Alexias de Atenas (37 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alexias de Atenas
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Se inclinaba hacia adelante, agitando la mano ante la multitud, y pronunciando palabra por palabra una frase antes de lanzarse a una perorata, cuando uno de los jóvenes se apresuró a subir a las gradas, le cogió por una pierna y le hizo caer. Se oyeron risas, pues había parecido absurdo al caer con la boca abierta aún.

Al ver algo tan corriente como un hombre hablando en el Ágora, cierta cantidad de personas se habían reunido allí. Mientras Lisias y yo intentábamos mirar sobre ellas, oímos, procedente del pie de la estatua, un sonido que fue grito y gruñido a la vez. Entonces se oyó un gran grito, y el ruido de hombres que huían. La multitud se agitó de pronto, y unos intentaron salir de allí y otros, en su afán de acercarse a la estatua, los oprimían.

Vi la mano de Lisias tentar el cinturón. Ni siquiera en Samos podía uno caminar por la calle llevando una espada como un bárbaro.

Pero ambos teníamos dagas espartanas, las cuales habían sido aprobadas como ornamento por la Guardia. Todo ateniense llevaba algo, aunque no fuese sino un cuchillo de caza.

Súbitamente la multitud se apartó ante nuestros hombros, y nos encontramos al pie de la estatua. Allí nadie nos disputó el puesto.

Había un pequeño espacio completamente vacío de gente, exceptuando a Hipérbolo, que yacía en el suelo con su barbita apuntando hacia el cielo y las manchas de comida en su manto mezcladas con sangre. Su boca se hallaba abierta del todo, en burlona sonrisa, como si acabara de denunciar a alguien, en irrefutable acusación.

Cuando avanzamos, todo el mundo pareció experimentar repentino alivio, como diciéndose: «Procurad arreglároslas, el asunto es ahora vuestro». Pero en aquel momento la multitud se apartó al otro lado.

A algunos de los hombres que se abrieron camino, yo los había visto antes siguiendo a Hipérbolo. Uno señaló el cuerpo, sin hablar.

Su cara y su dedo dijeron: «Llevad al muladar esta porquería». Entre la multitud no se movió nadie; pero un hombrecillo dijo:

—Ha sido un asesinato. Los magistrados deben verle.

Al oírle decir esto, uno de los jóvenes se volvió y le escupió a la cara. Entonces se aproximaron al cuerpo.

Sentí los dedos de Lisias aferrarse a mi brazo, y tras esto se apartó de mi lado. Al correr detrás de él, lo vi con las piernas abiertas sobre el delgado cadáver, con la daga en la mano. El joven que había escupido y en el cual no había nada homérico, le miraba, muy enojado. También yo saqué mi daga, y salté hacia adelante para cubrirle la espalda. Después de esto ya no pude ver sino sólo los rostros que nos circundaban: algunos atemorizados, otros con deliberado gesto obtuso para fingir que no comprendían, unos más despertando a la alegría de la lucha y la camaradería. También podía ver la cara de los hombres que llegaban para llevarse el cadáver.

Todos ellos sacaron los largos cuchillos que mantenían ocultos bajo el brazo.

Ni por un momento dudé de que nos hallábamos en un peligro mucho mayor que en la guerra, y que nos amenazaba una muerte bastante más fea. Sin embargo, por extraño que pueda parecer, no hube de esforzarme en invocar mi valor. Me encontraba tan animado que hubiera podido lanzar gritos de alegría, o cantar. Creo que me sentía representando la clase de escena con la cual sueña todo escolar cuando oye por vez primera la balada de Aristogeitón y Harmodio. Mi cabeza estaba llena de grandes frases. Reaccionando como un chiquillo, vi nuestros cuerpos yaciendo juntos en un ataúd de héroe, pero, sin embargo, no me imaginaba muriendo. Permanecía allí sintiendo la espalda de Lisias y ofreciendo un aspecto como si se me hubiera pedido que adoptara una postura de libertador.

Esta idea me exaltó tanto que, con toda la fuerza de mis pulmones, grité:

—¡Muerte a los tiranos!

