Miguel tampoco era muy dado a hacer preguntas. Si le sorprendió encontrar a su jefe en el suelo, la sorpresa no se reflejó en su semblante. Dione y él levantaron a Blake y lo colocaron sobre la mesa.
—Miguel, necesito que coloques aquí otro dispositivo como el de la piscina —dijo Blake—. Podemos tender una barra que cruce el techo, así —dijo, indicando la habitación a lo largo—. Como el brazo de la polea gira en todas direcciones y corre a lo largo de la barra, podré subirme y bajarme cuando se me antoje.
Miguel observó el techo, haciéndose una idea de lo que le pedía.
—No hay problema —dijo por fin—. ¿Mañana está bien?
—Si no puedes hacerlo antes, supongo que sí.
—Eres un negrero —le dijo Dione mientras le masajeaba la espalda con el aceite tibio.
—Estoy recibiendo lecciones de ti —murmuró él, soñoliento, con la cabeza hundida en el hueco de su brazo. Aquel comentario le valió un pellizco en el costado, y se echó a reír—. Algo tiene de bueno —prosiguió—. No he vuelto a aburrirme desde que entraste en mi vida como una apisonadora.
Ya estaba despierto a la mañana siguiente cuando Dione entró en su cuarto; estaba doblado por la cintura, frotándose los muslos y los gemelos. Ella lo miró con satisfacción, contenta de que empezara a tomar parte activa en su recuperación.
—Anoche tuve una larga charla con Serena —rezongó él sin levantar la mirada.
—Bien. Espero que el disculparte haya aliviado tu alma —dijo ella y, deslizándose tras él, comenzó a masajearle la espalda y los hombros.
—Estaba disgustada. Parece que Richard vuelve a marcharse en cuanto la lleva a casa de noche, y cree que se está viendo con otra mujer.
Los dedos de Dione quedaron inmóviles. ¿Sería posible? Richard no le parecía de los que engañaban a su mujer. Era una ordinariez, y Richard no era un hombre ordinario.
Blake giró la cabeza para mirarla.
—Serena cree que se ve contigo —dijo sin ambages.
Ella volvió a mover los dedos.
—¿Qué le dijiste? —preguntó, intentando conservar la calma. Se concentró en el tacto de la piel de Blake y notó que ya no parecía tan huesudo como al principio.
—Le dije que lo averiguaría y que le pondría fin si era así —contestó él—. No pongas esa cara de inocente. Los dos sabemos que Richard se siente atraído por ti. Qué demonios, tendría que estar muerto para no sentirse así. Eres de esas mujeres que tienen a los hombres revoloteando a su alrededor como abejas en torno a un cuenco de miel.
Richard había dicho lo mismo de Blake, pensó Dione, y sonrió con tristeza pensando en lo lejos que estaban de la verdad.
—No me veo con Richard —dijo con calma—. Aparte de que está casado, ¿cuándo tendría tiempo? Estoy contigo todo el día, y de noche estoy tan cansada que no tengo fuerzas para escaparme a hurtadillas.
—Serena dice que os vio en el patio una noche.
—Sí. Estábamos hablando de ti, no coqueteando. Sé que Richard no es feliz con Serena…
—¿Cómo lo sabes?
—No soy ciega. Tu hermana se ha dedicado a ti estos dos últimos años y ha ignorado por completo a su marido. Y, naturalmente, él está resentido. ¿Por qué te crees que estaba empeñado en buscarte un terapeuta? Quiere que vuelvas a caminar para recuperar a su esposa —quizá no debería habérselo dicho, pero era hora de que Blake comprendiera que su estado había condicionado las vidas de cuantos lo rodeaban.
Él suspiró.
—Está bien, te creo. Pero, por si acaso empiezas a pensar en lo atractivo que es Richard, déjame decirte que lo único que no toleraré es que Serena sufra.
—Ya es mayorcita, Blake. No puedes estar protegiéndola el resto de su vida.
—Puedo mientras ella me necesite y yo sea capaz. Cuando pienso en cómo quedó después de la muerte de nuestra madre… Te juro, Di, que creo que sería capaz de matar para no volver a verla así.
