La etnia judía estuvo presente en la península Ibérica desde tiempos muy antiguos, ejerciendo actividades comerciales y artesanales, viviendo en barrios especiales y formando una población aparte, según se desprende de la abundante legislación romana destinada a regular sus prácticas religiosas. Los judíos gozarían de un estatus parecido al del resto de los ciudadanos del Imperio romano, especialmente a partir de la promulgación del Edicto de Caracalla en el año 202. Como era normal en época romana, gozarían de tolerancia en materia religiosa, conviviendo con la religión oficial, las indígenas y otros cultos orientales atestiguados por la arqueología. A pesar del Edicto de Constantino en el 313 d. C., el paganismo siguió dominando el ambiente religioso hasta el final del Imperio.
Tras las invasiones de los bárbaros, se dio un proceso de fusión entre la antigua población hispanorromana y los recién llegados, incluyendo las comunidades de judíos. Y durante el periodo anterior a la conversión de los visigodos al cristianismo, la monarquía los toleró y reconoció su culto, respetando el descanso del
sabbat.
Pero, a partir del III Concilio de Toledo (589), se iniciaron las persecuciones contra los seguidores de la ley mosaica, por razones religiosas y por la codicia que despertaba la posesión de sus bienes. «Que no sea lícito a los judíos tener mujeres propias
[uxores]
ni concubinas cristianas, ni comprar esclavos para usos domésticos…, que no se les permita ejercer oficio público…», rezan las actas del mencionado Concilio.
Un edicto del rey Sisebuto mandaba expulsar de sus casas y del reino a todos los infieles de raza judía, excepto los que abrazaran la religión católica, recibiendo el bautismo. Chintila y Recesvinto recrudecieron esta dureza contra la «perfidia judaica». Y durante el reinado de Chindasvinto (642-653), se prohibió a los bautizados que retornasen a la religión hebraica so pena de muerte y confiscación de sus bienes. A lo largo del siglo VII se desarrolla un verdadero clima de antisemitismo. No obstante, siempre hubo judíos en las ciudades que conservaron su religión, su forma de vida y sus barrios propios. Pese a la prohibición de matrimonios mixtos, estos se celebraban, e incluso en los momentos más difíciles no dejaron de existir. Hay constancia de ello en el reinado de Witiza, que en cierto modo fue tolerante con la población hebrea.
Cuando en el año 711 tropas musulmanas mandadas por Tariq atraviesan el estrecho de Gibraltar e inician la conquista de la Península, los judíos reciben a los árabes como libertadores y les ayudan en sus campañas. Durante los primeros siglos de dominación musulmana se da un notable desarrollo de las comunidades judías, que se administraban de manera autónoma. Y durante el emirato omeya de Córdoba (756-952) se consolidó esta situación y se favoreció el crecimiento de
aljamas,
como las de Mérida y Córdoba. Al igual que sucedía con los cristianos, esta minoría fue respetada, aunque sometida a tributos especiales, como dimmíes, gozando de libertad religiosa y relativo bienestar.
El resto arqueológico más antiguo que testimonia la presencia real de judíos en Hispania es del siglo II d. C. y se trata del epígrafe funerario de un tal Iustinus, natural de Flavia Neápolis (Samaria), hallado precisamente en Mérida. Según el padre Fidel Fita la judería emeritense debió de estar ubicada en las proximidades del puente.
Los califas de Damasco tuvieron grandes dificultades para controlar su gigantesco imperio musulmán. En sus inicios, entregaron el gobierno de las provincias a administradores de confianza; pero la lejanía y la lentitud de las comunicaciones obligó a los gobernadores a actuar por cuenta propia en la mayoría de los casos.
En el año 750 los abasíes derrocaron a los omeyas en el poder del califato en Damasco, y seis años más tarde Abderramán, miembro de la familia omeya, logró escapar a la matanza y se refugió en Al-Ándalus, donde instauró un nuevo Estado árabe, se proclamó emir en Córdoba y posteriormente se independizó de Damasco (773). Comenzaba de esta manera en Al-Ándalus el periodo denominado por los historiadores como «emirato independiente», al romperse definitivamente los lazos políticos con los califas abasíes.
Bajo el gobierno de Abderramán I, Córdoba se convirtió en la capital de Al-Ándalus. Las murallas de la ciudad fueron reforzadas y se construyeron numerosas mezquitas. Entre los años 784 y 785, el emir ordenó levantar a orillas del río Guadalquivir un nuevo palacio,
dar al-Imara,
y después, entre 785 y 786, una nueva mezquita Mayor a su lado. Al noroeste de Córdoba hizo edificar una residencia de verano rodeada de espléndidos jardines, a la que denominó al-Rusafa, como recuerdo de la famosa morada de los califas omeyas en Palmira. Gracias a que gobernó durante un largo periodo de tiempo, pudo establecer un Estado poderoso, bien organizado y próspero, con el que se inició la época de mayor grandiosidad en Al-Ándalus.