Al momento siguiente, noté cómo Lisias hacía frente a alguien que había saltado sobre él, y a la vez vi que dos jóvenes venían hacia mí. Entonces olvidé toda heroicidad, y de nuevo fue la guerra. Era como si hubiera quedado desarzonado y perdido la lanza. En la confusión que reinaba en torno a mí, oí a alguien gritar:

—¡Muerte a los tiranos!

Pero sólo pude ver a los dos hombres con los cuales estaba luchando, hasta que uno de ellos fue apartado de mí por alguien que le agarró por detrás. La multitud volvió a oprimirse en torno a mí.

Mi pie se enredó en un miembro del cadáver y lo maldije mientras peleaba. Oí la voz de Lisias. Nos pusimos hombro contra hombro y ascendimos las gradas hasta notar en la espalda la base de la estatua. Entonces pudimos darnos cuenta de que se luchaba en todo el Ágora. Lisias echó hacia atrás la cabeza y gritó:

—¡Sirena! ¡Sirena!

En seguida oímos el himno ateniense al otro lado de la plaza, y voces que gritaban:

—¡Páralos!

Los marinos atravesaron corriendo la plaza para acercarse a nosotros, y los oligarcas abandonaron el terreno. Unos pocos ciudadanos tímidos se habían apresurado a meterse en sus casas, pero la mayor parte de ellos se unieron a nosotros, proclamándonos a Lisias y a mí jefes, porque nos vieron en lo alto de las gradas. Eso fue para mi sueño un final feliz. La gente aún seguía gritando:

—¡Muerte a los tiranos!

Pero entonces en sus voces oí una nota diferente. En la esquina de la plaza había un tropel de hombres y, cuando miré hacia allí, un rostro se elevó sobre ellos, manchado de sangre, con los ojos muy abiertos y mirando a su alrededor. Alguien estaba siendo atropellado allí. Era algo que jamás se veía en la guerra, y fue como basura cayendo sobre mi exultación.

Tiré del brazo de Lisias, y le indiqué la escena. Comprendió al instante lo que sucedía y, tras haber gritado para pedir silencio, habló a la multitud. Dijo que era un gran día para Samos, pues sus enemigos se habían revelado. Pero la tarea apenas había comenzado: era preciso continuarla con disciplina, y apoderarse de las armas. Todos los traidores serían juzgados cuando la ciudad estuviera segura, y mientras tanto sólo debíamos atacar a aquellos que ofreciesen resistencia, pues no podíamos combatir la injusticia cometiéndola nosotros mismos. Después dijo que los samios y los atenienses no dejarían de ser amigos mientras amaran la justicia, siendo acogidas sus palabras con grandes gritos de alegría. Fue un discurso muy bueno, tratándose de alguien que acababa de recuperar el aliento tras haber luchado. Los samios, durante un trecho, le llevaron en hombros. Sin razón alguna, porque las muchedumbres son así, hicieron lo mismo conmigo. Encontrándome entonces lo suficientemente alto para mirar, alargué el cuello con objeto de ver si el hombre a quien habían atropellado se encontraba nuevamente en pie. Pero aún yacía allí.

Ése fue el comienzo, tal como nosotros lo vimos, de la lucha en Samos. Sin embargo, hubo otros comienzos, pues los oligarcas habían asestado sus golpes en toda la ciudad, escogiendo por primeras víctimas a hombres como Hipérbolo, que generalmente eran aborrecidos o despreciados, y por quienes ellos creían que nadie levantaría un dedo, con lo cual hubieran podido tener un buen principio, so pretexto de limpiar la ciudad. En algunos lugares su propósito había tenido éxito; pero en otras partes la gente comprendió los fines que perseguían, por lo que la lucha prendió en toda la ciudad como el fuego en unos techos de caña cuando el viento sopla con gran intensidad.

Como todo el mundo sabe, los oligarcas fueron derrotados en todas partes, y los demócratas se hicieron dueños de la ciudad.

