Alera (22 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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Destari se dio cuenta de lo que sentía y habló por mí:

—Tanto la Reina como yo preferiríamos que me quede aquí. ¿Ha dicho el capitán por qué me necesita?

El sargento me miró fijamente, inseguro de hasta qué punto podía hablar con claridad en mi presencia, y al final empujó a Destari a un aparte.

—Los exploradores han encontrado un caballo —le dijo en voz baja, aunque perfectamente audible.

—¿Un caballo? —preguntó Destari, inquieto.

No pude comprender el significado de las palabras del otro guardia. El sargento asintió con la cabeza.

—Uno de los nuestros, sin jinete, que vagaba por los campos. Lleno de sangre.

—¿Lo han podido identificar?

El sargento asintió con la cabeza y con expresión adusta, Destari bajó la vista, como si acabara de comprender que se trataban de las peores noticias.

—¿De quién era el caballo? —pregunté, atemorizada.

El guardia nos miró a Destari y a mí, dudando sobre si debía contestar, pero mi guardaespaldas estaba demasiado absorto en sus pensamientos, para prestarle atención.

—De London —respondió el sargento, que no se había atrevido a ignorar la pregunta de la Reina.

Se me hizo un nudo en el estómago y tuve que contener el vómito. Las piernas me fallaron y Destari me sujetó con el brazo. Pero yo lo aparté.

—Voy contigo a ver a Cannan —dije, casi sin voz.

Destari asintió rápidamente con la cabeza y salimos de mi aposento. Bajamos deprisa la escalera de caracol hasta la planta inferior; el sargento nos siguió. Al entrar en la sala del Trono desde la sala del Rey, nos encontramos con Galen, Casimir, Cargon y otros guardias de elite reunidos al lado hablando entre ellos. Steldor estaba sentado en el trono y se lo veía cansado. Cannan se encontraba de pie a su lado.

El Rey reaccionó con una expresión de sorpresa al ver que yo había llegado con Destari. Los demás hombres fruncieron el ceño al verme, pero enseguida retomaron la conversación. Steldor levantó una mano para hacerlos callar.

—Alera, sé que estás preocupada por London, pero esto es un asunto militar. Puedo hacer que alguien te acompañe a tu salón, o bien, puedes esperarme en mi gabinete.

Lo miré sin acabar de creer lo que acababa de oír, pues esperaba que me obligara a marcharme. Pero me estaba dando la oportunidad de escuchar la conversación. Nos miramos a los ojos y me di cuenta de que lo había hecho conscientemente.

—Iré a vuestro gabinete, mi señor —me apresuré a decir, mientras le dedicaba una rápida reverencia.

Me dirigí hacia la derecha del estrado y entré en la estancia. Dejé la puerta entreabierta para poder oír cada palabra que dijeran. Luego arrastré hasta ella uno de los sillones que había delante de la chimenea y me senté a escuchar.

—Por la cantidad de sangre que tenía el animal en el pelaje, debemos pensar que London sangraba profusamente mientras cabalgaba hacia Hytanica. —La voz de Cannan llegaba con facilidad hasta el estudio—. Es probable que cayera de su montura estando en nuestras tierras, pues el animal casi llegó a la ciudad. Los hombres de Cargon han estado explorando la zona donde encontraron el caballo, pero no han hallado ningún rastro de London. La cuestión, ahora, es si debemos, o no, enviar a un grupo de exploradores. —El capitán hizo una pausa y, finalmente, terminó el análisis de la situación—: Francamente, es probable que London esté muerto.

Las palabras de Cannan me sentaron como una patada en el estómago, pero me obligué a continuar escuchando.

—Debe de haber recibido una herida grave, y es imposible saber cuándo le hirieron, pues no sabemos cuánto tiempo llevaba vagando el caballo. Enviar un equipo de exploración implica poner la vida de esos hombres en peligro.

Steldor fue el primero en reaccionar a la afirmación de Cannan.

—Pero si London está vivo, la información que pueda proporcionarnos será vital para actuar respeto al rapto de Miranna, o para defendernos ante un ataque cokyriano.

—Se podría explorar nuestro lado del Recorah sin poner la vida de nuestros hombres en un gran peligro —señaló Galen.

—Es verdad —dijo un hombre cuya voz no reconocí—. Pero si no lo encontramos en nuestras tierras, ¿será conveniente enviar a los hombres a territorio cokyriano?

—Eso los pondría ante un peligro importante, y yo no estoy a favor de corre ese riesgo, dadas las pocas posibilidades de que London esté con vida —respondió Galen.

—Parece que, por lo menos, sí vamos a explorar nuestras tierras de este lado del Recorah —decidió Steldor, cerrando el tema. Luego se dirigió a Destari—: Todavía no has dicho qué opinas sobre explorar el otro lado del Recorah.

—Sea cual sea la decisión que se tome aquí, yo iré a buscarlo —repuso Destari sin contemplaciones, en un alarde de absoluta lealtad que tenía hacia su amigo y camarada—. No pido que venga nadie más conmigo, pero debo ir, simplemente por el hecho de que nada le podría impedir a London hacer lo mismo si las circunstancias fueran las contrarias.

