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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (34 page)

BOOK: Alta fidelidad
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32

Los carteles publicitarios me encantan. La única idea creativa que he tenido en toda mi vida consistía en una exposición de fotografías de carteles publicitarios. Haría falta trabajar durante diez, puede que veinte años, hasta reunir material suficiente; sin embargo, estoy convencido de que quedaría pero que muy bien una vez terminada. En los tablones que hay clavados sobre el escaparate del local situado frente al mío se pueden ver unos cuantos documentos históricos de verdadera importancia: un cartel que anuncia un combate de Frank Bruno, una manifestación antinazi, el nuevo single de Prince, la actuación de un humorista caribeño y montones de conciertos, cómo no. En menos de quince días habrán desaparecido, cubiertos seguramente por las arenas movedizas del tiempo o, si no, por un anuncio del último disco de U2. Se nota cómo es el espíritu de la época, ¿verdad? (Ya puestos, voy a contar un secreto: la verdad es que llegué a poner en marcha ese proyecto. En 1988 hice tres o cuatro fotografías con mi Instamatic, todas ellas delante de un local desocupado que estaba en Holloway Road; lo que pasa es que entonces se alquiló el local, y de alguna manera se me pasó el entusiasmo del primer momento. Las fotos me salieron bien, o al menos eran pasables, pero está claro que nadie te dejaría montar una exposición solamente con tres fotos, ¿no?)

De todos modos, de vez en cuando me pongo a prueba, a ver qué tal ando de reflejos: me quedo mirando esa tienda o cualquier otra para asegurarme de que conozco a los grupos que van a dar un concierto aquí o allá. La triste verdad es que estoy perdiendo facultades. Antes los conocía a todos, me sabía todos los nombres, por absurdos que fueran, sin tener en cuenta el aforo del local en el que iban a tocar. Y entonces, hará unos tres o cuatro años, cuando dejé de devorar cada página de las revistas musicales, empecé a darme cuenta de que ya no reconocía los nombres de los artistas y los grupos que iban a tocar en los pubs o en los clubs más pequeños; el año pasado hubo un par de conciertos en el Forum, pero los nombres de los grupos no me decían nada. ¡En el Forum, ojo! ¡Que tiene un aforo de mil quinientos espectadores en localidades de asiento, dispuestos a ver a un grupo del que yo no sabía nada! La primera vez que me pasó me tiré la noche entera deprimido, seguramente por haber cometido el error de confesarles mi ignorancia a Barry y a Dick. (Barry estuvo a punto de morirse de risa, mientras que Dick se quedó mirando su cerveza: sentía tanta vergüenza ajena que no se atrevía siquiera a mirarme a la cara.)

Da igual. Hago las comprobaciones de turno (al menos veo que sigue saliendo Prince en los carteles, así que no me quedo con el marcador a cero: un día sí que me quedaré en blanco, y ese día me ahorco, lo juro), y veo de pronto un cartel que me resulta conocido: «¡POR PETICIÓN POPULAR! —dice—. ¡VUELVE EL GROUCHO CLUB!» Y más abajo añade este dato: «TODOS LOS VIERNES, A PARTIR DEL 20 DE JULIO, THE DOG AND THE PHEASANT.» Me quedo pasmado, mirando el cartel durante una eternidad, boquiabierto. Tiene el mismo tamaño, los mismos colores de los carteles que poníamos en los viejos tiempos; han tenido incluso el morro de copiar nuestro diseño, nuestro logotipo, las gafas de Groucho Marx y el bigote sobre la segunda «o» de «Groucho»,
y
el puro que sobresale del culo de la «b» (ya sé que no debe de ser ése el término correcto, pero así llamábamos nosotros al hueco de la «b») de «club».

