Dalkeith espero a que Bethune se fuera.
—¿Le solicitarán en Nueva York, señor? Si fuera así, podríamos llevar a Tyrrell a un hospital. Ellos tienen más medios, y podrían suministrarle los cuidados oportunos.
Bolitho movió la cabeza.
—Me temo que no. Si cumpliera esa misión, el barco procedería del sur. Amigo o enemigo, eso lo veremos ahora.
Escuchó el suspiro de Dalkeith cuando le dejó y se apresuró a subir la escala hasta la toldilla. Echó una rápida mirada al timonel.
—¡Nor-noroeste, señor! —gritó éste con voz ronca. Sus labios estaban despellejados por el calor.
—Nuestro vigía aún no ha avistado el barco, señor —informó Graves. Su boca se contrajo y añadió rápidamente:— Podría ser cualquier cosa.
Era un comentario sin intención, pero Bolitho sabía que lo había hecho para ocultar su preocupación. Había sido testigo de cómo la tensión se cebaba especialmente en Graves. Ahora su mandíbula tensa delataba su tormento interior como los síntomas de una enfermedad.
—Muy bien. Llame a los hombres y prepárense para dar alcance al
Heron
. Despliegue los juanetes y ponga rumbo dos cuartas a estribor. Vio a Buckle, que escalaba trabajosamente por la escotilla y le llamó.
—¡Un barco, señor Buckle! ¡Puede que nos traiga suerte!.
—Ya va siendo hora, señor —apuntó el piloto.
Bolitho escuchó el ruido de una cojera familiar, y se volvió para encontrar a Tyrrell que caminaba por la pasarela de babor.
—¿He oído algo sobre un barco, señor? —sonrió. Protegió sus ojos del sol mientras observaba a los hombres que se apresuraban a sus puestos—. ¡Eso sí que es una novedad!
Bolitho se mordió los labios. Le resultaba muy doloroso presenciar el renovado entusiasmo de Tyrrell, y saber lo que debía hacer. Si es que Dalkeith estaba en lo cierto; y lo estaba.
Podía ver las velas del
Heron
bien recortadas en el horizonte, y supo que Farr le esperaba para unirse a él, aunque no fuera más que para romper la monotonía.
En una hora el extraño se había identificado: era el
Lucifer
, con sus grandes velas de goleta desplegadas como alas cuando avanzaba a favor del viento; la espuma salpicaba sobre su bauprés y dejaba una viva estela plateada.
Fowler se encontraba en los obenques de sotavento con un catalejo, con su rostro pequeño y porcino sonrojado por el calor.
—Del
Lucifer
, «llevo despachos a bordo» —miro hacia abajo, a la toldilla, como si estuviera orgulloso de su descubrimiento.
—Proceda, señor Tyrrell.
Bolitho presenció el loco ajetreo a bordo del
Lucifer
para acortar vela y prepararla antes de situarse a sotavento del
Sparrow
. El
Lucifer
era un barquito estupendo. Se preguntó si su vida hubiera cambiado de tal manera de haberse hecho cargo de él en lugar de del
Sparrow
. Vio con qué prisa era lanzado al agua el bote de la goleta. Algo como un resorte saltó en su interior y le dio consejo.
—Haga una señal al
Heron
—dijo—. Reunión con el capitán a bordo.
—¡Señor, sí, señor! —Fowler hizo chasquear sus dedos y continúo haciéndolo hasta que las banderas aparecieron en la verga del
Sparrow
. La yola de Farr se enganchó a las cadenas unos minutos después de la llegada del capitán del
Lucifer
.
Odell acudió a bordo en persona, y cuando se quitó el sombrero en la toldilla y dedicó una mirada aguda al torso desnudo de Bolitho, Farr subió a su lado.
—¡Por el amor de Dios! —dijo, alegremente—. ¿Qué le trae por aquí, hombre? ¿Nos echaba de menos en Antigua?
Odell se alejó unos pasos y se volvió a ellos.
