Read Amadís de Gaula Online

Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (92 page)

BOOK: Amadís de Gaula
3.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Amadís dijo:

—Sea por cualquiera que morir como caballeros o como ladrones gran diferencia es, y luego saltaron de los lechos e hicieron a sus escuderos que los armasen y esperaron qué sería aquello, mas el sobrado fue alzado a gran afán de los que lo subían tanto como era menester, y el rey Perión y sus hijos que a la puerta estaban vieron por entre las tablas la claridad y conocieron que por allí habían entrado, y trabaron de ella todos tres tan fuerte que la derribaron, y salieron al muro donde eran los veladores con tan gran coraje y braveza que maravilla era, y comenzaron a matar y derribar del muro cuantos hallaban y decir:

—Gaula, Gaula, que nuestro es el castillo.

Arcalaus que lo oyó fue muy espantado y cuidando que traición era de alguno de los suyos que allí había traído sus enemigos huyó desnudo a una torre y subió consigo la escalera que andadiza era y no se temía de los presos que aquellos a buen recaudo a su parecer estaban, y asomándose a una finiestra vio a los de las armas de las sierpes andar por el castillo a gran prisa, y aunque los conoció, no osó salir ni bajar a ellos, mas daba voces diciendo a los suyos que no les temiesen, que no eran más de tres hombres. Algunos de los suyos que abajo posaban comenzáronse a armar, mas los tres caballeros que ya el muro habían de los veladores deliberado, bajaron luego a ellos que los oyeron y en poca de hora los pararon tales así muertos ante ellos. Los que habían en la cárcel que oyeron lo que se hacía, dieron voces que los acorriesen. Amadís conoció la voz de su Enano, que éste y la dueña habían más temor, y fueron luego para los sacar, y así lo hicieron, que a gran fuerza quebrantaron las armellas y abrieron la puerta por donde salieron, y buscando por las casas bajas que al corral salían hallaron los caballos suyos y de sus señores y otros de Arcalaus, que dijeron al caballero y a su hijo y un palafrén de Dinarda para la dueña, y sacáronlos todos fuera del castillo, y cuando fueron a caballo mandó el rey poner fuego a las casas que dentro eran y comenzó a arder tan bravamente que todo parecía una llama; el fuego era grande que daba en la torre, el Enano decía a grandes voces:

—Señor Arcalaus, recibid en paciencia ese humo, como yo lo hacía cuando me colgaste por las piernas al tiempo que hiciste la gran traición a Amadís.

Mucho se pagó el rey cómo el Enano deshonraba a Arcalaus, y mucho reían todos al ver que aquél era el cabo de su esfuerzo. Entonces se fueron por el camino que allí vinieran a la galera, y subiendo una sierra vieron las grandes llamas del castillo y las voces de la gente que hubieron placer. Así anduvieron hasta ser en el monte alto, entonces esclarecido el día, y vieron ayuso en la ribera su galera y fueron para allá y entraron dentro desarmándose para holgar. La dueña, cuando el rey vio desarmado, fuesele a hincar de hinojos delante y él la conoció y levantóla por la mano abrazándola de buen talante que la mucho amaba, y la dueña dijo al rey:

—Señor, ¿cuál de aquellos es Amadís?

Él le dijo:

—Aquel del gambax verde.

Entonces se fue a él, e hincando los hinojos le quiso besar el pie, mas él la levantó y hubo vergüenza de aquello. La dueña se lo hizo conocer diciéndole cómo ella era aquélla que en la mar lo echara al tiempo que nació por salvar la vida de su madre, y que le demandaba perdón. Amadís le dijo:

—Dueña, ahora sé lo que nunca supe, que aunque de mi amo Gandales había sabido por qué causa fue, y yo os perdono lo que me no errasteis, pues lo que se hizo fue por servicio de aquélla a quien yo con toda mi vida tengo de servir.