En aquellos carteles aparecía un último renglón en el que se enumeraba el tipo de música que pinchaba yo. E incluso añadía al final el nombre del brillante, dotadísimo pinchadiscos, con la descabellada esperanza de convertirlo en una figura de culto entre unos cuantos seguidores. A este cartel no se le ve la parte de abajo, porque alguien ha pegado una tonelada de pegatinas que anuncian no sé qué grupo nuevo. Las quito una a una y ahí está: «STAX, ATLANTIC, MOTOWN, R&B, SKA, SONIDO MERSEY Y ALGO DE MADONNA PARA VARIAR: BAILABLES PARA TREINTAÑEROS. DJ, ROB FLEMING.» Resulta de lo más reconfortante comprobar que sigo haciendo lo mismo, teniendo en cuenta los años que han pasado.

¿Y qué es lo que sucede?, me pregunto. Sólo hay tres explicaciones posibles: a) ese cartel está ahí pegado desde 1986, y los arqueólogos de los carteles publicitarios lo acaban de encontrar; b) he decidido poner en marcha el club de nuevo, he encargado que impriman los carteles, los he pegado por ahí, y luego he sufrido un tremendo ataque de amnesia; c) alguien ha decidido inaugurar de nuevo el club y ha querido ponérmelo en bandeja. Calculo que la explicación más probable es c), así que me voy a casa a esperar que llegue Laura.

—Es un regalo de cumpleaños tardío. Se me ocurrió la idea cuando aún vivía con Ray, y me pareció tan buena que me jodió mucho que ya no viviéramos juntos. Quién sabe, a lo mejor por eso he vuelto. ¿Te gusta? —dice. Después de trabajar, ha salido a tomar unas cervezas con no sé quién, y anda un pelín achispada.

No me había parado a pensarlo, pero la verdad es que sí que me gusta. También me pone algo nervioso; la verdad, me intimida (la cantidad de discos que tendré que encontrar, los preparativos con el equipo de música...), pero sí, sí que me gusta. Me apasiona, qué coño.

—No tenías derecho a... —le digo—. Suponiendo que... —¿Qué?—. ¿Y si ese día tuviera que hacer algo que no puedo suspender, eh?

—¿Cuándo tienes tú que hacer algo que no se pueda suspender?

—No se trata de eso, lo sabes de sobra.

No sé por qué tengo que ponerme así, tan severo y tan malhumorado, ni por qué insisto en que no es cosa suya: más bien debería deshacerme, llorar de alegría, de gratitud y de amor, pero no de cabreo.

Laura suspira, se tumba en el sofá y se quita los zapatos.

—Bueno, da lo mismo. Seguro que lo harás, ¿verdad?

—Ya veremos.

Un día de éstos, cuando me ocurra algo parecido a esto, me limitaré a darle las gracias, a decirle que es maravilloso, que es una gran idea, que me apetece muchísimo. Pero todavía no ha llegado ese día.

—¿Sabes que vamos a tocar unos cuantos temas? —dice Barry.

—Y una mierda, tío.

—Eh, que Laura ha dicho que sí. Ha dicho que podíamos tocar un rato a cambio de que la ayudase con los carteles y todo eso.

—Joder, no pensarás tomártelo al pie de la letra, ¿eh?

—Pues claro que sí, ¿qué pasa?

—Oye, os doy el diez por ciento de lo que se saque en taquilla a cambio de que no toquéis.

—No sirve, porque ya tenemos asegurado el diez por ciento.

—¿A qué cojones estará jugando esta tía? Bueno, pues te ofrezco el veinte.

—No. Necesitamos esa actuación.

—Te doy el ciento diez por ciento, y es mi última oferta.

Barry se echa a reír.

—Eh, que no es broma. Si vienen cien personas y pagan cinco libras cada una, te doy quinientas cincuenta libras. ¿Te das cuenta de lo mucho que me importa que no toquéis?

—Rob, no somos tan malos como tú imaginas.

