Elegí a mi hombre de pie en la pasarela, y esperé hasta que comenzara a trepar antes de que se produjera la embestida. En un caso así es posible alcanzar a un hombre en el brazo o el muslo y dejarlo inutilizado para el resto del combate. Era un espartano con una túnica escarlata, un hombre alto que se había echado hacia atrás el yelmo para ver mejor. Tenía una cara agradable, y lamenté que no hubiera otra persona tan bien situada para tomarla como blanco. La nave se acercó muy deprisa, pero él permaneció donde se encontraba, orgulloso y tranquilo, con una especie de exaltación en los ojos, hasta el punto de que casi olvidé a qué esperaba y experimenté deseos de gritar: «¡A bordo, idiota! ¡Va a embestir!». Debido a la bravura del mar, su espolón se encontraba debajo de la línea de flotación, pero de todas formas pude adivinar su longitud. Entonces pensé: «¡Zeus! ¡Es el trierarca!», y echando hacia atrás el brazo, arrojé el arma. En el mismo momento se produjo la embestida.
Hubo un gran choque y un fuerte crujido de maderas; en cubierta se oyeron gritos, y en los bancos de los remeros, aullidos y sollozos. Caí de rodillas. En cuanto al oficial espartano, no sé si le acerté, pero eso importó poco en aquellos instantes. La baranda de la pasarela, débil en casi todas las naves, se rompió por el choque y él cayó. Sus brazos se agitaron como si tratara de aferrar el aire, y luego se precipitó al mar, en el cual se hundió como una piedra, arrastrado por el peso de su armadura. Tal vez fuera su último general, Calicrátides, el cual pereció de esta forma durante el combate.
Era el mayor rival que Lisandro había tenido en la guerra, pues no sólo era superior a él en lo que a honor se refiere, sino que además era un soldado de gran corazón y un verdadero caballero. Si no hubiera sido demasiado orgulloso para sobrevivir a la derrota, muchas cosas habrían podido alterarse después.
En todo caso, murió tras haber llevado a cabo su trabajo, pues el espolón había logrado atravesamos. De no haber sido por el gran cíngulo de cáñamo que circundaba al barco desde la popa hasta el tajamar, creo que habría logrado partirlo en dos. Aun así, tan pronto como los espartanos se apartaron de nosotros, el agua comenzó a invadirnos.
Lancé una última jabalina tras el barco espartano, acto de rabia tan inútil como el lloro de un niño. Después salté del alcázar para imponer algo de orden en la cubierta. Lisias había bajado para encargarse de los remeros. Llamé a los soldados y entre todos constituimos una cadena para achicar. Como los marinos eran quienes se habían hecho con los cubos, nosotros no disponíamos sino de los yelmos. Resbalábamos y chapoteábamos en el agua, mientras los marinos intentaban subir el lastre para arrojarlo por la borda. Los corseletes nos estorbaban, pues la armadura no estaba hecha para ese trabajo, pero un hombre que arroja durante la batalla sus armas, arroja también tras ellas su reputación. Cuando vi a uno de los soldados enredarse con una hebilla, le eché tal mirada que volvió al trabajo con la cara encarnada. No podía transcurrir mucho tiempo antes de que la flota viniera a ayudamos, pues los espartanos huían, y, si yo podía impedirlo, nadie diría que los hombres del Sirena habían sido sorprendidos a la hora de la victoria ofreciendo un aspecto de gentuza. Abajo oí la voz de Lisias animando a los remeros. No me fue posible verlo, porque me encontraba en la escotilla entregando los yelmos llenos agua a los hombres de cubierta, pero su simple sonido me hizo mucho bien.
Cuando la tripulación no pudo sacar más lastre, comenzó a arrojar las provisiones, y después los aparejos sobrantes. Al ver cómo eran lanzados al mar los escudos, miré hacia otro lado. Dos o tres remeros heridos habían sido subidos a cubierta. Uno, que había sido herido por el mismo espolón, se estaba muriendo. Los otros habían sido heridos por las guías emplomadas de los remos de la primera hilera, los cuales tenían un contrapeso a causa de su longitud, y parecían haber sido terriblemente golpeados. Observé que uno tenía los ojos fijos en mí, unos ojos negros que me miraban como si me odiaran; pero en tales ocasiones, para lo mejor o lo peor, los hombres se comprenden los unos a los otros, y supe que en realidad odiaba a todo el que tuviera dos buenos brazos para poder salvarse en el mar.