No obstante, el reinado del primer emir omeya de Córdoba fue un largo rosario de rebeliones ahogadas en sangre (756-788). Por cuyo motivo y para mantener un ejército estable de mercenarios que garantizase la estabilidad, impuso pesadas cargas fiscales a las comunidades de cristianos, sobre todo a los de las principales ciudades del antiguo reino godo: Toledo, Mérida, Sevilla, Córdoba… Muchos de los insurgentes de la orgullosa nobleza, ya fuera cristiana o conversa al islam, fueron apoyados por los abasíes o por Carlomagno. Y, como contrapartida, acudieron tribus árabes y beréberes en ayuda del nuevo emir independiente a mantenerse en el trono, las cuales se creyeron legitimadas a los mayores atropellos con los españoles… Como ejemplo sobre las intenciones de Abderramán I, sirvan estos versos que se le atribuyen en la crónica
Ajbar Mach’mua:
«No me anima otro deseo que el de cazar impíos, ya se encuentren en oculta madriguera, o en elevado monte».
Pero también entre los musulmanes hubo revueltas y Abderramán I tuvo que sofocar las conspiraciones urdidas por sus propios familiares y por los gobernadores de las regiones alejadas de Córdoba que actuaban por su cuenta. Como fue el caso de Sulaymán ibn al-Arabí, que formó una coalición junto con los gobernadores de Barcelona, Huesca y Zaragoza y pidió ayuda a Carlomagno, logrando que este viniera a la Península al frente de sus tropas. Sin que lograra entrar en Zaragoza, en su retirada fueron derrotadas las huestes cristianas en el paso de Roncesvalles, donde murió Rolando, duque de Bretaña. Todo esto es lo que se narra en la célebre épica francesa
La Chanson de Roland.
Durante el breve reinado del segundo emir independiente, Hixem I (788-796), hubo necesidad de hacer frente a conspiraciones urdidas por sus hermanos, pero se mantuvo la autoridad de Córdoba y pudo dedicar sus esfuerzos a organizar el reino y combatir a los cristianos del Norte.
El tercer emir del Al-Ándalus independiente, Alhakén I (796-822), hijo y sucesor del anterior, tampoco se vio libre de problemas durante su reinado. Por su política de signo favorable hacia los árabes, estalló el descontento de la población muladí y se produjeron graves sublevaciones en las ciudades fronterizas de Zaragoza, Toledo y Mérida. Estos problemas obligaron al emir a organizar un ejército de mercenarios beréberes y eslavos, que sufragó incrementando notablemente los impuestos. El aumento de la presión fiscal provocó el denominado «motín del arrabal de Secunda» en Córdoba (818), cuando se levantó en armas el barrio que se había edificado por el sur, al otro lado del Guadalquivir, debido al enorme aumento de la población de la ciudad. El gobierno del tercer soberano omeya era considerado tiránico y poco acorde con la ley islámica, lo que motivó que los
fuqaha
o alfaquíes más influyentes empezasen a soliviantar a la gente con sus prédicas, acusando al emir de impío e inmisericorde. La población se sublevó en los barrios que se encontraban muy próximos a la mezquita Mayor y al Palacio de los Emires, ambos a la orilla del Guadalquivir y separados por una pequeña calle llamada
Mahachcha ’uzma
. El peligro era, pues, enorme y las crónicas dicen que las masas furibundas llegaron hasta las mismas puertas de la residencia del emir. Alhakén I había salido a cazar y, cuando regresaba, encontró en Córdoba una gran muchedumbre armada pidiendo su destitución frente al Alcázar. El jefe de la guardia ordenó entonces a sus jinetes que incendiaran los edificios del arrabal. La argucia funcionó y la gente se retiró cuando vio sus hogares en llamas. El ejército de Alhakén persiguió a los rebeldes. La represión fue muy dura: el saqueo del arrabal sublevado duró tres días y aunque se perdonó a los
fuqaha,
trescientos notables fueron crucificados. El barrio fue convertido en campo de labranza y varios miles de personas tuvieron que exiliarse. Algunos de los exiliados pasaron al Mediterráneo oriental, donde se unieron a un grupo de piratas de origen andalusí de Alejandría y juntos se apoderaron de la Creta bizantina en 827. Otros fueron al norte de África, a Fez, que había sido fundada recientemente por los idrisíes, y poblaron el barrio llamado de los Andalusíes.
También hubo revueltas en Toledo y en Mérida, como veremos más adelante. La revuelta de Toledo, conocida como la «jornada del foso» (797), terminó con el asesinato de una parte considerable de la nobleza de la ciudad. Alhakén quiso terminar de una vez con la pertinaz rebeldía de los toledanos y dispuso una estratagema: nombró como nuevo valí a un hombre de su confianza llamado Amrús. Aprovechando el pretexto de la llegada a la ciudad del príncipe heredero Abderramán, el nuevo gobernador invitó a la aristocracia local a un gran banquete en la nueva fortaleza, pero los convidados, a medida que iban llegando, eran conducidos a la orilla de un foso del que se había sacado la tierra para la obra, donde los verdugos de Amrús los decapitaban uno por uno y sus cabezas eran arrojadas al foso preparado de antemano. Amrús, que acabó ganándose la confianza de los toledanos, les convenció de la conveniencia de edificar una ciudadela que mantuviese a la guarnición alejada de la vida ciudadana. Aquella fortaleza edificada por entonces es el actual Alcázar de Toledo.
