Alera (31 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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¿Y Narian? ¿Cómo había conseguido ese fuego en casa de Koranis? ¿Había sido un conjuro de Narian? Por ridícula que pareciera esa idea, era la única explicación que se me ocurría. Me esforcé por pensar en algo más, y empecé a darle vueltas a otra posibilidad. Quizás había utilizado pólvora, tal vez había trazado una línea de pólvora en el suelo antes de que nosotros llegáramos, quizás había previsto que necesitaría escapar. Pero era casi imposible. ¿Quién podría prever la necesidad de levantar un muro de fuego? Si alguien podía hacerlo, ése era Narian, pero eso no respondía la pregunta de cómo había conseguido encenderlo justo en el momento adecuado, y toda mi teoría se vino abajo. Entonces recordé la primera conversación que había mantenido con London sobre Cokyria, durante la cual me había dicho que nuestros soldados creían que el Gran Señor era capaz de matar a la gente con un gesto de la mano. ¿Era posible que Narian tuviera poderes similares? Y si era así, ¿de dónde los había recibido?

Me sentía mareada por toda la información que intentaba asimilar. Narian salvaba la vida de mi hermana cada vez que obedecía una orden; si no seguía las directrices de su señor, mi hermana moriría, pero eso no evitaría un ataque a Hytanica. Narian había dicho que el Gran Señor atacaría con o sin su ayuda, y que la lucha sería brutal. Parecía creer que para nosotros sería mejor que fuera él quien dirigiera la ofensiva contra nuestro reino, que él podría proteger mejor a las gentes de Hytanica si se convertía en nuestro conquistador. De alguna forma perversa, tenía sentido…, es decir, lo tenía si nosotros estábamos dispuestos a darnos por vencidos antes de que la guerra hubiera empezado.

Esa noche nada había salido bien: Destari me había traicionado; Narian me había dicho que olvidara todo lo que había sucedido entres nosotros y que continuara viviendo como si nunca nos hubiéramos conocido, y el hombre con quien estaba casada parecía deseoso de estrangularme.

Oí el ruido de la puerta al abrirse, y el portazo que siguió no dejó lugar a dudas de que Steldor había entrado en la sala. No me atrevía a respirar, tenía que viniera a buscarme o que me llamara. Pero él no hizo nada de eso. Lo siguiente que oí fue un violento portazo en su dormitorio. Suspiré, agradecida, y por fin me hundí entre mis almohadas.

Al día siguiente, el tiempo era el contrario a mi estado de ánimo. La brillante luz del sol se filtraba por la ventana de mi dormitorio y los pájaros cantaban de forma idílica justo al otro lado del cristal. Después de los sucesos del día anterior, esa felicidad resultaba irritante. Todavía me sentía cansada y tuve que obligarme a saltar de la cama. Mientras me vestía sin la ayuda de Sahdienne, mis movimientos eran lentos. Todavíano había asimilado lo que había sucedido.

Lo que más deseaba era que todo eso terminara. Quería que Miranna y London regresaran, y que volviera también la paz de que habíamos disfrutado dos años atrás. Quería no estar casada, y así librarme de los celos y la ira de Steldor, y quería que Narian… A partir de ese punto no supe continuar. Para hacerlo más simple, podía desear no haberlo conocido nunca, tal como parecía desear Narian. Pero cuando pensaba en él, no podía desear eso, no podía desear otra cosa que no fuera que estuviéramos juntos sin todos esos problemas que nos habían asaltado como una plaga. Quería escapar de esa desastrosa vida, pero no tenía más opción que soportarla con la tenue esperanza de que, de alguna forma, todo terminara bien. Salí a la sala y me senté en el sofá mientras despedía a Sahdienne. El silencio absoluto procedente del dormitorio de Steldor me decía que ya se había marchado, lo cual me complacía. Me hundí en el sofá, sin querer marcharme de allí, preocupada por lo que ese día podría traerme. Al final, unos golpes en la puerta me sacaron de mis pensamientos.

—Adelante —dije, pensando que Sahdienne se habría olvidado algo.

Me levanté con dificultad. Los músculos me dolían todavía de la actividad del día anterior, y dormir no me había sido de gran ayuda. Pero me quedé consternada al ver que era Cannan quien entraba. El capitán me dedicó un breve saludo con la cabeza y echó un rápido vistazo a la sala.

—¿Steldor está en su dormitorio? —preguntó.

—Creo que se ha marchado, aunque supongo que es posible que todavía esté ahí. Si es así, no ha hecho ningún ruido.

No podía mirar a Cannan a los ojos, pues estaba segura de que en ellos encontraría una expresión acusadora. Pocos meses atrás, cuando él se enteró de mi relación con Narian, yo me había sentido profundamente preocupada por la opinión que pudiera tener de mí. Pero en ese momento me parecía que no podría soportarla. Cannan se acercó a la puerta de la habitación de su hijo y dio tres fuertes golpes.

—¡Steldor! —llamó, pero no obtuvo respuesta.

—Yo pensaba que estaba en la sala del Trono, que se encontraba con vos.