Mientras tanto, el piloto y algunos de los marinos habían arriado la vela mayor y esperaban atortolándola sobre la brecha con cables pasados por debajo de la quilla. Eso taponó la herida producida por el espolón y, aunque era evidente que el barco hacía agua por todo el casco, el achique mejoró un poco. Cuando una ola nos elevó, miré en torno a mí para ver si venían a ayudarnos, pero todos los barcos que pude ver se hallaban en situación tan comprometida como la nuestra. Uno de ellos se hundió ante mis ojos. Primero se apoyó sobre la popa, y su espolón se elevó como el cuerno de un unicornio; después se hundió así, y el agua quedó llena de pequeñas cabezas negras. Grité alguna estupidez a los hombres para que pensaran en otra cosa.
Lisias había subido a cubierta, y nos dividió en turnos, con objeto de que pudiéramos descansar algo. Los hombres se sintieron complacidos; pero él se había encaramado primero al alcázar, y adiviné que eso significaba que no había aún ninguna ayuda a la vista. Los esclavos trabajaban junto a los remeros. Sus bancos estaban ahora debajo del agua, pero no habíamos perdido a ninguno, porque Lisias no los mantenía amarrados con grilletes cuando nos encontrábamos en el mar. Cuando llegó mi turno de descanso, me acerqué a él.
—¿Cómo va eso, Alexias? —preguntó, y después añadió—: Has manejado muy bien a los hoplitas.
Nunca estaba demasiado atareado para pensar en estas cosas.
—El trierarca ha caído al mar —dije—. ¿Has visto a alguno de nuestros barcos?
No contestó al principio. Después repuso:
—Sí, los he visto. Sus cascos están hundidos en el agua, y se deslizan contra el viento.
Le miré con fijeza y dije:
—El enemigo saldrá de Lesbos en cuanto se entere de ello. Puesto que hemos hecho el trabajo, ¿por qué no vienen en nuestra busca?
—Yo diría —respondió él— que su propósito es impedir que los espartanos huyan.
Pero en su voz hubo una nota que yo no oía desde aquel día de Corinto, cuando él yacía en el templo de Asclepios.
Sentí una amargura que de momento me impidió hablar.
—Alcibíades hubiera venido —dije luego.
Lisias asintió con la cabeza.
—¿Cuántas veces hemos ido nosotros a ayudar a los demás, perdiendo con ello una presa? —pregunté.
Justamente entonces fuimos acometidos por una ola, y embarcamos la suficiente agua para anular nuestros esfuerzos achicando.
—El barco ha sido desmantelado —dijo—. Ahora ha llegado el momento de aligerar a los hombres.
Supe lo que quería decir.
Se acercó a los hoplitas.
—Bien, amigos, el enemigo ha huido. Ningún espartano puede jactarse de habernos visto arrojar las armas. Lo que no le hemos dado a los hombres, podemos ofrecérselo al Padre Poseidón. Caballeros, desarmaos.
Empecé a trabajar en las húmedas correas de mi armadura, procurando darme prisa. Él me había hecho soldado, y por tanto le debía anticiparme en eso a él. El corselete de Arcágoras, con sus clavos dorados y su Gorgona, se desprendió de mí. Caminé sobre la húmeda cubierta, y lo arrojé al mar.
En aquel momento Teras el piloto se acercó.
—No lo has hecho demasiado pronto, Lisias —dijo.
Observé el tiempo y vi que tenía razón.
—Con tu permiso, destruiré el alcázar —añadió.
No hubo necesidad de decir más. Eso se hacia siempre al final, con objeto de conseguir apoyos para los nadadores.
—Muy bien. Rompe también el bote —repuso Lisias.
