Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
La risa, declara Reinhold Niebuhr en uno de sus más hermosos sermones, es una especie de tierra de nadie entre la fe y la desesperación. Preservamos nuestra cordura riéndonos de los absurdos superficiales de la vida; pero la risa se convierte en amargura y escarnio si se orienta hacia esos absurdos más profundos que son el mal y la muerte. «Esa es la razón» concluye, «por la que hay risas en el atrio del templo, ecos de risas en el templo mismo, pero sólo recogimiento y oración, y ninguna risa, en el santo de los santos».
Lord Dunsany dice lo mismo en
Los dioses de Pegana
(el que habla es Limpang-Tung, dios de la alegría y de los juglares melodiosos):
«Introduciré bromas y un poco de alegría en el mundo. Y mientras la Muerte te parezca tan lejana como el borde purpúreo de los montes, y el dolor tan remoto como la lluvia en los días azules del verano, reza a Limpang-Tung. Pero cuando seas viejo, o vayas a morir, no reces a Limpang-Tung, porque ya formarás parte de un plan que no comprendes.»
«Sal a la noche estrellada, y Limpang-Tung danzará contigo… u ofrece una broma a Limpang-Tung; pero no reces a Limpang-Tung en tu dolor, pues ha dicho del dolor; 'puede que sea muy inteligible para los dioses, pero él no lo comprende'».
L
AS AVENTURAS DE
A
LICIA EN EL
P
AÍS DE LAS
M
ARAVILLAS
y A
TRAVÉS DEL ESPEJO
son dos incomparables bromas que el reverendo C. L. Dodgson, durante el descanso mental de sus tareas en el
Christ Church
, ofreció a Limpang-Tung.
En plena tarde dorada
[1]
navegamos lentamente;
pues unos brazos inhábiles,
manejan nuestros remos,
y unas manitas pugnan en vano
por guiar los vagabundeos.
¡Ah, crueles Tres! Pedir,
en esas horas de sueño,
un cuento a un aliento demasiado débil
para agitar la más leve pluma.
Pero ¿qué puede una pobre voz
contra tres lenguas juntas?
Prima
, imperiosa, lanza
su edicto: «A empezar»;
en tono más dulce,
Secunda
, espera
que «no contenga tonterías»,
mientras
Tertia
interrumpe
sólo una vez por minuto.
Luego, llegado el silencio,
siguen imaginariamente
a la niña soñada por un país
de nuevas, delirantes maravillas
donde ella charla con aves y bestias…
y medio se creen que es realidad.
Y cada vez que se secaban
las fuentes de la fantasía,
y la voz cansada quería débilmente
diferir el relato:
«El resto para la próxima vez». «¡Ya es la próxima vez!»,
exclamaban las voces felices.
Así surgió el País de las Maravillas;
así, uno a uno,
se fueron forjando sus hechos extraños;
y ahora el cuento se acabó.
Y, alegres tripulantes, ponemos rumbo a casa
bajo el sol de la tarde.
¡Alicia! Toma este cuento pueril,
y con mano bondadosa,
ponlo donde los sueños de la
Niñez se trenzan
con la cinta mística de la Memoria
como marchita corona de peregrino, de flores
[2]
cortadas en un lejano país.
Por la Madriguera del Conejo
Alicia
[1]
empezaba a estar muy cansada de permanecer junto a su hermana en la orilla, y de no hacer nada; una vez o dos había echado una mirada al libro que su hermana estaba leyendo, pero no traía estampas ni diálogos; y «¿de qué sirve un libro», pensó Alicia, «si no trae estampas ni diálogos?».
Así que estaba deliberando en su interior (lo mejor que podía, ya que el día caluroso la hacía sentirse muy soñolienta y atontada) si el placer de trenzar una cadena de margaritas merecía la molestia de levantarse a coger las margaritas, cuando de pronto llegó junto a ella un conejo blanco de ojos rosados.
No había nada de particular en aquello; ni consideró Alicia que fuese
muy
excepcional oír al Conejo decirse a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado tarde!» (al pensar en ello más tarde, se le ocurrió que debía haberle extrañado una cosa así; sin embargo, en aquel momento le pareció la mar de natural); pero cuando el Conejo
se sacó un reloj del bolsillo del chaleco
, lo consultó, y luego reanudó apresuradamente la marcha, Alicia se incorporó de un brinco, ya que se le ocurrió de pronto que jamás había visto un conejo con un bolsillo de chaleco, o con un reloj que sacar de él; y, muerta de curiosidad, echó a correr tras él por el prado, justo a tiempo de ver cómo se metía por una gran madriguera bajo el seto.
Un instante después se coló Alicia también, sin pararse a pensar cómo saldría.
La madriguera siguió recta como un túnel durante un trecho, y luego torció hacia abajo tan bruscamente que Alicia no tuvo ni un momento para pensar en detenerse antes de caer, por lo que parecía un pozo muy profundo.
O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio; porque tuvo tiempo de sobra, mientras descendía, para mirar en torno suyo, y preguntarse qué ocurriría a continuación. Primero, trató de mirar hacia abajo para averiguar hacia dónde iba, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego miró las paredes del pozo, y observó que estaban llenas de alacenas y anaqueles: vio mapas aquí y allá, y cuadros colgados con escarpias. Cogió un tarro de uno de los anaqueles al pasar; en la etiqueta ponía: «MERMELADA DE NARANJA», pero para su desencanto estaba vacío; no quiso soltar el tarro por temor a matar a alguien de abajo, así que se las arregló para meterlo en una de las alacenas al pasar ante ella en su caída.