—Los franceses han desaparecido, señor.
Durante un momento nadie habló. Bolitho retuvo esas palabras en su mente, pero sin dejar de observar a los que estaban junto a él; Stockdale, junto a la escotilla, ligeramente de lado, como para escuchar mejor; Buckle y Tyrrell, con los rostros delatando asombro, y algo más, quizás alivio, por haber salido de dudas.
—Venga abajo.
Bolitho les guió hasta su cámara, olvidando el calor y la monotonía de la patrulla.
Odell se sentó al borde de la silla; sus rasgos no dejaban entrever la tensión que debía haberle supuesto estar al mando a lo largo de una travesía tan larga desde Antigua.
—Ahora, cuéntenoslo todo —dijo Bolitho en voz baja.
—Llevé los despachos a la flota, como se me ordenó —Odell hablaba de manera entrecortada y errática, y asentía con la cabeza al mismo tiempo que decía las palabras, No resultaba difícil adivinar de dónde venía su reputación de estar un poco trastornado. Bolitho sospechaba que era un hombre que se encontraba en el filo de la navaja, al borde de la locura, pero no había duda de la precisión de sus informes—. El almirante Rodney designó una flota de catorce barcos de guerra para auxiliar a nuestras fuerzas en Nueva York.
—Por Dios, eso ya me gusta más —murmuro Farr—. No soporto a nuestro almirante Graves.
Los ojos de Odell brillaron peligrosamente ante la interrupción.
—Rodney ha partido para Inglaterra —dijo, dando un golpe—. Está enfermo. Hood manda sobre los refuerzos.
Farr no pareció en absoluto avergonzado.
—¡Ah! pues mejor. He servido bajo las órdenes del almirante Hood y le respeto.
—Déjenos escuchar todo —dijo Bolitho—. Imagino que hay más.
Odell asintió.
—El conde De Grasse zarpó con unos veinte navíos de línea. Las patrullas informaron de que escoltaba al convoy de turno y que abandonaban las islas.
—Eso ocurre con bastante frecuencia, creo —dijo Bolitho.
—Sí. Pero no se ha visto a De Grasse desde entonces —las palabras cayeron en la cabina con la fuerza de unos balazos.
—¿Una flota entera? —exclamó Farr—. ¿Desaparecida? Eso es más que imposible.
—Pero así es —Odell le miró—. Los barcos del almirante Hood deben de estar atravesando esa zona hasta bien al este, y hay varias fragatas buscando por todas partes —extendió las manos—. Pero no hay rastro de De Grasse.
—Bien —Farr volvió la vista a Bolitho—. ¿Qué opina de esto?
—Le agradecería que me sirviera un vaso de algo, señor —probó a decir Odell—. Estoy seco como pan de pobre.
Bolitho abrió su armario y le tendió una jarra.
—Hood se unirá a Graves en Sandy Hook —dijo—. No les igualarán en número, pero pueden dar buena cuenta de ellos si De Grasse escoge dirigirse hacia allí.
—Y Hood les dará una buena lección a esos franchutes del diablo —dijo Farr, con menos firmeza.
—Su flota es mayor que la del almirante Graves —replicó Bolitho—. Pero Graves es el responsable supremo, ahora que Rodney ha vuelto a casa —echó una ojeada a la ansiosa expresión de Farr—. Me temo que Graves guiará nuestras fuerzas si es que llega el momento de hacerlo —se volvió a Odell, que bebía el segundo vaso de vino—. ¿Sabe algo más?
Odell se encogió de hombros.
—Creo que el almirante Hood examinará la bahía de Chesapeake mientras se encuentra de camino a Nueva York. Algunos piensan que los franceses pueden atacar al ejército de Cornwallis. Si no, Nueva York será el punto decisivo.
