Alicia ANOTADA (12 page)

Read Alicia ANOTADA Online

Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner

Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico

BOOK: Alicia ANOTADA
3.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cómo te va? —dijo el Gato, tan pronto como apareció la boca lo bastante como para hablar.

Alicia esperó a que apareciesen los ojos, y entonces lo saludó con un movimiento de cabeza. «Es inútil que le hable», pensó, «mientras no tenga las orejas; al menos una de ellas». Un minuto después había aparecido toda la cabeza; entonces Alicia dejó al flamenco en el suelo, y empezó a contarle el juego, muy contenta de tener a alguien que la escuchase. El Gato debió de considerar que ya era visible la suficiente parte de su persona, y no apareció nada más.

—Creo que no juegan limpio —empezó Alicia, en tono más bien quejoso—; y discuten todos de una forma tan horrible que una no es capaz de oír su propia voz… aparte de que no parece que haya ninguna regla concreta; si la hay, desde luego nadie hace caso de ella…, así que no te puedes imaginar la confusión que supone el que todo esté vivo; por ejemplo, el arco que me toca cruzar anda paseándose por el otro extremo del campo… ¡y hace un momento, le habría dado un buen golpe al erizo de la Reina, si no hubiese echado a correr al ver llegar el mío!

—¿Te cae simpática la Reina? —dijo el Gato en voz baja.

—Ni pizca —dijo Alicia—. Es tan terriblemente… —en ese preciso momento se dio cuenta de que tenía a la Reina escuchando justo detrás, así que prosiguió— … seguro que va a ganar, que casi no merece la pena seguir jugando.

La Reina sonrió y pasó de largo.

—¿Con quién hablas? —dijo el Rey, acercándose a Alicia y observando la cabeza del Gato con gran curiosidad.

—Es un amigo mío… un Gato de Cheshire —dijo Alicia—. Permitidme que os lo presente.

—No me gusta nada su pinta —dijo el Rey—; sin embargo, puede besarme la mano, si lo desea.

—Prefiero no hacerlo —contestó el Gato.

—¡No seas impertinente —dijo el Rey—, y no me mires así! —se colocó detrás de Alicia mientras hablaba.

—Un gato puede mirar a un rey —dijo Alicia—. Lo he leído en un libro, aunque no recuerdo en cuál.
[4]

—Bueno, pues habría que suprimirlo —dijo el Rey con decisión; y llamó a la Reina que pasaba en ese momento—: ¡Querida! ¡Quisiera que mandases suprimir a este Gato!

La Reina tenía sólo una forma de arreglar todas las dificultades, las grandes y las pequeñas. «¡Que le corten la cabeza!», dijo, sin volverse a mirar siquiera.

—Yo mismo traeré al verdugo —dijo el Rey impaciente, y echó a correr.

Alicia pensó que quizá era más conveniente regresar al juego y ver cómo iba, ya que había oído la voz de la Reina a lo lejos gritando acaloradamente. Ya la había oído sentenciar a tres de los jugadores por haberse equivocado de turno, y no le gustaba un pelo cómo se estaban poniendo las cosas, dado que había tal confusión en el juego que nunca sabía si le tocaba a ella o no. Así que se fue en busca de su erizo.

El erizo estaba enzarzado en una pelea con otro erizo, por lo que a Alicia le pareció una estupenda ocasión para hacer carambola con los dos; la única dificultad estaba en que su flamenco había cruzado al otro lado del jardín, donde Alicia podía verle hacer vanos esfuerzos por alzar el vuelo hasta un árbol.

Cuando cogió al flamenco y regresó con él, la pelea había terminado, y los dos erizos habían desaparecido; «pero no importa demasiado», pensó Alicia, «dado que se han ido todos los arcos de este lado del campo». Así que se echó el flamenco debajo del brazo para que no volviera a escapársele, y regresó a charlar otro poco con su amigo.

Cuando llegó adonde estaba el Gato de Cheshire, se quedó sorprendida al descubrir que se había reunido una gran multitud a su alrededor; se había entablado una discusión entre el verdugo, el Rey y la Reina, que hablaban al mismo tiempo, mientras los demás estaban completamente callados, y parecían muy incómodos.

Al ver llegar a Alicia, los tres apelaron a ella para que dirimiese la cuestión, repitiéndole sus respectivos argumentos; no obstante, como hablaban los tres a la vez, le resultó muy difícil averiguar qué decían exactamente.

El verdugo alegaba que no se podía cortar una cabeza, a menos que hubiese un cuerpo del cual separarla; que él no había tenido que hacer nunca una cosa así, y que no iba a empezar a estas alturas de su vida.