—No me lo creo. Mira, Barry; te lo voy a poner bien claro. Vendrá gente que trabaja con Laura, gente que tiene perro, niños, discos de Tina Turner. ¿Cómo piensas apañártelas con un público así?

—El problema no es ése, Rob, sino cómo se las apañarán ellos con nosotros. A todo esto, ya no nos llamamos Barrytown. Los demás se hartaron del rollo de Barry/Barrytown, así que ahora nos llamamos SDM, que significa Sonic Death Monkey.

—Sonic Death Monkey, vaya...

—¿Qué te parece? A Dick le ha gustado.

—Barry, tienes más de treinta tacos. Creo que te lo debes en primer lugar a ti mismo, pero también le debes a tus amigos, a tu padre y a tu madre, no cantar con un grupo que se llama Sonic Death Monkey.

—Para nada, tío. Lo que me debo a mí es sobre todo apretar el acelerador, Rob, y este grupo de verdad que aprieta el acelerador. No veas las revoluciones que alcanzamos.

—Fijo que te pasas de revoluciones si el viernes que viene te acercas a un metro de mí.

—Eso es lo que buscamos, Rob. Que la gente reaccione. Y si los amigos de Laura, esos abogados aburguesados, no lo pueden aguantar, pues que los folle un pez. Que se amotinen si quieren, ya verás cómo controlamos. Estamos preparados para todo.

Y suelta lo que seguramente él identificaría como una risotada demoníaca, de drogadicto loco.

Habrá quien se frote las manos con esto, desde luego. Habrá quien lo convierta en una de las anécdotas más repetidas de la historia; habrá quien ensaye a fondo la manera de contarla para no olvidar los detalles de la destrucción del pub, ni el llanto de los abogados que se dirigían a la salida de emergencia con los oídos sangrando. Pero que no cuenten conmigo para eso. Yo en cambio lo apelotono todo en una bola de ansiedad y de nervios y me la meto en algún lugar indefinido, a mitad de camino entre el ombligo y el culo, para guardarlo a buen recaudo. Ni siquiera Laura parece tan preocupada como yo.

—No es más que la primera vez. Además, les he dicho que no pueden pasar de media hora. De acuerdo, puede que pierdas a dos o tres amigos míos, pero tampoco son de los que podrían encontrar una buena canguro para los niños todas las semanas.

—Tengo que depositar una fianza, ¿sabes? Y además hay que pagar el alquiler de la sala.

—Todo eso ya está hecho, Rob.

Es esta frasecilla de nada la que activa algún mecanismo dentro de mí. De repente me noto asfixiado, y no es por la pasta, sino por la manera que ha tenido de planearlo todo: una mañana me despierto y la encuentro repasando mi colección de singles, seleccionando los que recuerda haberme oído poner en el club, colocándolos en esos maletines especiales que usaba yo en tiempos y que había guardado no sé dónde. Se había dado cuenta de que me estaba haciendo falta una buena patada en el culo. Y sabe también qué feliz era yo cuando me dedicaba a esto. Lo mire como lo mire, y por más vueltas que le dé, sigue estando clarísimo que lo ha hecho porque me quiere.

Sucumbo a un impulso que llevaba un buen rato aguantando, y la rodeo con mis brazos.

—Perdona que haya estado tan gilipollas. Te agradezco un montón lo que has hecho por mí. Sé que lo has hecho con las mejores intenciones, y te quiero, aunque a veces parezca que no.

—Me alegro de que lo digas. La verdad es que pareces muy molesto a todas horas.

—Lo sé. Es que no me aclaro.