Al menos, Serena había tenido una madre que la quería. Tenía aquellas palabras en la punta de la lengua, pero se refrenó. No era culpa de Serena que su madre no la hubiera querido. Su carga de amargura era suya; no podía echarla sobre los hombros de los demás.
Ahuyentó aquella idea.
—¿De veras crees que Richard se ve con otra? En cierto modo, no me lo imagino. Está tan enamorado de Serena que no se fija en nadie más.
—En ti sí —insistió Blake.
—A mí nunca me ha dicho nada —contestó Dione sinceramente, aunque seguía estirando en exceso la verdad—. ¿Cómo lo sabes? ¿Por intuición masculina?
—Si quieres llamarlo así —murmuró él, apoyándose en ella como si estuviera cansado. Los pechos suaves de Dione sostuvieron su peso—. Sigo siendo un hombre, aunque no pudiera ni perseguir a una tortuga. Eres muy bella, tan tierna y fuerte al mismo tiempo. Si pudiera perseguirte, sería la mejor carrera de tu vida.
Aquellas palabras suaves produjeron en Dione un desasosiego muy distinto a la angustia que solía apoderarse de ella cuando se enfrentaba al interés de un hombre. Seguía tocándole los hombros, y Blake se apoyaba en ella. Su cuerpo (la textura de su piel; su olor, incluso) le resultaba tan familiar como el suyo propio. Era como si formara parte de ella porque le estaba reconstruyendo, formándole de nuevo hasta convertirlo en el adonis que había sido antes del accidente. Blake era su creación.
De pronto deseó apoyar la mejilla sobre su cabeza despeinada, sentir la textura sedosa de su pelo. Pero refrenó aquel impulso porque era ajeno a ella. Pese a todo, su cabeza la atraía, y apartó la mano de su hombro para tocarle el cabello negro.
—Empiezas a parecer un perro de lanas —le dijo con voz un poco jadeante y teñida por la risa que ahora compartían tan a menudo.
—Pues córtamelo —respondió él con indolencia, y dejó que su cabeza encontrara una posición más cómoda contra su hombro.
—¿Te fías de mí para que te corte el pelo? —preguntó, sorprendida.
—Claro. Sí te confío mi cuerpo, ¿por qué no iba a confiarte mi pelo? —contestó él juiciosamente.
—Pues vamos a hacerlo ahora mismo —dijo, dándole una palmada en el hombro—. Quiero ver si tienes orejas. Vamos, apártate.
Un estremecimiento sacudió a Blake. Giró los ojos hacia ella, unos ojos tan azules como el mar más profundo, e igual de prístinos. Dione sabía lo que estaba pensando, pero apartó la mirada y se negó a que aquel instante se prolongara.
Una intimidad sin nombre los había envuelto. Dione estaba nerviosa, pero no podía decir que estuviera realmente asustada. Era… extraño, y frunció la frente, pensativa, mientras le cortaba con las tijeras el pelo abundante. Blake era un paciente, y ella había aprendido a no sentir miedo de sus pacientes. Le había permitido acercarse más que a cualquier otra persona, incluso a los niños que con más fuerza tiraban de los hilos de su corazón. Blake era el desafío más importante de toda su carrera; se había vuelto esencial para ella, pero seguía siendo un hombre, y Dione no lograba entender por qué no experimentaba aquella gélida repugnancia que solía embargarla cuando se le acercaba un hombre.
Blake podía tocarla, y ella no toleraba que ningún otro hombre la tocara.
Quizá, pensó, fuera porque sabía que con él estaba a salvo. Tal y como él había dicho, no estaba en condiciones de seducir a nadie. Sexualmente era tan inofensivo como los niños a los que ella abrazaba y reconfortaba.
—Pareces Miguel Ángel dándole los últimos retoques a una estatua —dijo él con sorna—. ¿Me has hecho algún trasquilón?
—¡Claro que no! —respondió ella mientras le pasaba los dedos por el pelo alborotado—. Soy muy buena peluquera, para que lo sepas. ¿Quieres un espejo?
Él suspiró, aliviado.
—No, me fío de ti. Ahora puedes afeitarme.