Bolitho se obligó a sentarse. Resultaba extraño sentirse tan conmovido por la información de Odell. Durante meses, durante años incluso, habían esperado una gran batalla marítima. Habían soportado muchas escaramuzas y amargas batallas de barco a barco, pero todos sabían que aquello ocurriría antes o después. Quien dominara las aguas que rodeaban América controlaría el destino de aquellos que luchaban dentro de sus fronteras.
—Una cosa es cierta —dijo—. No servimos de nada aquí aislados.
—¿Quieres decir que debemos unirnos a la flota? —preguntó Farr.
—Algo parecido.
Intentó aclarar su mente, y sopesar los hechos que Odell había narrado brevemente. De Grasse podía estar en cualquier sitio, pero resultaba ridículo imaginar que había navegado de vuelta a casa, dejando su misión incompleta. Sin su presencia en las Indias, los ingleses podrían dedicar todos los hombres y los barcos a luchar por América, y De Grasse era lo suficientemente astuto como para saber lo mucho que se le necesitaba.
Se movió hacia la mesa y sacó una carta de navegación de su soporte. Estaban a unas setecientas millas de cabo Henry, situado en la boca de la bahía de Chesapeake. Si el viento continuaba a su favor, podrían acercarse a tierra en cinco días. Si los barcos del almirante Hood ya estaban allí, él mismo podría proporcionarles nuevas órdenes. Las corbetas resultaban más que útiles para las búsquedas cerca de la costa, o para transmitir mensajes en una batalla.
—Pretendo dirigirme hacia el norte —dijo muy despacio—. A Chesapeake.
Farr se puso en pie.
—¡Bien! —exclamó—. Voy con usted.
—¿Se arroga usted toda la responsabilidad, señor? Preguntó Odell. Sus ojos se habían vuelto opacos.
—Sí. Desearía que usted permaneciera aquí, por si acaso algún barco se acerca por aquí. Si lo hacen, puede seguirnos a toda marcha.
—Muy bien, señor —añadió Odell, con toda calma—. Quisiera que me lo pusiera por escrito.
—¡Maldita sea, marioneta sinvergüenza! —Farr golpeó en la mesa con el puño—. ¿Dónde ha quedado eso que se llama confianza?
Odell se encogió de hombros.
—Confío en el capitán Bolitho, no lo dude, señor —sonrió brevemente al enfatizar ese señor—. Pero si él y usted mueren, ¿quién podrá decir que yo me limitaba a obedecer órdenes?
Bolitho asintió.
—Me parece que es justo. Lo haré ahora mismo —vio que los dos hombres se observaban con abierta hostilidad—. Ahora, tranquilícense. Nos equivoquemos o no, será mejor que nos pongamos en marcha. De modo que no empecemos con un enfado, ¿de acuerdo?
Odell mostró los dientes.
—No pretendía ofender a nadie, señor.
Farr tragó saliva con dificultad.
—En ese caso, supongo que… —sonrió abiertamente—. ¡Pero, por Dios, Odell, me ha puesto usted a prueba!
—Bebamos juntos.
Bolitho quería subir a cubierta, para compartir sus noticias con Tyrrell y los demás, pero sabía que ese momento resultaba igualmente importante; unos pocos segundos que todos recordarían cuando los otros barcos fueran unas simples siluetas en el horizonte. Elevó su vaso.
—¿Por qué brindamos, amigos?
Farr cruzó una mirada con él y sonrió. Al menos, él comprendía.
—Por nosotros, Dick. Eso me bastará. Bolitho colocó el vaso vacío sobre la mesa. Una brindis sencillo; pero el rey, la causa, incluso la patria resultaban demasiado lejanos, y el futuro muy incierto. Sólo se tenían los unos a los otros y a sus tres pequeños barcos para sobrevivir.
Con las piernas extendidas para contrarrestar el incómodo y constante movimiento del barco, Bolitho dirigió el catalejo más allá de las redes y esperó a que la línea costera apareciera en la lente. Se acercaba la puesta de sol, y cuando el potente brillo naranja retrocedió más allá de las cercanas lomas de tierra se obligó a concentrarse en lo que veía, más que en lo que se imaginaba de sus cartas. En torno a él, otros catalejos enfocaban también, y escuchó la pesada respiración de Tyrrell a su lado, y el chirrido de una tiza en la pizarra de Buckle junto al timón.