—Sospecho que hay otros que acompañarían gustosamente a Destari —dijo Cannan—. ¿Alguien?

Se oyó un coro de voces, y Steldor tuvo que acabar con la discusión.

—La decisión está tomada, entonces. No ordenaré a ningún hombre que cruce el Recorah para buscar a London, pero tampoco impediré que un pequeño número de voluntarios lo haga.

—Solamente necesitaré uno o dos hombres —anunció Destari—. Cuantos menos seamos, más posibilidades tenderemos de entrar en territorio enemigo sin ser vistos.

—Entonces, permitidme ir —dijo Galen, inesperadamente. Se hizo un silencio, e imaginé que todas las miradas se habían posado en el sargento de armas. Así fue pues cuando Galen volvió a hablar, su tono de voz era defensivo—: He recibido el entrenamiento necesario para llevar a cabo esta misión, soy joven y, por tanto, puedo creer en el éxito de ésta, y si tengo que convertirme en capitán de la guardia algún día, no podré esperar que los hombres me sigan como siguen a Cannan a no ser que tengan alguna experiencia en primera línea del frente.

—Entonces, queda decidido —sentenció Steldor, poniéndose de lado de su amigo, a quien siempre había considerado su hermano.

Cannan delegó en Destari la organización del grupo de exploradores a territorio hytanicano. Si no encontraban a London, esos hombres regresarían, y solamente Destari y Galen se aventurarían en tierra cokyriana para continuar con la misión.

Puesto que la discusión había terminado, volví a colocar el sillón en su sitio y, en ese momento, Steldor acabó de abrir la puerta del gabinete.

—Supongo que lo has oído —dijo al entrar.

—Sí.

Parecía exhausto, a pesar de que últimamente regresaba a nuestros aposentos a una hora razonable para charlar conmigo y de que luego parecía que se iba a la cama. Supuse que, a pesar de que yo había estado durmiendo hasta muy tarde, su trabajo había aumentado de forma significativa. Al pensarlo, otro motivo se añadió a los muchos que ya tenía para sentirme culpable.

—Probablemente no tendremos noticias durante unos días. Se te asignará otro guardaespaldas, o tres, o los que tú quieras. Cualquier cosa que necesites para sentirte segura en ausencia de Destari…

—Quiero un arma.

Se me escapó sin pensar, en cuanto me imaginé a ese delgado guardia que me había enviado para sustituir a Destari, y pensé en el incidente de un año atrás, con Narian, en el río, en el que Tadark estaba demasiado lejos para impedir que él me cortara la parte baja de la falda, supe que ésa era la única forma en que me sentiría segura. Los guardaespaldas eran efectivos solamente hasta cierto punto. Si Halias hubiera ido con Miranna hasta la capilla y se hubiera quedado esperando en el pasillo, ella se habría encontrado sola igualmente y no habría podido defenderse. Si alguien a mi lado sacaba una daga e intentaba hacerme daño, necesitaría poder hacer algo más que gritar.

—¿Un arma? —preguntó Steldor arqueando las cejas y con indicios de ese tono de condescendencia que últimamente y por suerte había desaparecido en él—. De verdad, Alera, sé que estás asustada, pero acabarías haciéndote daño, o puede que sólo consiguieras que esa arma se volviera en tu contra. No sabes manejar…

En ese momento se interrumpió y yo bajé la vista al suelo, incómoda. Sabía que acababa de recordar las breves lecciones de defensa personal que Narian me había dado y que él, de alguna forma, había descubierto. Desde luego, no estaba muy entrenada en ese arte, pero sí sabía cómo empuñar un arma, y eso rebatía el principal argumento de Steldor. Además, todo lo referente a Narian era un tema delicado, y yo no sabía cómo iba a reaccionar mi marido.

—Será mejor que continúes con tus actividades cotidianas —dijo en un tono de voz muy controlado.

Salí de la habitación sin decir nada más, contenta de haber logrado escapar indemne de la situación. Dos guardias de elite, que Steldor debía de haberme asignado poco antes, se unieron a mí. Salí de la sala del Trono, y dejé que Casimir esperar al Rey.

Durante los días siguientes, toda esperanza y la mínima alegría que había conseguido mantener desaparecieron. Continuaba echando de menos la voz de mi hermana, la alegría de su sonrisa, sus rizos rojizos que le caían sobre la espalda. Pero además, pensaba en London, que, aunque estuviera vivo, se encontraba solo y gravemente herido en alguna parte. Y, además, el miedo se había apoderado de mí y se había convertido en una segunda piel, pues los guardaespaldas que me habían asignado no me hacían sentir segura en absoluto.