[2]
¡«Vaya», pensó Alicia para sí, «después de una caída como ésta, rodar por una escalera no me va a parecer nada! ¡Qué valiente van a pensar que soy, en casa! ¡Bueno, incluso si me cayese del tejado, no dirían nada!» (cosa que era lo más probable).
[3]
Siguió cayendo, cayendo, cayendo. ¿Es que la caída
nunca
iba a tener fin? «Me pregunto cuántas millas llevaré ya», dijo en voz alta. «Debo de estar cerca del centro de la tierra. Veamos: el centro estará a unas cuatro mil millas, creo…» (como veis, Alicia había aprendido varias cosas de este tipo en el colegio, y aunque no era ésta
muy
buena ocasión para presumir de lo que sabía, ya que no había nadie que la escuchase, sin embargo, era buena práctica repetirlo) «… sí, creo que es ésa la distancia… pero entonces, ¿en qué Latitud y Longitud me encuentro?» (Alicia no tenía la menor idea de lo que eran Latitud y Longitud, pero le pareció que eran palabras importantes).
Luego empezó otra vez: «¡No sé si
atravesaré
la tierra
de parte a parte
[4]
en la caída! ¡Qué divertido sería aparecer entre la gente que anda cabeza abajo! Los antípatias, creo…» (casi se alegró de que no
hubiese
nadie escuchando esta vez, ya que no le sonó correcta la palabra, ni mucho menos) «… pero tendré que preguntarles cómo se llama el país, naturalmente: Por favor, señora, ¿es esto Nueva Zelanda o Australia?» (y al decirlo trató de hacer una reverencia… ¡figuraos, haciendo
reverencias
mientras caía por los aires! ¿Podríais hacerlas vosotros?) «¡Qué niña más ignorante pensaría la señora que soy, por preguntarlo! No, no conviene preguntar; quizá lo vea escrito en alguna parte».
Siguió cayendo, cayendo, cayendo. No tenía otra cosa que hacer, así que en seguida se puso a hablar otra vez: «¡Creo que Dinah me va a echar mucho de menos esta noche!» (Dinah era la gata).
[5]
«Espero que se acuerden de darle su plato de leche a la hora de la cena. ¡Mi querida Dinah! ¡Cómo me gustaría que estuvieses aquí abajo conmigo! Me temo que no hay ratones en el aire; pero podrías cazar algún murciélago, que es muy parecido a un ratón. Aunque no sé si comerán murciélagos los gatos». Aquí empezó Alicia a sentirse soñolienta, y siguió diciéndose, medio en sueños: «¿Comerán murciélagos los gatos? ¿Comerán murciélagos los gatos?», y de cuando en cuando, «¿Comerán gatos los murciélagos?», pues comprenderéis que, como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho que las hiciera de una forma o de otra. Notó que se estaba quedando dormida; y había empezado a soñar que andaba de la mano con Dinah, a la que le preguntaba muy seria: «A ver, Dinah, dime la verdad: ¿te has comido alguna vez un murciélago?», cuando de repente, ¡bum! ¡bum!, cayó encima de un montón de ramas y hojas secas, y concluyó la caída.
Alicia no se había hecho ni pizca de daño, y al instante se puso en pie de un salto, miró hacia arriba, pero estaba totalmente oscuro, ante sí vio otro largo pasadizo, y aún tenía a la vista al Conejo Blanco que se alejaba presuroso por él. No había un instante que perder: allá fue Alicia, veloz como el viento, y llegó justo a tiempo de oírle decir: «¡Ah, por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se me está haciendo!». Estaba muy cerca de él, pero al torcer en un recodo no vio ya al Conejo, se encontró en una sala larga y baja, iluminada por una fila de lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de toda la sala, pero estaban todas cerradas; y cuando Alicia hubo recorrido todo un lado y todo el otro, probando a abrir cada una de ellas, se dirigió decepcionada al centro, pensando cómo conseguiría salir.
De repente, descubrió una mesita de tres patas, toda hecha de cristal macizo: no tenía encima más que una minúscula llavecita de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que quizá perteneciese a una de las puertas de la sala; pero ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llavecita demasiado pequeña; el caso es que no abría ninguna. Sin embargo, al recorrerlas por segunda vez, descubrió una cortina baja en la que no había reparado antes, y detrás encontró una puertecita de quince pulgadas de alto: probó la llavecita de oro en su cerradura, y para su alegría ¡entró!
Alicia abrió la puerta y vio que comunicaba con un pasadizo diminuto, no mucho más amplio que una ratonera: se arrodilló, miró por este pasadizo y descubrió el jardín más hermoso que hayáis visto jamás. ¡Cómo deseó salir de la oscura sala y deambular por entre aquellos arriates de flores brillantes y aquellas frescas fuentes!
[6]
; pero no podía ni meter la cabeza por el vano de la puerta; «y aunque me cupiera la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco me valdría sin los hombros. ¡Ah, cómo me gustaría plegarme como un catalejo! Creo que podría, si supiese empezar». Pues, como veis, le habían sucedido tantas cosas extraordinarias últimamente, que empezaba a pensar que había poquísimas que fueran realmente imposibles.