A unas millas de cabo Henry, el cabo que se encontraba más al sur de la entrada a la Bahía de Chesapeake, el viento había variado casi por completo, y cambiado de nuevo más tarde. Habían tenido que añadir un día a su viaje, que hasta entonces había transcurrido de modo muy veloz, y mientras trataban de no chocar desesperadamente con la costa a sotavento, y luchaban por encontrar un poco de espacio, Bolitho había avistado la bahía borrosa con algo muy similar a la furia. Y ahora, después de su largo intento de llegar hasta la entrada, se enfrentaba a una nueva decisión; mantenerse lejos de la costa hasta el amanecer, o probar suerte y fortuna entre el cabo Henry y la parte de tierra más al norte en la que sin duda habría una oscuridad total. Tyrrell bajó su catalejo.
—Conozco bien esta entrada. Hay un gran terreno en su mitad, una lengua de tierra que lo divide en dos y se adentra en la bahía; con cuidado, se puede avanzar por cualquiera de los lados, pero con el viento en nuestra contra yo sugeriría probar el canal más al sur. Si conservamos esa lengua de tierra a sotavento, podemos mantenernos a unas tres millas del cabo Henry —se frotó la barbilla—. Si nos equivocamos y nos dirigimos más hacia el sur, debemos andar con cuidado. Hay bancos de arena en las afueras del cabo, y muy peliagudos, además.
Bolitho elevó de nuevo el catalejo para observar unos resplandores rojos que danzaban tierra adentro.
—Un cañón —repuso Tyrrell—. Muy lejano.
Bolitho asintió. Si Tyrrell acusaba la tensión de encontrarse tan cerca de su hogar no lo demostraba.
—Más arriba del río York, diría yo —Continuó Tyrrell—. Y artillería pesada, a lo que parece.
—No hay rastro de ningún barco, señor —dijo Heyward, que permanecía junto a él.
—Ni los habrá —Tyrrell observaba a Bolitho—. Justo en torno a cabo Henry se abre la bahía de Lynnhaven. Es un buen refugio donde los grandes barcos fondean a veces, cuando el tiempo no acompaña. No, no veríamos ni siquiera una flota entera desde aquí. —hizo una pausa—. Tendríamos que adentrarnos hasta el viejo Chesapeake.
Bolitho tendió el catalejo a Fowler.
—Opino lo mismo. Si esperamos más tiempo el viento puede rolar. Nos encontraremos de nuevo con la costa a sotavento, y perderemos aún más horas intentando alejarnos de allí.
Se volvió para atisbar el
Heron
. Sus juanetes arrizados aún reflejaban la luz del sol que se desvanecía rápidamente, pero, más allá, el mar se encontraba en completa oscuridad.
—Muestre los faroles de señales al
Heron
. El capitán Farr sabe qué hacer —se volvió a Tyrrell—. El lugar está muy mal descrito en la carta de navegación.
Tyrrell sonrió, y sus ojos brillaron en la luz.
—A menos que las cosas hayan cambiado mucho, creo que podré guiarnos.
—¡Señal enviada, señor! —dijo Fowler.
Bolitho tomó una decisión.
—Altere el rumbo dos puntos a estribor —luego añadió muy despacio, refiriéndose a Tyrrell—. Odio entrar en este tipo de bahías. Me siento mucho más seguro en mar abierto.
El teniente suspiró.
—Sí. La zona de Chesapeake es muy áspera en muchos sentidos. Mide, de norte a sur, cerca de ciento cuarenta millas. Sin demasiado trabajo puede entrar ahí un barco de buen tamaño, y que vaya directo a Baltimore. Pero mide sólo treinta de un lado a otro, y eso únicamente en la desembocadura del Potomac.