De todas formas, si tuviera que adivinarlo a ciegas, diría que estoy molesto conmigo mismo porque en el fondo sé que estoy totalmente pillado, y eso no me gusta nada. En cierto sentido, sería mucho más gratificante no estar tan atado a ella; sería mucho más gratificante que todas esas dulces posibilidades, todas esas expectativas y todos los sueños que tienes a los quince años, a los veinte, a los veinticinco e incluso después, cuando sabes muy bien que a lo mejor llega un día a la tienda la persona más perfecta del mundo, o que te la puedes encontrar en una fiesta..., sería mucho mejor si todo eso estuviera aún en el aire, o si lo tuviera metido en un bolsillo del pantalón, o al menos en un cajón, en casa. Pero todo esto ha desaparecido, es evidente, y eso basta para que se sienta molesto consigo mismo hasta el más pintado. Laura es la persona con la que estoy ahora, y de nada serviría fingir lo contrario.

33

Conozco a Caroline cuando viene a hacerme una entrevista, y me quedo prendado de ella desde el primer momento, mientras estamos en la barra del pub; ha dicho que me invita a una cerveza. Es un día caluroso, el primer día genuinamente veraniego de todo el año. Salimos a sentarnos a una mesa de caballetes que hay en la calle, a la entrada del pub, a ver pasar los coches y la gente. Tiene las mejillas sonrosadas y lleva un vestido de verano, sin mangas y sin entallar, que combina con botas gruesas. No sé por qué, pero es un
look
que a ella le sienta realmente bien. De todas formas, me da en la nariz que hoy me habría prendado de cualquiera. Por el maravilloso tiempo que hace, me da la sensación de haberme librado de todas las terminaciones nerviosas muertas que me impedían sentir de verdad; además, ¿cómo no vas a enamorarte de una chica que viene a hacerte una entrevista?

Colabora con una revista que se llama
Tufnell Parker,
una de esas revistas independientes que subsisten gracias a los anuncios locales y que suelen colarte en el buzón o por debajo de la puerta; es una de esas revistas que, en cuanto la recibes, la tiras a la basura sin más. En realidad, aún está estudiando periodismo, y este trabajo forma parte de las prácticas que le exigen. Por si fuera poco, comenta que el director de la revista ni siquiera está muy seguro de publicar su entrevista conmigo, porque no le suena de nada ni la tienda ni el club, y para colmo Holloway está muy al límite de su zona de cobertura, de su zona de influencia, de captación o como se llame. Lo que ocurre es que Caroline venía al club en los viejos tiempos, y le encantaba; por eso quería darnos un empujón.

—No deberían haberte dejado entrar —digo—. Seguro que no tenías más de dieciséis años.

—Ay, ay, ay —dice; no entiendo a qué viene esto hasta que pienso mejor lo que acabo de decir. No pretendía que fuese un chiste patético, ni una manera de entablar conversación. Sólo he querido decir que si ahora está estudiando periodismo, en los viejos tiempos aún debía de estar en el instituto, por más que tenga pinta de tener veintimuchos o incluso treinta y tantos. Cuando después me entero de que entró en la universidad ya de mayor, y de que antes trabajó como secretaria en una editorial izquierdista, procuro corregir la impresión que debo de haberle producido, sólo que sin borrarla del todo, no sé si me explico, y termina saliéndome una chapuza de tomo y lomo.

—Cuando dije que no deberían haberte dejado entrar, no quise decir que parezcas muy joven. La verdad es que no lo pareces. —Joder, a ver si atino—. Claro que tampoco pareces mayor. No, yo diría que tienes aire de tener la edad que tienes. —Qué desastre: ¿y si tiene cuarenta y cinco tacos?—. En serio, si acaso, un poquito más joven, puede ser, pero no demasiado. No mucho, vaya. Se me había olvidado que se puede empezar a estudiar en la universidad cuando uno tiene más de veinticinco, ya ves.

Joder, preferiría ser un impresentable y un deslenguado, antes que un bobalicón que sólo acierta a farfullar y a decir incoherencias.

Sin embargo, al cabo de pocos minutos echo de menos aquellos tiempos de bobalicón incoherente, porque me parecen muchísimo mejores que mi siguiente impostura, la del tío sórdido y turbio a más no poder.

BOOK: Alta fidelidad
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