Alera (5 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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—¿Él habló con vos del Gran Señor?

El capitán había interrumpido mi monólogo. Me miraba con una ceja ligeramente levantada: ése era el único signo de sorpresa que alguna vez mostraba el imperturbable rostro de ese hombre.

—Sí, pero no hablamos acerca del Gran Señor. Solamente lo mencionó.

—Comprendo.

Cannan reflexionó un momento sobre lo que yo acababa de decir. Sentí que el estómago se me encogía. Sin darme cuenta, había empeorado mi situación, pues Narian solamente había hablado conmigo acerca de su relación con el poderoso señor de la guerra de Cokyria. Yo era la única persona en quien Narian había confiado y solamente yo sabía que el Gran Señor había sido su maestro.

—Me doy cuenta de que los dos intimasteis bastante— concluyó Cannan.

Miré a Destari un momento, suplicante, pues tenía miedo de que el capitán revelara cuál había sido mi relación con el hijo de Koranis, pues esta había sobrepasado en mucho la frontera de la simple amistad. Tenía cierta esperanza de que Destari pudiera, de alguna manera, impedir que su superior continuara indagando sobre el asunto, pero Cannan comprendió mi mirada y se dirigió al guardia de elite.

—Tú eras su guardaespaldas en esa época. ¿Cuál era la naturaleza de la relación entre ambos?

Destari se mostró inquieto. Frunció las oscuras cejas y toda la habitación pareció llenarse de la certeza de que intentaba proteger un secreto que era mío.

—Ella se había convertido en… su mejor amiga.

La tensión de la habitación aumentó tremendamente. Fue como si de repente no quedara oxígeno en el ambiente y todo el mundo se esforzara por respirar. Steldor, sentado en la silla, se había quedado en una actitud rígida: apretaba los dientes y sus ojos parecían encendidos con una fuerza capaz de prender fuego a toda la habitación. Galen observaba atentamente al Rey, sin saber qué era lo que pensaba su amigo, y preocupado porque no fuera capaz de contener la furia de su temperamento. Los ojos de mi padre, que habitualmente mostraban una expresión amable, fulminaban todo aquello sobre lo que se posaban. Sin duda, todavía estaba decidiendo si a las conclusiones a las que acababa de llegar eran, o no, absurdas.

—Ahhh… —exclamó Cannan cuando hubo comprendido la situación. Pero, desgraciadamente, no estaba dispuesto a dejar el tema de lado—. ¿Y esa amistad dejó paso a la intimidad?

Sentí que me ruborizaban, pues todos, excepto Cannan, acababan de dirigir su atención hacia mí. El capitán continuaba esperando una respuesta de Destari, pero al ver que éste no decía nada, su rostro adoptó una expresión torva. Al final preocupada por el guardia que tanto intentaba defenderme, me decidí a hablar.

—Narian se enamoró de mí —dije en voz baja y con los ojos clavados en el suelo.

Oí el chirrido de la silla de Steldor cuando éste se puso en pie. Levanté la vista y vi que se acercaba a mí con una expresión que delataba claramente su disgusto ante mi presencia. Por un instante pensé que iba a abandonar la habitación, pero en lugar de ello, se apoyó en la pared, al lado de un armario con puerta de cristal que contenía las armas, y cruzó los brazos con actitud pensativa. Galen no reaccionó ante mis palabras, pero miró a Steldor con aprensión. Cannan no se había movido y continuaba escrutándome, a pesar de la irritada reacción que había tenido su hijo. Mi padre tenía la mirada perdida y se había quedado boquiabierto, incapaz de ocultar la sorpresa. Pensé que debía de estar recordando una conversación que habíamos tenido y en la cual le había asegurado que Narian y yo éramos solamente amigos. Intuí que se sentía profundamente decepcionado conmigo.

Ahora que la verdad había salido a la luz, Cannan retomó el tema inicial.

—¿Cuál fue el comportamiento de Narian durante las semanas previas a su partida?

Abrí la boca dispuesta a responder, pero entonces recordé que London y Destari me habían impedido ver a Narian durante esos días. Habían descubierto que el joven me venía a buscar por las noches para escaparnos de palacio —sin tener en cuenta el noviazgo con Steldor, sin el conocimiento de mi padre y sin carabina—, así que habían puesto fin a esas salidas ilícitas. Me resistía a revelar esos detalles, así que miré, indecisa, al guardia de élite y me di cuenta de que nuestra conducta había empezado a enojar a Cannan, que tenía poca —o ninguna —paciencia para los jueguecitos.

—La situación es demasiado grave para ocultar información —advirtió el capitán a Destari con expresión seria—. Has de decirme todo lo que sepas, por mucho que quieras evitar el criterio de Alera sea sometido a examen.

—Sí, capitán —cedió Destari mientras se encogía ligeramente de hombros, como dirigiéndose a mí—. London y yo evitamos que tuviera ningún contacto con Narian durante las dos semanas anteriores a su desaparición. Pensamos que lo mejor era que rompiera la relación que tenía con él. Puesto que ella no lo hacía, tuvimos que ocuparnos personalmente de ello.