El rey holgó mucho de hablar de aquel tiempo, y estuvo riendo con ellas gran pieza, y allí fueron por la mar adelante mucho alegres de sus venturas, hasta que llegaron en el reino de Gaula. Arcalaus, como ya oísteis, estaba en la torre desnudo, donde se acogiera, y como la llama daba en la puerta, nunca pudo descender. El humo y el calor eran tan demasiados, que no se podía valer ni darse ningún remedio, aunque se metió en una bóveda, pero allí era el humo tan espeso que le puso en gran cuita, y así estuvo dos días que ninguno en el castillo pudo entrar, tanto era el fuego grande, mas al tercer día entraron sin peligro, y subieron a la torre y hallaron a Arcalaus tan desacordado que estaba ya para le salir el alma, y echándole del agua por la boca le hicieron acordar, mas a gran trabajo suyo, y tomáronle en sus brazos para lo llevar a la villa, y como vio el castillo quemado y todo muy destrozado, dijo suspirando y con gran dolor de su corazón:

—¡Ay, Amadís de Gaula, cuánto daño por ti me viene! Si yo te puedo haber, yo haré en ti tantas crueldades, que mi corazón sea vengado de cuantos daños de ti recibidos tengo, y por tu causa juro y prometo de nunca dar la vida a caballero que tome, porque si en mis manos cayeres, no escapes de ellas como ahora lo hiciste.

Él estuvo en la villa cuatro días por tomar alguna recreación, y poniéndose en unas andas con siete caballeros que lo guardasen, se partió para el su castillo de Monte Aldín, y Dinarda, la muy hermosa, y otra doncella con él, esta noche durmieron en casa de un su amigo, y otro día había de llegar al su castillo, y siendo ya pasadas las partes del día que iba por su camino, vieron ir por la falda de una floresta dos caballeros que cabe una fuente que allí era habían holgado, e iban muy ricamente armados, y cabalgaban por saber qué cosa era, y ellos así estando allegóse Dinarda a Arcalaus y dijo:

—Buen tío, ¿veis allí dos caballeros extraños?

Él levantó la cabeza, y como los vio, llamó a los suyos y les dijo:

—Tomad vuestras armas y traedme aquellos caballeros no les diciendo quien soy, y si se defendieren traedme sus cabezas.

Y sabed que los caballeros eran don Galaor y su compañero Norandel, y los caballeros de Arcalaus les dijeron llegando a ellos que dejasen las armas y fuesen a mandado del que en las andas venía.

—En el nombre de Dios —dijo Galaor—, y, ¿quién es ese que lo manda, o qué va a él que vamos armados o desarmados?

—No sabemos —dijeron ellos—, mas conviene que lo hagáis o llevaremos vuestras cabezas.

—Aún no estamos en tal punto —dijo Norandel—, que lo hacer podáis.

—Ahora lo veréis, dijeron ellos. Entonces se fueron a herir, y de los primeros encuentros cayeron los dos de ellos en el suelo heridos de muerte, pero los otros quebraron en ellos sus lanzas y no los movieron de las sillas, y luego pusieron mano a sus espadas y hubieron entre sí una esquiva y cruel batalla, mas al fin siendo los tres de ellos derribados y mal heridos, los dos que quedaron no osaron atender aquellos mortales golpes y fuéronse por la floresta al más correr de sus caballos. Los dos compañeros no los siguieron, antes fueron luego a saber quién en las andas venía, y cuando llegaron, toda la otra compañía que con Arcalaus estaba echaron a huir, sino dos hombres que en sendos rocines, y alzaron el paño y dijeron:

—Don caballero que Dios maldiga, ¿así tratáis los caballeros que van por el camino seguros? Si fueseis armado haceros íbamos conocer que sois malo y falso a Dios y al mundo, y pues que sois doliente enviaros hemos a don Grumedán que os juzgue de la pena que merecéis.

Arcalaus, cuando esto oyó, fue muy espantado, que bien veía si don Grumedán le viese que su muerte era llegada, y como era sutil en todas las cosas, respondió haciendo buen semblante, y dijo:

—Cierto, señor, en vos me enviad a don Grumedán, mi primo y señor, mucha merced me hacéis que él sabe muy bien mi maldad y mi bondad, pero téngome por malaventurado de ser quejosos de mí contra razón ni mi pensamiento es sino de servir a todos los caballeros andantes, y ruégoos, señores, por cortesía, que me oigáis mi desventura y después haced de mí lo que vuestra voluntad fuere.