El criterio del Rey era que todo lo que tenía cabeza podía ser decapitado, y que lo demás eran tonterías.

El criterio de la Reina era que si no se hacía algo y pronto, mandaría ejecutar a todos los presentes (esta última observación hizo que los allí reunidos se mostrasen graves y desosegados).

A Alicia no se le ocurrió decir otra cosa que: «Es de la Duquesa; será mejor que le pregunten a ella».

—Está en la cárcel —dijo la Reina al verdugo—; tráela aquí —y el verdugo partió como un flecha.

La cabeza del Gato empezó a desvanecerse cuando se iba el verdugo, y al regresar con la Duquesa, el Gato había desaparecido por completo: así que el Rey y el verdugo echaron a correr precipitadamente en su busca, mientras el resto de los reunidos se volvían a incorporar al juego.

CAPÍTULO IX

Historia de la Falsa Tortuga

—¡No te puedes imaginar lo contenta que estoy de volverte a ver, mi querida pequeña! —dijo la Duquesa, al tiempo que metía el brazo afectuosamente por debajo del de Alicia, y se alejaban juntas.

Alicia se alegró mucho de encontrarla de tan buen humor, y pensó que quizá era la pimienta lo que la había puesto tan violenta cuando se conocieron en la cocina.

«Cuando yo
sea
duquesa —se dijo Alicia (aunque no en un tono muy esperanzado)—, no tendré
ni una mota
de pimienta en la cocina. La sopa está buena sin ella… Puede que sea la pimienta lo que pone siempre a las personas acaloradas —prosiguió, contentísima de haber descubierto una nueva regla—, y el vinagre, agrias; y la manzanilla
[1]
, amargas; y… y el azúcar cande
[2]
, y cosas así, lo que da a los niños un carácter dulce. Me encantaría que la gente estuviera enterada de
esto
; así no sería tan tacaña con los dulces…»

Se había olvidado por completo de la Duquesa, y se sobresaltó un poco al oír su voz junto a su oído: «Vas pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. En este momento no recuerdo la moraleja que tiene eso, pero la recordaré dentro de un momento».

—A lo mejor no la tiene —se atrevió a decir Alicia.

—¡Vamos, vamos, criatura! —dijo la Duquesa—. Todo tiene su moraleja; lo que hace falta es dar con ella —y se apretó contra el costado de Alicia mientras hablaba.

A Alicia no le hacía mucha gracia llevar tan pegada a la Duquesa: primero porque era
feísima
; y en segundo lugar, porque tenía la estatura precisa para apoyar la barbilla en el hombro de Alicia; una barbilla que era molesta de tan puntiaguda. Sin embargo, no quiso ser descortés, así que aguantó lo mejor que pudo.

—El juego va mejor ahora —dijo, a fin de mantener un poco la conversación.

—En efecto —dijo la Duquesa—; y la moraleja es: «¡Ah, el amor, el amor es lo que hace andar al mundo!».

—¡Alguien dijo —susurró Alicia— que andaría mejor si cada cual se ocupara de sus propios asuntos!
[3]

—¡Ah, bueno!, viene a ser lo mismo —dijo la Duquesa, hincando su barbilla puntiaguda en el hombro de Alicia, a la vez que añadía—: y la moraleja de
eso
es: «Cuida del sentido, y el sonido cuidará de sí mismo».
[4]

«¡Qué manía de buscarles moraleja a las cosas!», se dijo Alicia para sus adentros.

—Quizá te estés preguntando por qué no te pongo el brazo alrededor de la cintura —dijo la Duquesa tras una pausa—; pero es que no sé qué genio tiene el flamenco que llevas. ¿Pruebo a ver?

—A ver si le da un picotazo —replicó Alicia precavida, sin el menor deseo de que probara.

—Muy cierto —dijo la Duquesa—; los flamencos y la mostaza pican. Y la moraleja es: «Dios los cría y ellos se juntan».

—Sólo que la mostaza no es ningún pájaro —comentó Alicia.

—Tienes razón, como siempre —dijo la Duquesa—; ¡qué manera más clara de decir las cosas!

—Es mineral,
creo
—dijo Alicia.

—Por supuesto que lo es —dijo la Duquesa, que parecía dispuesta a coincidir en todo lo que dijese Alicia—: hay una gran mina de mostaza cerca de aquí. Y la moraleja de eso es: «Cuanto más mino yo, menos tienes tú».