El capitán me miró un momento. Luego abrió la puerta del dormitorio y, en cuanto entró, se detuvo en seco.

—¿Qué sucede? —pregunté, asustada de repente.

Sin hacerme caso, Cannan dio media vuelta y cruzó la sala.

—¡Halias, Casimir!—llamó.

Los dos guardias, que vigilaban el pasillo, entraron con expresión de alarma.

—La ventana está abierta —dijo Cannan en tono brusco mientras se presionaba en puente de la nariz y cerraba los ojos un momento—. Se ha marchado.

—¿Hay señales de pelea, capitán? —preguntó Casimir inmediatamente—. Seguro que la Reina o los guardias de palacio que vigilaban hubiera oído…

—No ha habido ninguna pelea —replicó Cannan con voz cansada y con cierta exasperación—. La habitación está en orden, pero faltan algunas de sus armas. Se ha marchado por voluntad propia. ¿Qué hizo anoche después de que habláramos en mi habitación?

—Se fue directamente a sus aposentos, señor —contestó Casimir, pues fue él quien estuvo con el Rey.

—Eso de da ocho horas de ventaja con respecto a nosotros, si es que ha abandonado la ciudad —calculó Halias.

—Ha salido de la ciudad —confirmó Cannan.

Halias y Casimir se miraron con las cejas arqueadas, preguntándose cómo había llegado su capitán a esa conclusión.

—¿Señor? —preguntaron al mismo tiempo.

—Esta mañana faltaba un caballo en el establo de mi casa de la ciudad. Supuse que se trataba de un ladrón, pero Steldor habrá sido listo y no se habrá llevado su propio caballo. Cualquiera lo hubiera reconocido. Y no se hubiera llevado un caballo a no ser que tuviera intención de abandonar la ciudad.

Cannan dejó atrás a sus guardias y salió al pasillo a paso vivo. Casimir lo siguió, pero Halias no pudo hacerlo, pues debía quedarse conmigo para protegerme. No tardé en seguir a ambos hombres, y mi guardia no puso ninguna objeción. Me apresuré por el pasillo mientras me debatía entra la culpa y la preocupación. ¿Tanto lo había hecho enojar? ¿Era yo la causa de que se hubiera marchado, o había sucedido alguna otra cosa esa noche?

Cannan ya había desaparecido por la esquina en dirección a la escalera principal. Aceleré el paso, pero cuando llegué al rellano, él ya estaba en el primer piso y llamaba a Galen. El sargento de armas salió de su cuarto justo a tiempo de ver a Cannan alejarse, y él y Casimir se apresuraron a seguir a su superior por la sala de la guardia que daba a la oficina del capitán. Tuve que esperar a que volvieran a aparecer, con la esperanza de poder oír partes de la conversación. Me senté en el escalón más alto de forma poco elegante, y Halias tomó su puesto detrás de mí, con la espalda contra la pared.

Lo que al final conseguí deducir fue lo siguiente: Steldor enfundado en una capa con capucha, había abandonado la ciudad sin ser reconocido en uno de los caballos del capitán y mostrando un pase con el sello real, lo cual, por supuesto, no le había sido difícil de conseguir. Esto le daba una ventaja considerable. Cannan decidió que Galen y Casimir dirigieran un discreto equipo de búsqueda en las montañas y que Galen lo conduciría a todos los lugares que él y Steldor habían frecuentado en su juventud. El sargento había insistido en que su amigo no debía de haber ido a ninguno de esos lugares, puesto que no quería que lo encontraran, pero Cannan se mostró decidido en que ésa era la forma más lógica de proceder.

Cuando el grupo de búsqueda hubo partido, me dirigí a la sala de la Reina, desde donde podría oír si los hombres regresaban y entraban en el vestíbulo. Cannan vino a verme un momento para asegurarse de que yo cumpliría con mi agenda habitual: no estaba seguro de que en la ciudad no hubiera espías cokyrianos, y tenía miedo de que si corría la noticia de que no se conocía el paradero del Rey, la búsqueda se convirtiera en una carrera. También le recordó a Halias que debía quedarse conmigo, a pesar de que era evidente que el guardia de elite deseaba formar parte del equipo de búsqueda.

Las horas pasaron sin tener ninguna noticia; poco a poco, empecé a sentirme desesperada por saber algo. Decidí pasar por la sala del Trono con la excusa de que tenía que ir a buscar un chal a mi habitación, con la esperanza de encontrarme con mi suegro. Pasé por el vestíbulo, que estaba extrañamente silencioso, y luego subí las escaleras a un paso irremediablemente lento. Incluso, al llegar arriba, fingí que se me había caído el zapato y pasé un minuto largo volviéndomelo a poner, por si, mientras estaba allí, sucedía algo importante. Halias, que todavía no había pronunciado ni una palabra, finalmente rompió el silencio.

—No creo que encontremos vuestro chal aquí, alteza.

Suspiré y me di la vuelta con el ceño fruncido, pues él había adivinado mis verdaderas intenciones. Así que abandoné cualquier fingimiento y me apoyé en la barandilla. Ya empezaba a ser tarde, y me pregunté si el equipo de búsqueda regresaría ese día. Pero estaba segura de que alguien vendría a informar a Cannan, incluso aunque parte de las tropas se quedaran en las montañas.