Como ellos oyeron decir que era primo de don Grumedán, a quien ellos tanto amaban, pesóles por las palabras deshonestas que le habían dicho y dijéronle:

—Ahora decid, que de grado os oiremos.

Él dijo:

—Sabed, señores, que yo cabalgaba un día armado por la floresta de la Laguna Negra en la cual hallé una dueña que se me quejó de un tuerto que le hacían y yo fui con ella e hícele alcanzar su derecho ante el conde Guncestre, y tornándome a un mi castillo no anduve mucho que encontré con aquel caballero que allí matasteis, que Dios maldiga, que era muy perverso hombre, y con otros dos caballeros que consigo traía, y por haber de mí aquel castillo acometióme, y yo cuando esto vi enderecé mi lanza y fuime para ellos, e hice mi poder, defendiéndome, mas fui vencido y preso y túvome en un castillo suyo un año, y si alguna honra me hizo fue curarme de estas llagas. Entonces se las mostró, que muchas tenía, que él era valiente caballero y había dado y recibido muchas, y como yo desesperado fuese, acordé por salir de su prisión de la entregar el castillo, pero estaba tan flaco que no me pudo traer sino en estas andas, y yo tenía pensado de me ir luego a don Grumedán, mi primo, y al rey Lisuarte, mi señor, y demandar justicia de aquel traidor que me tenía robado, lo cual, señores, me parece que sin lo yo pedir partisteis mejor que lo yo pensaba, y si allí no hallase remedio, buscar a Amadís de Gaula o a su hermano don Galaor, y pedirles que habiendo piedad de mí me pusiesen el remedio que a todos los que agravio reciben ponen, y la causa por que aquellos traidores os acometieron fue porque no supieseis de mí que en estas andas venía, la razón que os he dicho.

Cuando esto oyeron pensaron de todo en todo que verdad decían, y demandándole perdón por las palabras deshonestas que le había dicho, le preguntaron cómo había nombre, él le dijo:

—A mí me llaman Granfiles, no sé si de mi habréis noticia.

—Sí he —dijo don Galaor—, y sé que hacéis mucha honra a todos los caballeros andantes, según me ha dicho vuestro primo.

—A Dios merced —dijo él—, que ya por eso me conocéis, y pues que sabéis mi nombre, mucho os ruego por mesura que os quitéis los yelmos y me digáis vuestros nombres.

Galaor le dijo:

—Sabed que este caballero ha nombre Norandel y es hijo del rey Lisuarte, y yo he nombre don Galaor, hermano de Amadís, y quitáronse los yelmos.

—A Dios merced —dijo Arcalaus— que de tales caballeros fui socorrido, y mirando mucho a don Galaor por lo conocer para le dañar si la dicha se lo pusiera en poder, dijo:

—Yo fío en Dios, señores, que a un tiempo vendrá que la ventura os ponga en parte donde el deseo que yo con vos tengo se pueda satisfacer, y ruégeos que me digáis lo que haga.

—Lo que vuestra voluntad sea, dijeron ellos. Así se partió luego a tal hora que era noche cerrada. Pero hacía luna clara, y como traspuso un recuesto dejó aquel camino y tomó otro más encubierto que él sabía. Los dos caballeros acordaron que pues sus caballos eran cansados y la noche sobrevenida que holgasen cabe aquella fuente.

—Pues así os parece —dijo el escudero de don Galaor—, aún mejor albergue se os apareja de lo que pensáis.

—¿Cómo es ello?, dijo Norandel.

—Sabed —dijo él— que en aquel edificio antiguo entre aquellos zarzales se escondieron dos doncellas que venían con el caballero de las andas.

Entonces se apearon de los caballos cabe la fuente y lavaron sus rostros y manos y fuéronse donde las doncellas estaban y entraron por unos lugares estrechos, y dijo don Galaor a una voz alta:

—¿Quién está aquí escondido? Dame acá fuego, que yo los haré salir.