—¡Ah, ya me acuerdo! —exclamó Alicia, que no había prestado atención a este último comentario—, es vegetal; no lo parece, pero lo es.

—Estoy completamente de acuerdo contigo —dijo la Duquesa—; y la moraleja de eso es: «Sé lo que quisieras parecer»; o si lo prefieres más sencillamente: «Nunca imagines no ser de otro modo que pueda parecer a otros que lo que eras o podías haber sido no fuera de modo que lo que habías sido les hubiera parecido distinto».

—Creo que lo entendería mejor —dijo Alicia muy cortésmente— si me lo pusiese por escrito; pero diciéndomelo, no consigo seguirla.

—Eso no es nada comparado a como podría decirlo, si quisiera —replicó la Duquesa en tono complacido.

—Por favor, no se moleste en decirlo de otra forma —dijo Alicia.

—¡Oh, no es ninguna molestia! —dijo la Duquesa—: te regalo todo lo que he dicho hasta aquí.

«¡Un regalo bien barato!», pensó Alicia. «¡Me alegro de que la gente no haga regalos de cumpleaños de esa clase!». Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.

—¿Estás pensando otra vez? —preguntó la Duquesa, hincándole de nuevo su puntiaguda barbilla.

—Tengo derecho a pensar —dijo Alicia con sequedad, ya que empezaba a estar un poco molesta.

—El mismo derecho —dijo la Duquesa— que los cerdos a volar; y la mo…

Pero aquí, para gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se apagó, incluso a mitad de su palabra favorita: «moraleja»; y el brazo con que tenía enlazado el suyo empezó a temblar. Alicia alzó los ojos, y allí estaba la reina, delante de ellas, con los brazos cruzados y el ceño fruncido como una tormenta.

—¡Hermoso día, Majestad! —empezó la Duquesa con voz floja y débil.

—Bueno, te lo advierto con toda franqueza —exclamó la Reina, dando una patada en el suelo, mientras hablaba—: ¡o desapareces tú, o desaparece tu cabeza; pero eso en un santiamén! ¡Elige!

La Duquesa eligió, y desapareció en un segundo.

—Sigamos con el juego —le dijo la Reina a Alicia; Alicia estaba demasiado asustada para decir nada; pero la siguió lentamente hasta el terreno de juego.

Los demás invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina, y estaban descansando a la sombra; sin embargo, en cuanto la vieron, se apresuraron a reanudar el juego; y la Reina se limitó a advertirles que como se demorasen un segundo les costaría la vida.

Mientras duró el juego, la Reina no paró de pelearse con los demás jugadores, y de gritar: «¡Que le corten la cabeza!». Aquellos a quienes sentenciaba la Reina eran detenidos por los soldados, quienes, para cumplir tales órdenes, tenían que dejar de ser arcos, como es natural, de manera que al cabo de media hora más o menos no quedaban arcos, y todos los jugadores, excepto el Rey, la Reina y Alicia, habían sido detenidos y condenados a muerte.

Entonces la Reina abandonó el juego, completamente sin aliento, y le dijo a Alicia:

—¿Has visto ya a la Falsa Tortuga?

—No —dijo Alicia—. Ni siquiera sé qué es una Falsa Tortuga.

—Es de lo que se hace la sopa de Falsa Tortuga
[5]
—dijo la Reina.

—Jamás las he visto, ni había oído hablar de ellas.

—Entonces ven —dijo la Reina—, y que te cuente su historia.

Cuando se alejaban juntas, Alicia oyó al Rey que decía en voz baja a los invitados en general: «Estáis todos perdonados». «¡Vaya,
ésa
sí que es una buena acción!», se dijo Alicia, ya que estaba muy apenada por el número de ejecuciones que la Reina había ordenado.

Poco después se encontraron con un Grifo
[6]
que estaba tumbado y profundamente dormido al sol (si no sabéis lo que es un Grifo, mirad la ilustración). «¡Levanta, perezoso! —dijo la Reina—, y lleva a esta señorita a ver a la Falsa Tortuga para que oiga su historia. Yo tengo que regresar a ocuparme de unas cuantas ejecuciones que he ordenado»; y se marchó dejando a Alicia sola con el Grifo.

Other books

Wanting Wilder by Michele Zurlo
An American Outlaw by John Stonehouse
Gaslight in Page Street by Harry Bowling
Daunting Days of Winter by Ray Gorham, Jodi Gorham
Heart of the wolf by Lindsay Mckenna
Enchanter by Joanne Wadsworth
La era del estreñimiento by Óscar Terol, Susana Terol, Iñaki Terol
Four Years Later by Monica Murphy