Es ese momento, un soldado entró por la doble puerta de palacio y cruzó el vestíbulo cojeando. Tenía el rostro cubierto de polvo y sudor, y llamaba al capitán. Los guardias de palacio apostados en la entrada permanecieron en su sitio. Me puse en tensión y Halias se colocó a mi lado. Todos esperábamos a Cannan.

—Informe —ordenó el capitán mientras salía de la sala de la guardia y observaba al destrozado soldado que, a pesar del evidente agotamiento, se puso firme.

—Señor, los cokyrianos están en el río. Necesitamos refuerzos.

Los guardias de palacio empezaron a hablar en voz baja al oírlo, y a mí el estómago se me hizo un puño. La guerra había empezado de nuevo. Me pareció que la marcha de la muerte acababa de comenzar y que la única pregunta era quién iba a morir y cuándo.

—Se mandarán—respondió Cannan, breve, que puso una mano encima del hombro del soldado—. Descansa y cuéntame cómo estaban las cosas cuando te fuiste.

—No esperábamos el ataque, señor—admitió el soldado sin vergüenza—. Estábamos desorganizados. —El capitán frunció el ceño y quedó claro que cuando él se había marchado, las cosas no estaban así—. Los cokyrianos, probablemente, nos hubieran vencido si hubieran empleado todas sus fuerzas. Pero cuando me marché para pedir refuerzos, nuestras tropas los estaban rechazando. Para seros sincero, creo que nos están poniendo a prueba, señor; su segundo ataque será mucho peor.

—Sin duda. ¿Eso es todo?

—Sí, señor.

—Entonces, puedes retirarte. Ve a la enfermería y que te examinen la pierna.

—Pero señor, debo volver…

—Te he dado una orden—replicó Cannan con brusquedad, pues la tensión empezaba a hacerse evidente—. No nos serás de ninguna utilidad si estás cansado o herido—. Hubo un breve silencio y el capitán recuperó su habitual actitud impasible—. Yo mandaré más hombres. Ve.

—Sí, señor.

El soldado lamentaba haber hecho enojar a su capitán, y se alejó, cojeando e intimidado, por la puerta principal en dirección al acuartelamiento.

Los refuerzos que Cannan envió al río fueron innecesarios, pues el soldado que había traído la noticia del ataque cokyriano tenía razón sobre las intenciones del enemigo: solamente nos estaban poniendo a prueba, casi jugaban con nosotros, y su ataque no había sido completo. Los sirvientes y los guardias incluso bromeaban diciendo que nuestras tropas pasaban de pelear a dormir en el campo de batalla. Al final, me vi obligada a preguntarme si era Narian quien intentaba despreciarnos y fastidiarnos con esa estrategia.

Todavía no teníamos noticias de Steldor, y se estaba haciendo más difícil fingir que no pasaba nada. Cuando, a la tarde siguiente, Galen regresó sin el Rey y sin tener ni idea de dónde podría encontrarse, empecé a pensar que quizá Steldor hubiera desaparecido de verdad. Todo el mundo había dado por sentado que a esas alturas ya habría regresado, y a pesar de que Cannan había mandado a varios grupos de búsqueda en todas direcciones, no se había encontrado ningún indicio de su paradero. Galen señaló que era posible que Steldor, un militar perfectamente entrenado, hubiera borrado sus huellas para que nadie lo encontrara hasta que decidiera regresar. Pero Cannan ordenó a sus hombres que buscaran una y otra vez, pues decía que cualquier hombre, por bien entrenado que estuviera, siempre dejaba un rastro. Me di cuenta de que el capitán no había pegado ojo desde que su hijo había desaparecido.

Esa misma tarde, a última hora, me encontraba dando vueltas por la sala de mis aposentos, sola. Deseaba desesperadamente que Steldor entrara de repente, y que estuviera a salvo. Cuando me cansé de dar vueltas, fui a la capilla. Era la primera vez que lo hacía desde que habían raptado a Miranda. Aunque cruzar esa puerta me resultó doloroso, buscaba el consuelo que siempre había encontrado entre esos muros. El altar había sido reparado, y no había ni rastro de la tragedia, aparte del hecho de que otro sacerdote ofrecía el servicio a mi familia. Me senté en uno de los bancos y dejé que el miedo me invadiera. Pensaba en Steldor, solo, en alguna parte, otra noche, quizás herido, seguramente en peligro. «Vuelve a casa—recé en voz baja y con los ojos cerrados—. Que no te pase nada. Por favor, que no te pase nada y vuelve a casa.»

Cuando salí de la capilla para regresar a mis aposentos, Destari me estaba esperando en el pasillo. Había retomado su puesto como guardaespaldas.

—Alteza—me saludó, educado, sin dirigirse a mí por mi nombre, lo cual me parecía bien—. El capitán cree que estoy lo suficientemente bien y que puedo volver a vuestro servicio. Pero buscaré otro puesto si esto no es de vuestro agrado.

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