Dinarda, cuando esto oyó, tuvo miedo y dijo:

—¡Ay, señor caballero, merced, que yo saldré fuera!

—Pues salid —dijo él—, y veré quién sois.

—Ayudadme —dijo ella—, que de otra guisa no podré salir.

Galaor se allegó y ella tendió los brazos que con la luna se parecían, y él la tomó por las manos y sacóla de donde estaba, y pagóse tanto de ella que no viera otra que tan bien le pareciese, y ella tenía saya de escarlata y capa de jamate blanco, y Norandel sacó la otra y lleváronlas a la fuente, donde con mucho placer cenaron de lo que sus escuderos traían y dé lo que hallaron en un rocín de Arcalaus.

Dinarda estaba con miedo, que Galaor sabía cómo ella metiera en la prisión a su padre y hermanos, y había gana que se pagase de ella y quisiese su amor, el cual hasta entonces a ninguno había dado, y por esto siempre le miraba con ojos amorosos y hacía señas a su doncella loando la gran hermosura de él; todo esto con pensamiento que si aquello con ella pasase que después no sería tal que la mal quisiese hacer; pero Galaor que, según su maña en aquel caso no tenía el pensamiento sino como a su grado de ella por amiga la pudiese haber, no tardó en haber el conocimiento que ella tenía mucho, así que después de la cena, dejando a Norandel con la doncella, él se fue con Dinarda, hablando por entre las matas de la floresta e íbala abrazando, y ella echábale los brazos al cuello, mostrándole mucho amor, aunque los desamaba como algunas lo suele hacer, o por miedo o por codicia de interés más que por contentamiento, donde se siguió que aquélla que hasta allí requerida de muchos, por guardar su honestidad deseándolos por amigos los desechara, aquel su enemigo, queriéndolo la su contraria fortuna, teniéndolo ella por merced de doncella, en dueña la tornó. Norandel, que con la doncella quedara, ahincóla mucho que le diese su amor, porque estaba de ella pagado, mas ella le dijo:

—Por fuerza podéis hacer vuestra voluntad, pero por la mía no será ni si señora Dinarda no lo manda.

Norandel dijo:

—¿Ésta es Dinarda, la hija de Ardán Canileo, que nos dicen que es venida a esta tierra por haber consejo con Arcalaus el Encantador para vengar la muerte de su padre?

—No sé la causa de su venida —dijo ella—; mas ésta es la que decís, y creed que es bienaventurado el caballero que su amor alcanzó, porque es mujer de todos codiciada más que otra y requerida. Pero hasta ahora no la pudo ninguno haber.

En esto estando, llegaron a ellos Galaor y Dinarda, que mucho habían holgado, no entrambos, antes digo que en mayor grado era la tristeza de ella que el placer de él, y Norandel tomó a don Galaor aparte y díjole:

—¿No sabéis quién es esta doncella?

—No más de lo que vos, dijo él.

—Pues sabed que ésta es Dinarda, hija de Ardán Canileo, aquélla que os dijo vuestra prima Mabilia que viniera a esta tierra por buscar por alguna arte la muerte de Amadís.

Don Galaor estuvo cuidando y dijo:

—De su corazón no sé nada, mas de lo que parece mucho muestra que me ama, y por cosa del mundo no le haría mal, que es la mujer de cuantas yo vi que más me ha contentado y no la quiero partir por ahora de mí, y pues que a Gaula vamos, yo tendré manera como con alguna enmienda que Amadís le haga, de ella sea perdonado.

BOOK: Amadís de Gaula
3.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Just the Messenger by Ninette Swann
Manta's Gift by Timothy Zahn
No Normal Day by Richardson, J.
Maybe by John Locke
The Hindenburg Murders by Max Allan Collins
Frozen Stiff by Sherry Shahan
Face the Music by Andrea K. Robbins
Fading Amber by Jaime Reed
Unhinged by Shelley R. Pickens
Heart on Fire by Brandy L Rivers