Cannan ya había dado su permiso a Destari y a Galen para que cruzaran el río y se adentraran en territorio cokyiriano en busca de London. Puesto que las posibilidades de encontrarlo cada vez eran menores, mi preocupación acabó convirtiéndose en un duelo prematuro. London se había arriesgado muchas veces, y muchas veces había sobrevivido, pero su suerte no podía durar siempre. Quizás el destino ya le había dado el hecho de que nunca lo encontrarían, de que tal vez nunca sería enterrado por aquellos que le amábamos, de que quizá nunca llegáramos a saber que le había sucedido. Dado mi estado de ánimo, esperaba con un ansia casi desesperada la compañía de Steldor cada noche, pues cuando estaba con él me sentía protegida. Pero él se mostraba cada día más irritable; era evidente que la amenaza de la guerra, la preocupación por Miranna, por London y ahora por Galen se estaban cobrando su precio. A pesar de que yo lo comprendía, no podía evitar cierta indignación cada vez que él perdía la paciencia conmigo sin motivo alguno, especialmente en lo referente a Gatito, con quien Steldor parecía tener cada vez más problemas.

—¿Es que no vas a ponerle un nombre? —me dijo, exasperado, una noche, mientras colgaba sus armas en la panoplia de encima de la chimenea.

—¿Qué tiene de malo llamarlo Gatito? —pregunté, sentada en el suelo, mientras jugaba con esa bolita de pelo.

—Pues que le quita la fuerza, eso es lo que tiene de malo —respondió Steldor, que se sentó en el sofá y puso los pies, enfundados en las botas, encima de la mesita—. Este gato necesita un nombre antes de que se convierta en una gallina.

—No creo que a Gatito le preocupe mucho ser o no gallina —repliqué—. ¿Por qué te molesta tanto?

—¡No me molesta! —exclamó, cortante y pasándose una mano por el pelo.

Steldor intentaba mantener la frustración bajo control. Cerró los ojos y respiró profundamente. Luego se puso en pie y, aunque acaba de llegar, se volvió a colgar el cinturón de las armas.

—Tengo que irme —dijo, sin mirarme—. Necesito desahogarme.

Fue hasta la puerta con intención de marcharse, pero en cuanto la abrió vio a Casimir, que lo esperaba en el pasillo. Soltó un gruñido de frustración y la volvió a cerrar de un portazo. Entonces se retiró a su habitación y cerró la puerta con la misma violencia.

—Estamos muy irritados —dije en un murmullo, pero empecé a sentirme preocupada por el estado de ánimo de Steldor, pues los difíciles sucesos que estaba manejando le provocaban una gran tensión.

Dos noches después, mientras sufría un sueño irregular, pues tenía las mismas extrañas pesadillas que ya se habían convertido en mis compañeras nocturnas, me sobresaltaron unos golpes sordos y repetitivos. Me levanté de la cama, me puse la bata y abrí la puerta. En la sala vi a Steldor, que hablaba de prisa con un guardia de elite. No llevaba puesta la camisa lo cual significaba que también lo acababa de despertar. El guardia se machó y Steldor dio se dio vuela y me vio.

—Destari y Galen han regresado —dijo directamente mientras cruzaba la sala para entrar en su habitación. Al cabo de unos segundos regresó completamente vestido.

—¿London está con ellos? —pregunté con el corazón acelerado.

—Sí, aunque no sé en qué condiciones se encuentra.

—Pero ¿está vivo?

Steldor asintió con la cabeza mientras se colocaba el cinturón. Un alivio instantáneo me invadió.

—¿Dónde está? ¿Puedo verlo? —exclamé en un tono de voz que ponía de manifiesto de mi alegría.

—Se lo han llevado a una habitación de invitados de la planta superior. Pero, Alera… —Se interrumpió y me miró con gravedad—. Seguro que no está bien, Alera. Tienes que comprender… Que lo hayan traído a casa no significa que la muerte no se lo pueda llevar.

Asentí con la cabeza y repetí la pregunta con tono sereno y decidido:

—¿Puedo verlo?

Steldor me observó mientras evaluaba las opciones. Yo no tenía ni idea de qué esperaba al ir a ver London, no sabía cuán terribles podían ser sus heridas ni cómo me sentiría al ver en qué condiciones se encontraba. Pero sabía que debía ir a verlo.

—Te aconsejo que no lo hagas, pero no te lo voy a prohibir —dijo Steldor finalmente.

Le di las gracias antes de que saliera al pasillo. Luego entré en mi habitación para ponerme otra ropa adecuada. Cuando estuve vestida, subí corriendo la escalera de caracol que la familia real utilizaba, seguida por mis guardaespaldas, hasta la planta superior. Cuando llegué, oí unas voces y vi una tenue luz procedentes del lado contrario de los aposentos de mis padres. Me acerqué rápidamente y entré sin llamar.

Cannan, Galen y Destari, un poco apartados del guardia de elite, estaban hablando. Me bloqueaban la visión de la cama donde se encontraba London, lo cual quizá fuera bueno dadas las graves heridas que tenía. Al oír que me acercaba. Steldor se dio la vuelta y me hizo un gesto para que me sentara en un sillón que había al lado del fuego de la chimenea, en el otro extremo de la habitación. Desde allí vi a Bhadran, el médico de palacio, que se inclinó sobre la cama.

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