momentos, había aprendido algo. Si todo aquello ocurría de nuevo, sabría como actuar. Estaba seguro de ello.

Stockdale esperaba en la cabina con la camisa de Bolitho.

—¿Se durmió realmente durante la guardia, señor? —preguntó después de tenderle una toalla.

Bolitho se frotó el pecho y los brazos, sintiendo cómo la sal se secaba sobre sus labios como otra piel.

—Casi —¿Es que no había secretos para Stockdale?—. A veces tenemos que adornar un poco las cosas.

Se quitó los empapados calzones y los arrojó al otro extremo de la cámara. Mientras continuaba secándose el cuerpo desnudo, escuchó los calmosos pasos de Heyward en la cubierta sobre su cabeza.

—Conocí a un teniente que golpeó a un hombre por dar una información equivocada desde el puesto de vigía —añadió en voz baja—. Después de eso, el hombre estaba demasiado asustado como para decir nada, y cuando hubo peligro, se calló, por miedo a recibir otra paliza. Como resultado, el barco embarrancó y el teniente se ahogó.

Stockdale le miró con calma.

—Le estuvo bien.

Bolitho suspiró. Las moralejas se estrellaban contra Stockdale. El enorme timonel sacudió un par de pantalones nuevos y se los tendió. Durante otro minuto no habló, pero su frente arrugada delataba que estaba pensando.

—¿Y qué le pasó al marinero? —preguntó.

Bolitho le miró.

—Creo que fue azotado por incumplimiento del deber.

La curtida cara de Stockdale se iluminó en una amplia sonrisa.

—Eso lo demuestra, ¿no, señor? No hay justicia en el mundo para ninguno de nosotros.

Se sentó, con una pierna aún enredada en los pantalones. Como solía ocurrir, Stockdale tenía la última palabra.

XII
Un giro del destino

El teniente Tyrrell se aferró a la batayola del alcázar y fijó su mirada en la pasarela de estribor.

—¡Maldita sea esta niebla! —se reclinó sobre la barandilla, tratando de aguzar los ojos en un esfuerzo por ver más allá del castillo de proa—. ¡Y maldita sea nuestra suerte!

Bolitho no dijo nada, pero se desplazó hasta el lado opuesto de la cubierta. Desde antes del amanecer, con las sondas trabajando sin cesar, y todos los ojos y los oídos atentos a las medidas de profundidad que iban siendo gritadas en alto, el sonido de las rompientes lejanas y el ocasional hervir de la espuma delatora en la oscuridad, había sido muy consciente de cómo la niebla se iba espesando. No resultaba algo excepcional en aquellas aguas y en aquella época del año, pero había esperado que desapareciera rápidamente, que se aclarara con la primera huella de sol matutino.

Ahora, mientras observaba más allá de la amura, sabía que se había espesado aún más que antes. Se movía lentamente empujada por el viento, se envolvía entre los obenques y parecía colgar del aparejo como si fuera hierba pálida. Más arriba de las vergas de juanete no se podía distinguir nada, y aparte de un pequeño cuadrado de agua junto al costado el mar también permanecía oculto. Avanzando al mismo tiempo que el cauteloso progreso del barco, la niebla cortaba de tajo toda impresión de movimiento, de modo que parecía como si el
Sparrow
estuviera suspendido en una nube, como un velero fantasma.

—¡Marca cinco! —gritó una voz bajo el alcázar.

La llamada del marinero fue silenciada por el rumor que pasó de boca en boca, desde los sondeadores en las plataformas. Bolitho había ordenado que el barco se preparara para entrar en acción, y, con la niebla que lo cubría impidiéndoles ver y escuchar, todas las precauciones resultaban necesarias.

Miró de nuevo hacia los juanetes. Se estaban comportando bien; llevaban la corbeta suavemente a través de los estrechos, con sus lonas al viento brillantes, empapadas, bajo la luz grisácea que demostraba que más allá de la niebla existía un sol, y quizá la visión de la tierra.

¡Cuatro de profundidad!

Bolitho caminó hacia la popa, hasta el timón, donde Buckle permanecía en pie, con la niebla que se movía entre sus piernas separadas y le daba la apariencia de un espectro. Se puso en tensión cuando vio que Bolitho se aproximaba.

—El barco se mantiene sin problemas, señor —informó—. Sureste, como antes.

Desde la cubierta de artillería llegó el sonido de un roce de madera, y cuando Bolitho se volvió vio que uno de los remos largos ondulaba sobre el agua antes de alcanzar el ritmo de los otros. Había ordenado que dispusieran los remos una hora antes, por si acaso el viento cesaba o arribaban a un banco inesperado, porque esa sería su única manera de salir de allí.

—¡Los de cubierta! —la voz del vigía parecía provenir de la propia niebla—. ¡Barco en el costado de estribor!

Bolitho miró hacia lo alto, y se dio cuenta por vez primera de que la niebla adoptaba un tinte amarillento, como la niebla del Mar del Norte. Al fin, un poco de sol. Mucho más arriba de la cubierta, aislado por un jirón de niebla, el vigía había avistado otro velero.

Vio cómo Tyrrell y los otros le observaban, sorprendidos en distintas actitudes cuando la aguda llamada del vigía les alcanzó.

—Debo subir a la arboladura, señor Tyrrell —dijo Bolitho. Se deshizo de su espada y se la entregó a Stockdale—. Mantenga los ojos bien abiertos y asegúrese de que el ancla pueda ser arrojada en el instante en que sea necesario.

Se apresuró en recorrer la pasarela, con la mente dividida entre la visión inesperada de un barco extraño y sus crecientes náuseas ante la perspectiva de tener que escalar hasta donde se encontraba el vigía.

Entonces se impulsó hasta los obenques principales se aferró a los flechastes, que temblaban ligeramente, con tanta fuerza como si el barco se encontrara bajo una galerna. A través de los flechastes vio a Graves abajo, en la cubierta de artillería, con los hombros encogidos, y sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

Bethune estaba junto a él, con una mano sobre un cañón del doce y la otra protegiendo los ojos de la luz mientras atisbaba entre la niebla. A lo largo de todo el barco los hombres permanecían quietos como estatuas, con las espaldas desnudas brillantes por la humedad que goteaba sin pausa de las velas y las jarcias, de modo que parecía que sudaban, como si estuvieran en mitad de un combate.

Aquí y allá una camisa conocida, o el atavío más oscuro, azul y blanco, de un ayudante de artillero, destacaba del resto, como si un artista hubiera encontrado más tiempo para perfilar sus posturas antes de detenerse en otro punto del cuadro.

—¡Marca cinco! —el aviso llegó a la popa desde el castillo de proa, como un canto fúnebre.

Bolitho se representó mentalmente la carta de navegación. La marea comenzaba a descender. Pronto todos los canales, incluso los considerados seguros entre los bancos de arena surgirían del fondo, como grandes mandíbulas prontas a devorar su presa.

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