Aquella noche, cuando hubimos abandonado la compañía de nuestros camaradas, Lisias y yo nos sentamos en su pequeña choza de caña cerca de la playa. La lucha nos había dejado extenuados, pero de todas formas nos hallábamos demasiado agitados como para pensar en descansar. Atendimos nuestras heridas, que no eran de gran importancia, y cenamos, pues teníamos hambre por no haber podido comer antes. Después permanecimos largo rato bebiendo vino. El mar sonaba en la playa. Afuera, las estrellas parpadeaban en el cielo, y las luces, en el puerto. En la mesa se elevaba entre nosotros una lámpara de arcilla que acababa de ser encendida.

Lisias estaba con la barbilla apoyada en el puño, mirando la llama.

Después preguntó:

—¿Por qué eres demócrata, Alexias?

Si tuviera ahora que contestar por el joven que se sentaba a la mesa, quizá habría dicho: «A causa de mi padre, o de la rodiota. Porque te amo». Pero, por supuesto, repliqué que pensaba que la democracia era lo más justo.

—No te engañes a ti mismo, querido —me dijo—. La democracia puede ser tan injusta como cualquier otra cosa. Piensa en Alcibíades, quien, dicho sea de paso, supongo que pronto vendrá a mandarnos.

Le miré con fijeza, pues aquella misma idea acababa de ocurrírseme.

—Ve acostumbrándote a ello —prosiguió él—. Puede parecer versátil, y quizá lo sea, pero es discutible la lealtad que a la Ciudad debe un hombre que por ella ha sido injustamente puesto fuera de la ley. Sea lo que fuere lo que hizo en su tiempo, no quebrantó las leyes más que tú o que yo… Dime, ¿es mejor que sean injustos todos los ciudadanos, o sólo unos pocos?

—Sólo unos pocos, desde luego, Lisias.

—¿Es mejor sufrir el mal o hacerlo?

—Sócrates dice que es peor hacerlo.

—Entonces una injusta democracia debe de ser peor que una oligarquía injusta, ¿no?

Medité las palabras de Lisias.

—¿Qué es democracia, Lisias?

—Es lo que la palabra indica: el gobierno del pueblo. Es tan buena como bueno sea el pueblo, o tan mala.

Hizo girar en su mano la copa de vino. Lo negro de sus ojos, que permanecían completamente abiertos, se hizo más pequeño a fuerza de mirar a la llama, y el iris se plegó, como seda gris reflejando la luz.

—En el primer año de la guerra —continuó—, en Atenas hubo un concurso de epitafios en honor de los caídos. Las cenizas y las ofrendas fueron conducidas con gran solemnidad a lo largo del Camino Sagrado, junto con un ataúd vacío por los cuerpos que se habían perdido. Esto ocurrió sólo unos cuantos meses antes de que tú nacieras; quizá tu madre te llevó en su vientre en la procesión. Yo tenía siete años. Estaba con mi padre en la calle de la Tumbas. Hacía frío, y quería correr y jugar. Miraba con fijeza la elevada tribuna de madera que habían construido para Pericles y esperaba que él subiera a ella, de la misma manera que los niños esperan el comienzo de un espectáculo. Cuando apareció, admiré su dignidad y su hermoso yelmo, y el primer sonido de su voz me produjo una especie de estremecimiento. Pero pronto comencé a cansarme de permanecer allí con las manos y los pies fríos, sin hacer nada. Creía que aquello no iba a acabar nunca. El llanto de las mujeres me había desazonado, y la gente escuchaba en un silencio tan profundo que para mí resultaba opresivo. Miraba con fijeza la lápida funeraria en la que había tallado un muchacho montado a caballo. Aún hoy puedo verlo. Me alegré cuando supe que todo había terminado, y si un año más tarde me hubieses pedido que te citara el discurso de Pericles, dudo mucho que hubiera podido recordar más de una docena de palabras. Por tanto, antes de partir, fui a consultar los archivos. Y allí se encontraban los pensamientos que yo creía no deber a nadie. Mientras leía, no pude aún recordar haberle oído decir a Pericles aquellas cosas. Era mi alma la que parecía recordarlas, como Sócrates dice que recordamos la música y las matemáticas de los días en que aún no habíamos nacido y éramos puros.