—Así que nuestra esperanza de que Narian no regrese a Cokyria reside en su relación con Alera —concluyó hábilmente Cannan. Luego dirigió la siguiente pregunta hacia mí—: ¿Hay alguna otra cosa que debamos saber para poder juzgar cuáles son sus intenciones?

Bajé la cabeza, humillada por el hecho de que mi vida personal se hubiera visto desvelada, pues sabía que lo que iba a decir sólo empeoraría la situación.

—Prometió que nunca me haría daño, y no creo que falte a su palabra.

El tono de mi voz era débil: no quería hablar más alto de lo necesario, con la esperanza de que Steldor no oyera lo que le decía al capitán. Cannan me observó durante un angustiante momento sin que yo pudiera imaginar qué pensaba. Finalmente, se puso en pie e hizo una señal en dirección a la puerta.

—Eso es todo lo que necesitábamos de vos, alteza. Podéis marcharos.

Me puse en pie sin saber hacia dónde mirar. Mi padre fruncía el ceño, mostrando abiertamente su decepción. Galen nos miraba con incomodidad al Rey y a mí. Destari había clavado los ojos en un punto de la pared en una clara negativa a mirar a nadie. Cannan, que ya había terminado conmigo, observaba con intensidad a Steldor y seguramente pensaba en el vivo temperamento de su hijo.

Los hombres se levantaron mientras yo me dirigía hacia la puerta, tal como ordenaba el protocolo, a pesar de que quizá no merecía su respeto. Antes de cruzar la puerta para entrar en la sala del Trono, miré un momento a mi esposo y el funesto brillo de sus ojos me dijo todo lo que necesitaba saber acerca de cuáles eran sus conclusiones sobre el tema. Después de cruzar la puerta y de que ésta se cerrara detrás de mí, me detuve, sin saber adónde ir. De dos cosas estaba segura: de que Steldor vendría a buscarme y de que no había forma de que pudiera evitarlo. Suspiré y crucé la sala para salir de ella; luego me dirigí hacia la escalera privada de la familia real para subir a mis aposentos del segundo piso. Por fin había llegado el momento en que tendría que pagar por mis pecados. Las horas pasaron lentamente y Steldor no había acudido a nuestros aposentos. Intenté matar el tiempo leyendo en la sala, pero al final me retiré al dormitorio para tumbarme, pues tanta tensión me había provocado un fuerte dolor de cabeza.

Ahora ocupaba el dormitorio que había sido de mi madre, pero yo había colocado en él los colchones de plumas y el cobertor de color crema de mi habitación de soltera. Esos objetos me proporcionaban cierta sensación de consuelo, a pesar de que todo lo que yo había tenido previamente —excepto mi ropa— se había quedado en el otro cuarto. Deseé que hubiera sido posible dejar también allí, y con la misma facilidad, mis recuerdos de Narian. A pesar de que ahora ya no veía el balcón por el cual él venía a visitarme cada noche, sus recuerdos me inundaban cruelmente: sus cautivadores ojos azules, que me incitaban a compartir con él incluso mis miedos más íntimos; su cabello, recio y despeinado, bajo la luz del sol, que lo haría brillar con distintos tonos dorados; su dulce risa, que me llegaba al alma; su actitud altiva lejos de toda pretenciosidad; la seguridad que tenía sobre mi capacidad de tomar mis propias decisiones. La actitud que Steldor tenía hacía mí me provocaba escalofríos, pues él me veía solamente como una mujer que debía limitarse a llevar la casa, planificar y dirigir los eventos sociales y criar a los hijos. Lo único que quería de mí era mi presencia en la cama, y eso me hacía más reacia a complacerlo. La mirada de Steldor me hacía sentir incómoda, su ironía paternalista me ponía los nervios de punta, su condescendencia me humillaba con frecuencia. En los brazos de Narian yo sentía una felicidad extraordinaria; en los de Steldor, me sentía atrapada. La inquietud me obligó a levantarme de la cama. Regresé a la sala y empecé a dar vueltas, sin ánimo. Finalmente me detuve ante la puerta que daba al dormitorio de Steldor. Yo todavía no había visitado sus dominios privados, principalmente porque me había resistido a sus intentos de que lo hiciera. Puse una mano sobre la puerta; la curiosidad me empujaba a abrirla, pero me detuve al sentir hasta qué punto se me aceleraba el corazón. No sabía qué podía pasar si Steldor regresaba y me encontraba en la misma habitación hacia la cual él había intentado atraerme.

Volví a cruzar la sala y me senté, sin prisas, en el cómodo sofá. Sentía mi vida como un pesado fardo sobre los hombros. Siempre tenía miedo de entrar en el dormitorio de Steldor, y siempre me sentía inquieta cuando nos encontrábamos en la sala. La única habitación en la cual me sentía segura era mi dormitorio, e incluso allí a veces temía que Steldor pudiera perseguirme. Al final de la tarde empecé a tener hambre, así que salí para ir a cenar con mi familia en nuestro comedor privado. En él encontré a mi padre, aunque su actitud era mucho menos jovial de lo habitual. Casi ni me miró durante la breve conversación que hubo en la mesa, y yo volvía a sentirme llena de vergüenza. Justo cuanto terminábamos de cenar, Steldor apareció por la puerta, tenso, y sus duros ojos se posaron sobre mí.

