Al marchar, mi padre libertó a Midas, antes del momento prometido, como ofrenda a Apolo, quedando el viejo Sostias encargado de mi vigilancia; pero yo había crecido bastante, últimamente, y no sólo en estatura, no tardando en comprender que podría hacer de él lo que me viniera en gana.
Había mucho trabajo en la granja, y por ello, al principio, poco tiempo podía dedicar a mis diversiones. Antes de su marcha mi padre había transmitido sus órdenes con cierta seguridad; en su ausencia seguía dándolas yo, sin que los esclavos observaran la diferencia.
No eran estos últimos quienes me causaban trastornos, sino la interferencia de mi tío Estrimón, el cual, habiendo invertido todo su patrimonio en esclavos, que alquilaba a los propietarios de las minas de plata, no tenía otra preocupación que cobrar el alquiler todos los meses, ahorrando algo para futuras substituciones. Era un sabelotodo, lleno de preceptos de segunda mano, que no podía adaptar a la tierra. Si yo hacía alguna objeción, acostumbraba decir:
—Bien, bien; a los jóvenes de hoy no les gusta que les digan nada. Pero yo sólo cumplo con mi deber para con tu padre, de la mejor manera que puedo.
Todo esto interrumpió mi entrenamiento en la pista de carreras.
Sin embargo, cuando iba a la granja solía correr a campo traviesa mientras el establero llevaba los caballos, haciendo así suficiente ejercicio para evitar volverme blando. Había crecido mucho el año anterior, y era bastante larguirucho, pero entonces, levantándome antes del alba, saliendo al campo con sol o lluvia, frío o calor, y compartiendo el trabajo de esclavos y hombres a sueldo, revestí de músculo mis huesos, y atecé y endurecí mi cuerpo. Pronto observé que cuando tenía tiempo para visitar la palestra o los baños, la gente se volvía al pasar yo, lo que jamás había sucedido anteriormente.
El barco que había llevado a mi padre a Sicilia, trajo la noticia de la muerte de Lamacos; había caído en el asalto a una muralla que los siracusanos construyeron para dominar nuestras obras de sitio, pero gracias a él, el cerco de la ciudad era casi completo, y cuando se cerrara, la guerra podría considerarse terminada. Los siracusanos resultaron ser soldados bisoños, formando un conjunto de pequeños ejércitos reclutados en diversos lugares. Luchaban ante la puerta de sus propias casas, lo cual vuelve siempre tenaces a las peores tropas; de lo contrario, hubieran sido aplastados mucho antes.
Toda la Hélade estaba tranquila, pero los argivos, en cuyo territorio habían los espartanos efectuado incursiones, nos pidieron barcos para defender sus costas. A pesar de la tregua concertada con los espartanos, nos parecía deshonroso no acceder a lo solicitado, pues los argivos habían mandado hombres a Sicilia. Cuando supimos que algunos de los barcos habían saqueado la costa de Lacedemonia, algunos movieron la cabeza; pero sólo era una acción pequeña, como una incursión pirata, que pronto fue olvidada. Ciertamente no tardó en borrarse de mi mente, pues aquél fue el año en que por primera vez frecuenté a Sócrates.
Al principio fui como un ladrón en la noche, para que no me observara e hiciera alguna pregunta que pusiera en evidencia mi estupidez, tras lo cual no hubiese osado volver. Cuando le preguntaban por qué no cobraba honorarios, solía decir que quería poseer la libertad de elegir a las personas con quienes conversaba; no permitía, tampoco, que ninguno se llamara a sí mismo discípulo suyo, sino amigo. Por tanto, comprendí mi presunción. Acostumbraba esperar hasta que estuviera rodeado de varias personas, y entonces me ocultaba tras ellas; y si Sócrates parecía mirar en mi dirección, cambiaba furtivamente de sitio. Creía estar bien escondido, hasta que dijo, durante una discusión:
—Pero supongo que ahora esa falacia será evidente incluso para el más joven de nosotros. ¿Qué crees tú, Alexias? Inmediatamente me pareció como si hubiéramos estado conversando largamente, y contesté sin temor. Cuando quería, lograba que las cosas difíciles parecieran fáciles y naturales; pero también podía dar nuevo y extraño aspecto a lo familiar y conocido, creando en uno la sorpresa de no haber contemplado antes su belleza, o arrojarlo de si con disgusto.
Creo que el mundo era recreado para él a cada hora. La mayor parte de nosotros vemos lo que otros hombres nos dicen como continuación de un proceso infinito. Pero para él todo en el mundo estaba lleno de los dioses, y le hubiera parecido la mayor de las impiedades no considerarlo por sí mismo. Supongo que a eso se debía el odio que contra él sentían tanto los hombres de alma cobarde como los insolentes, así como todos cuantos no se conocen a sí mismos ni a Dios.