Llevábamos uno pequeño, para aquellos lugares en los que no podíamos varar cuando deseábamos conseguir agua o provisiones.
Teras lo miro.
—¿Cuántos hombres podría transportar con este mar tan agitado? —preguntó Lisias.
—Cuatro —contestó Teras—. Quizá cinco.
—En cambio dará planchas para diez o doce. Rómpelo.
Volví a la tarea de achicar, y pronto oí el ruido de las hachas.
Pero al cabo de un instante no se oyó sonido alguno. Dije a los hombres que continuaran trabajando, y corrí a cubierta. Cuatro marineros permanecían con la espalda vuelta hacia el bote y las hachas elevadas sobre sus compañeros. Su propósito era irse con el bote, y el tumulto se había extendido. Había ya varios hombres luchando por el bote, como para hundirlo en el caso de que consiguieran ocuparlo, tal como Lisias había previsto. En aquel preciso momento lo vi acercarse hacia el grupo, desarmado.
Todo ocurrió en un instante. Pero recuerdo haber pensado:
«¿Tanta es la fe que tiene en los hombres?». En medio del barco, debajo del destruido alcázar, quedaban aún unas cuantas jabalinas.
Cogí una. Lisias hablaba a los hombres, la mayor parte de los cuales habían bajado el hacha y parecían avergonzados. Pero detrás de él, el hombre en cuyos ojos había leído yo de antemano tal intención, se disponía a dejar caer sobre su desnuda cabeza la hoja del hacha.
Encomendándome a Apolo, arrojé la jabalina. Se hundió muy profunda, a la izquierda de la espina dorsal. El peso del hacha impulsó al hombre hacia atrás, y cayó sobre el dardo. Creo que le atravesó el corazón. En el Sirena todas las jabalinas estaban muy afiladas. Yo mismo me encargaba de ello.
Cuando volvieron los hombres al trabajo, Lisias se me acercó.
—Una vez me dijiste que tu vida era mía —dijo—. Ahora puedes retirar tu promesa.
Sonreí y repliqué:
—No por mucho tiempo.
Una gran ola se acercaba a nosotros. Cuando nos embistió, pensé que nos hundiríamos en seguida, pero aún nos sostuvimos a flote un poco más. Hallé en la mía la mano de Lisias. Me la había cogido para impedir que la ola me arrastrara por la borda.
—Me pregunto de qué estará hablando ahora Sócrates —dijo.
Nos miramos el uno al otro. Después de tanta acción, carecíamos de palabras, pero tampoco las necesitábamos. Pensé: «Ahora todo ha acabado».
Alguien vino corriendo hacia nosotros por cubierta, gritando:
—¡Tierra!
Miramos hacia donde señalaba, y vimos un vago y gris conjunto de islitas destacándose más allá de las agitadas olas.
—¿Adónde llega el agua ahora? —preguntó Lisias.
Miré a través de la escotilla.
—Ha cubierto la segunda hilera de bancos.
Asintió con la cabeza, e hizo sonar su pito para llamar a todos los hombres. Acababa justamente de decirles que la tierra estaba a la vista, cuando la próxima ola nos embistió.
El barco se tambaleó pausadamente, y después se hundió pesadamente, con lentitud. Creo que si Lisias no me hubiese gritado que saltara me habría quedado allí, sintiendo la cubierta bajo mis pies, hasta que el barco me hubiera arrastrado tras de sí al abismo de las aguas.
No recuerdo con claridad lo que sucedió mientras me encontraba en el agua. Recuerdo que al principio tenía un trozo de tabla, pero era demasiado ligero para sostenerme y se hundía a cada instante. Impaciente, lo solté y entonces me dije: «Es mi vida lo que he dejado irse. Bien, ahora ya no tiene remedio». No sabía dónde estaba oriente ni poniente, pues las olas pasaban sobre mí, ahogándome casi. Me dije que lo mejor sería hundirme entonces y morir de prisa, pero la vida era en mí más fuerte que la razón y forcejeaba contra las olas. A mi alrededor se oían gritos y chillidos.