Como consecuencia de estas drásticas medidas, Alhakén I dejó a su muerte, en 822, un reino relativamente sometido y un Estado bastante organizado administrativa y fiscalmente, como demuestra el volumen de emisiones monetarias que crecía regularmente. Se le atribuye el acierto de reforzar el gobierno y la administración; aumento del número de los cargos, racionalización de la organización fiscal y monetaria, todo ello inspirado en el ejemplo del califato de Bagdad. Pero esto requería fondos y el emir volvió a aumentar considerablemente los impuestos año por año, lo cual originaría malestar en el reino y graves problemas a la larga.
El cuarto emir independiente de Córdoba, que reinó con el nombre de Abderramán II, nació en el año 790 y murió en 852. Sucedió a su padre Alhakén I en 822. Por lo tanto, tenía treinta años de edad cuando accedió al trono y, como antes les sucediera a su padre y a su abuelo, tuvo que defender su legitimidad como heredero frente a su tío Abd Allah. Consciente del poder e influencia de los alfaquíes cordobeses, intentó evitar tenerlos como enemigos y ordenó derribar el mercado de vinos de la ciudad, para demostrar su fidelidad a los preceptos del Corán. También, desde el principio de su reinado, buscó congraciarse con la población para evitar revueltas y conflictos. Para tal fin, mandó crucificar al que había sido responsable de la seguridad de su padre, un conde cristiano que las fuentes llaman Rabí, el cual estuvo al frente de la guardia cuando la cruel represión de la revuelta del arrabal. De aquí la era de paz y de prosperidad que el cronista Ahmad al-Razi compara con una permanente luna de miel entre el emir y su pueblo. Aunque los alzamientos, sofocados fácilmente, son incesantes: los beréberes de Ronda, en 826; Mérida, en 827; la comarca de Todmir, en 828; Toledo, a partir de 829; las Baleares, en 846; Algeciras, en 850.
En comparación con los periodos precedentes, en general, puede afirmarse que el reinado de Abderramán II fue de relativa calma y prosperidad. Aunque también organizó campañas guerreras contra los cristianos del Norte. En la aceifa contra el reino de Asturias saqueó e incendió León, y en la expedición a la Marca Hispánica, sitió Barcelona y Gerona. En el año 844 hizo frente a los normandos que atacaron Lisboa y llegaron hasta Sevilla, derrotándolos junto al Guadalquivir.
Por lo demás, fue un monarca culto, refinado, amante de la poesía y del lujo y, según decían, tuvo un gran sentido del humor. Ibn Idhari nos ha dejado el siguiente retrato de él: «… era alto, moreno, de ojos grandes y negros, la nariz aquilina, los párpados morenos y larga barba; hacía mucho uso del
henné
[henna] y del
ketem.
Tuvo cuarenta y cinco hijos y cuarenta y dos hijas». El gran arabista Dozy, con sus dotes insuperables de narrador, pinta con viveza el carácter del emir: era un árabe de pura raza, en el cual se reencarnaban por atavismo las cualidades de sus antepasados que vivían errantes en los desiertos de Siria; valiente con jactancia, vengativo y, como los antiguos árabes, no tenía escrúpulo en beber vino; cruel y poeta, su musa era la venganza, inspiradora, juntamente con el amor, de los juglares primitivos de su raza.
Organizó la corte a imitación del modelo de Bagdad e introdujo un ceremonial y protocolo que perduró durante el periodo califal cordobés. En esto le sirvió como consejero el músico de origen árabe Ziryab, protegido y amigo personal del emir, que aportó su influencia oriental en los usos sociales y en la música de la capital.
Durante el reinado de Abderramán II se llevó a término la primera ampliación del oratorio de la mezquita Mayor de Córdoba, se edificaron palacios, se reforzaron las murallas y aumentó considerablemente la población de la ciudad.
El historiador hispano-musulmán Ibn Hayyan (Córdoba, 988 –
íd.
, 1076), autor de
Al-Matin
y
Al-Muqtabis,
obras en las que relató el periodo de predominio musulmán en España, nos deja el mejor y más detallado testimonio que poseemos sobre el reinado de los omeyas. Estos textos fueron la base de la
España musulmana
de Lévi-Provençal.
La antigua Emerita Augusta fue una de las ciudades más importantes de la Hispania romana. Situada en la orilla del río Anas (Guadiana), además de ser puerto fluvial, constituía un enclave principal en las vías de comunicación de la Península, siendo un cruce de caminos en el eje Hispalis-Legio-Gallaecia. Estos elementos, unidos a su particular régimen administrativo y político en el conjunto del reino, hicieron de Mérida un emporio comercial importante y un enclave religioso y cultural de primera magnitud en la época visigoda.