Muchas cosas me apartaban de él; un muchacho de mi edad no podía ir a cuantas partes él iba, y, además, tenía mi propio trabajo que hacer. También otra causa me alejaba, a veces. Poco tiempo después de la partida de mi padre, Critias se reveló, no como cortejador, que podía ser cortésmente rechazado, sino como una plaga furtiva a quien, a mi parecer, la ley debiera prohibirle incluso acercarse a los hijos de los hombres libres. Como he dicho ya, tenía la repugnante costumbre de abusar del sentido de la decencia de uno, o de su respeto por sus mayores. Como último recurso, yo hacía señas a Sostias para que me sacara de allí. Critias nunca me seguía con la mirada. Al alejarme le oía hacer algún adecuado silogismo.
Al principio me preguntaba cómo podía Sócrates dejarse engañar, pero después averigüé que sabía mucho, aunque no lo mismo que yo, de aquel hombre. Se observaba claramente que Critias sobresaldría en política, por lo que enseñarle virtud era un beneficio para la Ciudad. Por lo demás, Sócrates era más sagaz que la mayor parte de las gentes, pero poseía un alma demasiado grande para caminar con la mirada baja, en busca de inmundicias. Por tanto, cuando veía a Critias junto a él, me alejaba. No sucedía así muy a menudo, pues el hombre tenía muchos negocios y frecuentaba otros sofistas que enseñaban las artes políticas.
Poco después de mediado el verano llegó el momento en que mi madre debía dar a luz.
Dormía pesadamente, después de un día de trabajo en la granja, cuando Kidila entró con una lámpara, pidiéndome que fuera en busca de la comadrona. Salté de la cama, olvidando que no debía descubrirme hasta que la muchacha hubiera salido, y su cara me dijo claramente que ya no era niño. Pero no tenía tiempo para preocuparme por aquellas cosas. Pensé que mi madre me mandaba a mí, en lugar de un esclavo, porque yo era más veloz y ella sentía ya los dolores del parto. Faltaba mucho aún para que amaneciera, y los dolores le duraron todo el día.
Cuando amaneció, fui solo a la Ciudad, buscando la manera de pasar el tiempo. Primero me dirigí a la palestra donde, enfrentándome con alguien mucho más fuerte que yo, luché hasta ser finalmente derribado. Mientras estaba restregándome, y bañándome después, se acercaron dos o tres persona que, según dijeron, habían estado esperando durante algún tiempo la oportunidad de conocerme. Casi no les hice caso, y sólo mucho después supe que había sido tachado de frío y desdeñoso.
Regresé a casa a primera hora de la tarde, pero no había noticia alguna aún, y la comadrona, al encontrarme cerca de la puerta, me despidió secamente. Cogí una torta de avena y un puñado de aceitunas; luego fui a Falero y nadé hasta cansarme. Al morir la tarde fui a El Pireo, sintiéndome extrañamente, relajados los nervios por el agua y por haber expuesto, largamente, mi cuerpo desnudo al sol.
En una calle cerca del muelle de Municia vi una mujer que caminaba delante de mí. Su vestido de delgada tela roja era ceñido, para hacer resaltar sus formas, esbeltas y agradables. Cuando volvió la esquina, vi las huellas de sus pies en el polvo. Unas letras fijas a las suelas de sus zapatos escribían, a cada paso: «Sígueme».
Había supuesto ya qué clase de mujer era, por no ir acompañada. Sus huellas me condujeron a una puerta, ante la que quedé indeciso, vacilando en llamar, pues jamás había yo estado con una mujer. Temía encontrar un hombre allí ya, y que ambos se burlaran de mí. Pero no percibí ruido alguno y finalmente llamé. Abrió la mujer, con el velo medio caído, mostrando sus ojos pintados como los de una egipcia. No me gustaron y quise irme, pero ella me cogió, obligándome a entrar, y sentí vergüenza de alejarme corriendo. Las paredes de la habitación estaban pintadas de azul; la que estaba frente a la cama tenía una escena procaz, dibujada con tiza roja.
Cuando estuve dentro, la mujer se quitó no sólo su velo, sino también su vestido, quedando desnuda ante mí. Era la primera vez que yo veía una mujer de aquella forma, y en la confusión de sentimientos, natural en un muchacho de mi edad, no vi bien su cara. Pero cuando se acercó para abrazarme, sólo vi su rostro. Aunque habían transcurrido diez años, y ella se había pintado los labios, los ojos y los senos, la reconocí. Era la rodiota. Retrocedí, como si al mover una piedra hubiera dejado al descubierto la boca del infierno.
Creyéndome tímido, alargó los brazos hacia mí, incitándome con las palabras que usan las mujeres de su clase. La aparté, lanzando un grito de horror, al recordar su voz. Mi actitud la enfureció, y mientras yo iba hacia la puerta me arrojó una maldición, y volví a sentir sus manos golpeando mi carne.
Fui por la calle como si fuera una pista de carreras. Cuando volví a la plenitud de mis sentidos, un solo pensamiento atormentaba mi mente: creía que, después de todo aquello, encontraría a mi madre muerta. Al regresar a casa supe que había dado a luz una hora antes.
Era una niña.