Oí a alguien gritar una y otra vez:
—¡Di a Crates que no venda la tierra! ¡Que no venda la tierra!
Hasta que su voz se apagó bruscamente. Mis oídos se hallaban llenos de agua. Cuando de nuevo me fue posible oír, aún se escuchaban gritos, pero no tantos como antes. En mi cabeza, algo dijo:
«Escucha, atiende», y de nuevo pensé: «¿Cómo puedo hacerlo? Tengo bastante que hacer». Entonces escuché. La voz de Lisias gritaba:
—¡Alexias! ¡Alexias! ¡Alexias!
Le llamé a mi vez y reflexioné: «Bien, nos hemos hablado el uno al otro». En aquel momento oí a un nadador respirar con dificultad a mi lado, y al instante me di cuenta de que Lisias se hallaba allí con uno de los remos de popa, avanzando hacia mí.
Entonces volví un poco en mí mismo y, agarrándome con las dos manos al remo, pregunté:
—¿Nos soportará a los dos?
—Ya puedes ver que nos soporta.
Aquello me satisfizo por el momento, porque me encontraba medio aturdido y estaba acostumbrado a creer en lo que él decía.
Por su parte, no hay duda de que lo empujaba con todas sus fuerzas, para ayudarme a avanzar.
Nadamos durante largo tiempo; tanto, que a mí me pareció días y noches enteras. Cuando el cansancio comenzó a apoderarse de mí, mi cuerpo olvidó su ansia de vivir. Sentía un pesado dolor en el pecho, y después llegó el momento en que descansar me pareció la única cosa hermosa y buena. Mi mente estaba tan embotada, que fácilmente hubiera podido soltar el remo y quedarme atrás sin decir palabra; pero al final mi alma se reavivó un poco y dije:
—Adiós, Lisias.
Entonces solté el remo. Pero sentí un gran tirón en mi cabello, y otra vez emergí.
—Agárrate —dijo él—. Idiota, estamos cerca de tierra.
Pero yo sólo deseaba estar quieto.
—No puedo, Lisias. Estoy acabado. Deja que me hunda.
—Agárrate, maldito seas —replicó él—. ¿Te llamas hombre?
No recuerdo cuanto me dijo. Después, mientras yacía en la cabaña de pastor de la isla, al volver en mí sentí mi mente llena de contusiones y no me fue posible contar con ella, de la misma manera que un hombre no puede contar con su cuerpo cuando ha sido apaleado mientras se encontraba medio aturdido. Creo que me llamó cobarde. En todo caso, de una manera u otra me convenció de que renunciar a salvarme sería como morir con una herida en la espalda. Más tarde, mientras nos hallábamos envueltos en unas viejas mantas y comíamos un negro guiso de alubias junto a una hoguera hecha con madera de deriva, empezó a excusarse, pero en términos más bien generales, esperando que hubiera olvidado. De modo que cuando vi lo que deseaba, le dije que había olvidado.
Nosotros dos éramos los únicos sobrevivientes del Sirena. Veinticinco barcos atenienses se perdieron en la batalla, y junto con la mayor parte de ellos pereció toda la tripulación.
Hubo de transcurrir casi un mes antes de que pudiéramos regresar a la Ciudad, pues la isla era un pequeño lugar al que sólo acudían algunos pescadores. Por fin fuimos recogidos por un barco lesbiano, e hicimos nuestro viaje en él. Cuando llegué a casa, encontré que mi familia me había dado por muerto, y mi padre se había afeitado la cabeza. Parecía viejo y enfermo, y se conmovió tanto al verme, que me sentí confuso y apenas supe qué decirle. Supongo que durante todo aquel tiempo no había cesado de reprocharse el haberme dejado abandonar el hogar para irme al mar. Por mi parte, el tiempo me había enseñado a no ver en ello sino la conjunción de los planetas y la mano del destino. Mi madre se mostró mucho más tranquila, y dijo que había soñado que no estaba muerto. Mi hermana Charis danzó en torno a mí con sus largas piernas, se lamentó de la barba que me había dejado crecer en la isla y dijo que no me besaría hasta que me la afeitase.