Le dije que había oído hablar del discurso, pero que no lo había leído nunca, y él me citó tantas frases como le fue posible recordar.

Desde entonces lo he leído muchas veces. Pero puesto que no he conocido jamás a Pericles, para mi es siempre Lisias quien habla, y no veo la tumba y la tribuna, sino las lámparas de Samos contempladas a través de una puerta, su sombra proyectada de un modo descomunal contra la pared, la armadura brillando junto al jergón, la copa de vino negra y lustrosa, y su mano, con un viejo anillo de oro cincelado.

—Los hombres no nacen iguales —continuó —, de manera que yo considero vil en un hombre afirmar que lo son. Si yo mismo me juzgara tan bueno como Sócrates, sería un imbécil; y si no creyéndolo realmente te pidiera que me hicieses feliz asegurándome tal cosa, tú tendrías derecho a despreciarme. ¿Por qué habría yo de insultar a mis conciudadanos al tratarlos de estúpidos y cobardes? El hombre que no se considera tan bueno como el que más, puede tal vez llegar a ser mejor sin mucho esfuerzo. Por otra parte, puedo creerme tan bueno como Sócrates, e incluso persuadir a otros estúpidos a mostrarse de acuerdo conmigo; pero en una democracia, Sócrates se halla en el Ágora para demostrarme lo contrario. Yo deseo una Ciudad donde pueda encontrar a mis iguales y respetar a los que son mejores que yo, quienesquiera sean, y donde nadie pueda pedirme que me trague una mentira porque es conveniente, o que me someta a la voluntad de otro hombre.

Entonces, el cansancio se impuso al fin a nosotros, y nos fuimos a dormir. Al día siguiente, el Paralos se hizo a la vela para llevar a Atenas la buena nueva, enguirnaldada la proa y los remeros cantando. Cuando hubimos cesado de animarlos con nuestros gritos, acudí al templo y ofrendé a Zeus un cabrito por haber salvado a mi padre a pesar de sí mismo.

No volvimos a tener más complicaciones con los oligarcas, quienes entonces sólo se preocuparon de ocultar sus huellas y salvar la piel. Después que el Paralos se hubo hecho a la vela, tuvimos una semana muy pacífica, y con ello quiero decir que fue pacífica en Samos. En cambio, no me es posible decir lo mismo en lo que a mí se refiere, pues dos días más tarde Lisias me hizo saber, en la forma tan fácil que empleaba en tales ocasiones, que había conocido en la ciudad a una muchacha que le gustaba, y que aquella noche iría a verla.

Era la primera vez, que yo supiera al menos, que eso sucedía desde que las cosas habían cambiado entre nosotros, y me sorprendió descubrir lo mucho que me afectaba. A juzgar por mi vejación, cualquiera hubiera podido creer que había caído en las redes de una muchacha que pensaba seriamente en comprometerse con él. Considerando su fidelidad, esto era absurdo.

Me hallaba aceitando las correas de su armadura y la mía (el cuero se estropea deprisa con el aire del mar) y me mantuve afanado en ello para ocultar mis pensamientos. Pero él se dio cuenta de que estaba muy silencioso, y me preguntó si me gustaría acompañarle, pues estaba seguro de que su muchacha podría encontrar otra para mí. Le di las gracias, y le dije que ya iría cualquier otra noche. Estuvo un rato peinándose el cabello, y silbando, hasta que vino a sentarse a mi lado para instarme con gran amabilidad a que fuera con él. Entre otras cosas me dijo que era el único hijo de mi padre, que algún día tendría que casarme y que no sabría a quién escoger o cómo sacar el mejor partido de ella si primero no me decidía a acostumbrarme a una mujer. Yo le dije que las mujeres me gustaban bastante, pero que aquella noche no tenía deseos de una. La verdad es que sus incitaciones habían fallado el blanco, puesto que me hicieron recordar que, con arreglo al curso natural que debían seguir las cosas, él sería el primero en casarse. Las personas a quienes conocía parecían tomárselo con bastante ligereza, y los había visto actuar con perfecta alegría de padrinos de boda de sus amigos.

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