No había mirado a lo alto de la puerta, tan seguro estaba de ver allí la rama de olivo. Fue como si un dios hubiese bajado en una nube, para cambiar mi destino. Quedé alelado, gozando mi felicidad, hasta que mi tío Estrimón se puso en pie para decirme que no le había saludado. Afirmó que todos debíamos alegramos por el buen parto, y que, aunque mi padre estaría, sin duda, desilusionado, ambos eran jóvenes y podían seguir confiando en los dioses.
—Si, es una lástima; tu padre había prometido llamar al niño Arcágoras, para que el nombre de un hombre tan digno como el padre de su mujer no se perdiera.
Entonces recordé que, a pesar de cuanto me decía a mí mismo, aquella niña era el primer hijo al que ella había dado a luz.
Cuando entré en su habitación, las mujeres que la cuidaban me dijeron que no había sido purificada aún y que yo me contagiaría de la impureza.
—Dejemos que así sea, pues —repuse.
Y entré. Estaba acostada, y tenía el cabello suelto, lacio y húmedo, como después de una larga ducha; su cara estaba demacrada y bajo los ojos tenía grandes manchas azules. La niña yacía en el cuenco de su brazo.
—¿Cómo estás, madre? —dije.
Y ella me miró.
Si un hombre ha sido vencido en el gimnasio, y golpeado hasta que le ha sido imposible tenerse en pie, y cuando se levanta del suelo, limpiándose la sangre del rostro, ve ante si a la persona que sabe se alegrará más profundamente de su derrota, entonces, a pesar de lo grande de su valor, algo le traicionará. Eso sucedió en aquel instante entre mi madre y yo. Cuando lo comprendí, en aquel momento, sentí el dolor del hombre. Pero después que la lluvia ha caído no puede devolvérsela al cielo.
En esa amargura, cada uno de nosotros sufría por el otro. No tardó en sonreírme, y me cogió la mano, diciéndome que estaba mucho mejor. Sentí que debía besarla, pero la habitación olía a mujeres y a sangre, su carne me pareció la de un ser extraño, y la mía se encogió y se apartó de ella.
—Mira a tu hermana —me dijo.
No había pensado en la niña. Tenía aún la pelusilla del recién nacido, y su cabello era como fina plata. La cogí en brazos, pues estaba acostumbrado a hacerlo con los cachorrillos, que permanecen quietos cuando se los sostiene firmemente. Puesto que no había besado a mi madre, pensé que tal vez le complacería que besara a la niña, y empecé a hacerlo, con desgana, pero observé que olía más dulcemente al acercarla a mí. Lo mismo he observado después con mis propios hijos.
Al día siguiente estaba comprando comida en el mercado, cuando un hombre me habló.
—Hijo de Miron, un marinero preguntaba por ti, con una carta en la mano. Está aún en la taberna de Duris.
Sostias me acompañaba, para llevar las cestas. No sé qué me impulsó a decirle:
—Ve a aquel tenderete y pregunta el precio de las vasijas.
Obedeció, pues de pedagogo se había fácilmente convertido en criado. Yo fui a la taberna.
—¿Quién pregunta por el hijo de Miron? —inquirí.
Un marinero se puso en pie, y me entregó una carta. Le hice un pequeño obsequio, para que no hablara de mí ni en alabanza ni en reproche, y luego doblé la esquina de la casa, rompiendo allí el hilo que conservaba el papel enrollado. Mi padre escribía que Siracusa estaba a punto de rendirse. Aconsejaba a mi madre que cuidara su salud, comiera bien y no se enfriara. Luego añadía: «Respecto al que ha de nacer, críalo si es niño; si es niña, abandónala».
Permanecí inmóvil, con el papel en la mano. La niña no tenía un día aún; y yo debía llevar a casa la orden de mi padre, que había obrado prudentemente y con la consideración que me era debida.
Desde su marcha, yo sabía algo de nuestros asuntos; no podíamos permitirnos una dote, y si pagaba, tendría que salir de mi herencia.
No me había gustado ver cómo mi madre daba el pecho a la niña, y muy poco me hubiese apenado su muerte, pero había observado que estaba ya encariñada con ella, y era un consuelo en su derrota.
Era yo quien debía quitársela; pensé en su dolor y lo sentí atormentarme. Recordé que cuando mi perra parió, Jenofonte dijo que no valía la pena conservar ninguno de los cachorros, yo mismo los ahogué a todos, y el animal se me acercó, gimiendo y apoyando las patas en mis rodillas, creyendo que yo podía devolvérselos. Creo que fue ese recuerdo lo que me impelió a cometer el pecado cuya culpa me atormentó durante mucho tiempo. Como si desde el principio hubiera planeado lo que iba a hacer, fui al patio detrás de la taberna y rasgué la carta de mi padre, arrojando los pedazos al común.
Luego me reuní con Sostias y regresamos a casa. Cuando más tarde mi madre me mandó llamar para que escribiera a mi padre por ella, escribí: «Esperamos que los dioses nos permitan recibir noticias tuyas, pues nada hemos sabido de ti desde que marchaste».
VIII