—Ven con nosotros —lo invitó mi madre con una sonrisa insegura—. Haré que los criados vuelvan a llenar las bandejas.

—No, gracias —repuso Steldor sin quitarme los ojo encima—. He venido sólo a buscar a Alera.

—Por supuesto —dijo mi madre con tono ligero, pero por la expresión de su rostro me di cuenta de que percibía el enojo del Rey.

Me puse de pie y pasé al lado de mi esposo para salir al pasillo. Tenía un nudo en el estómago. Steldor caminó detrás de mí sin decir nada hasta llegar a nuestros aposentos. Yo entré primero en la sala, pero todavía no había terminado de cruzar la puerta cuando él me cogió por el brazo, me hizo dar la vuelta y cerró la puerta con un fuerte golpe.

—Creo que tengo derecho a saber hasta dónde llegó tu relación con Narian —dijo en un tono espeluznantemente tranquilo y con un enloquecido brillo en los ojos.

—¿A qué te refieres? —pregunté con cautela, a pesar de que estaba segura de que deseaba conocer hasta qué punto había tenido relaciones carnales con Narian.

—Quiero decir —continuó en tono burlón—: ¿me he casado con una puta?

Lo miré un momento, humillada por su pregunta, y, sin pensármelo, le di una fuerte bofetada en la cara. La mano me dolió de lo fuerte que le había pegado y me aparté de él trastabillando. De repente, sentía el cuerpo frío, por el miedo a cómo podía reaccionar. Él se puso la mano en la mejilla y me miró con una expresión de absoluto asombro. Luego me agarró del brazo.

—No has contestado la pregunta —dijo con desprecio. No tenía escapatoria; sabía que otro intento de evadirme sólo lo enojaría más, así que le di una respuesta tan vaga como me fue posible.

—Nos... besamos. Eso es todo.

—¿Os besasteis? —Me puso la mano en la espalda y me apretó contra él; con la otra me acaricio el cuerpo sin contemplaciones —. ¿Os acariciasteis?

—A diferencia de otros, Narian siempre se comportó como un perfecto caballero —dije en tono mordaz mientras le empujaba por el musculoso pecho—. Ahora, suéltame.

Sin embargo, él me mantenía sujeta y supe que mis intentos de impedir sus planes no servirían de nada si él decidía ignorar mi súplica. Envalentonada `por lo precaria que era mi situación, intenté de nuevo avergonzarlo para que me soltara.

—¡Narian nunca me obligó a dar nada que yo no estuviera dispuesta a dar!

—Entonces la pregunta es: ¿qué es lo que estuviste dispuesta a dar?

Su insinuación volvió a llenarme de aturdimiento. Justo cuando pensaba que iba a hacerme daño, sin importarle si lo acompañaba a la cama voluntariamente o no, algo que vio en la expresión de mi rostro lo detuvo y me soltó. Al perder el miedo, me sentí invadida por la indignación y espeté:

—Desde luego, tú has besado a muchas otras mujeres aparte de mí.

—Por supuesto que sí —repuso él con una carcajada sin alegría—. Pero no perseguí a ninguna desde que empezamos el cortejo.

Sus ojos volvieron a mostrar ira, y me di cuenta de lo inconsciente que acababa de ser al provocarlo. Me aparté instintivamente y choqué contra la pared. Me sentía incapaz de soportar su mirada acusadora, así que volví la cabeza. Al cabo de unos minutos que parecieron años, él enderezó la espalda y se dirigió lentamente hasta la puerta de la sala. Cuando llegó a ella, se dio la vuelta hacia mí:

—Nunca estarás con Narian. Estás, y siempre estarás, conmigo.

Steldor desapareció en el pasillo, y yo me quedé débil y temblorosa, casi a punto de desmayarme. Fui a tumbarme al sofá y rompí a llorar. Recordé aquella vez en que Narian me defendió de la conducta poco caballerosa de Steldor; sabía que él no se hubiera quedado de brazos cruzados ante el comportamiento que mi esposo había tenido conmigo. Resultaba doloroso pensar en Narian en cualquier circunstancia, pero sin duda me hacía mucho más daño recordarlo después de la atroz actitud de mi esposo.

Al fin me puse en pie, pues no quería quedarme, sola y derrotada, en esa habitación. Salí de los aposentos y recorrí el pasillo con paso inseguro, bajando la cabeza cada vez que me cruzaba con un guardia o un sirviente para ocultar mis ojos hinchados. Al llegar ante la puerta de mi hermana me detuve y llamé, evitando mirar a su guardaespaldas, Halias, y casi incapaz de controlar las lágrimas. Miranna apareció por la puerta al cabo de un momento y, al verme, me hizo pasar, cerró la puerta y me dio un consolador abrazo. Sin quitarme de encima de los hombros, me condujo hasta el sofá. Nos sentamos la una junto a la otra y yo rompí a llorar.

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