—¡Ni lo sueñes! —le sacudió el pelo de los hombros con fingida indignación—. Es hora de tu sesión en el potro de tortura, así que deja de perder el tiempo.
Durante los días siguientes, no volvieron a hablar de Serena y Richard, y aunque la pareja seguía yendo a cenar con ellos, la frialdad que reinaba entre ellos resultaba evidente. Richard trataba a Dione con un afecto que jamás traspasaba la raya de la amistad, aunque ella estaba segura de que Serena creía que había algo ilícito en sus relaciones. Blake lo observaba todo con ojo de águila y mantenía a Dione a su lado.
Ella comprendía sus motivos y, como le convenía estar con él, dejaba que exigiera su compañía tanto como quisiera. Le gustaba estar a su lado. A medida que cobraba fuerzas, iba aflorando su carácter audaz y temerario, y Dione necesitaba toda su capacidad de concentración para mantenerse un paso por delante de él. Tenía que jugar al póquer con él; tenía que jugar al ajedrez con él; tenía que ver los partidos de fútbol con él. Había un millón de cosas que reclamaban su interés, y Blake le exigía que las compartiera con él. Era como si hubiera pasado dos años en coma y hubiera salido de su estado decidido a ponerse al corriente de todo cuanto se había perdido.
Se esforzaba más de lo que Dione le exigía. Como ella podía levantar más peso que él, se pasaba horas trabajando con las pesas. Como ella podía nadar más rápido y más tiempo que él, se obligaba a hacer un largo tras otro, a pesar de que todavía no podía mover las piernas. Y cada semana echaban un pulso. Al quinto, Blake logró por fin derrotarla, y se puso tan contento que Dione le permitió desayunar gofres con arándanos.
Aun así, ella estaba nerviosa cuando decidió que había llegado el momento de que empezara a usar las piernas. Aquél era el quid de toda la terapia. Sabía que, si Blake no veía progresos en lo que se refería a sus piernas, perdería la esperanza y volvería a caer en la depresión.
No le dijo lo que planeaba. Después de que él hiciera sus ejercicios en el banco de pesas, le hizo sentarse en la silla de ruedas y le llevó a las barras paralelas que usaría para apoyarse mientras ella reeducaba sus piernas. Blake miró las barras, luego la miró a ella y por fin arrugó las cejas inquisitivamente.
—Es hora de que dejes de ser tan vago —dijo con la mayor naturalidad posible, aunque el corazón le latía tan fuerte que era un milagro que Blake no lo oyera—. Arriba.
Él tragó saliva y miró las barras y luego a ella.
—Así que ya ha llegado, ¿eh? El día D.
—Sí. Pero no es para tanto. Sólo tienes que levantarte. No intentes caminar. Deja que tus piernas se acostumbren a sostener tu peso.
Él apretó la mandíbula y echó mano a las barras. Se agarró a ellas y se levantó de un tirón.
Se sostuvo en pie usando sólo la fuerza de sus brazos y hombros, ejercitados por las pesas. Dione, que le estaba observando, notó cómo se tensaban y vibraban sus músculos. Tenía ya verdaderos músculos, no sólo piel y huesos. Seguía estando demasiado delgado, pero ya no parecía famélico. Hasta sus piernas habían respondido generando una capa de músculo a los ejercicios que ella le hacía todos los días.
Blake estaba pálido y el sudor le corría por la frente cuando Dione le colocó firmemente los pies sobre el suelo.
—Ahora —dijo con suavidad—, retira las manos. Deja que tus piernas te sostengan. Puede que te caigas. No te preocupes por eso. Todo el mundo se cae cuando llega este momento de la rehabilitación.
—No me caeré —dijo él, muy serio, y, echando la cabeza hacia atrás, apretó los dientes. Se sujetaba en equilibrio con las manos, pero el peso de su cuerpo descansaba sobre sus pies. Gruñó en voz alta—. No me has dicho que iba a dolerme —protestó entre dientes.
Dione levantó la cabeza. Sus ojos dorados brillaban, llenos de excitación.
—¿Te duele?
—¡Mucho! Son como agujas calientes…
Ella dejó escapar un grito de alegría y le tendió los brazos, pero retrocedió al recordar su precario equilibrio. Sus ojos se empañaron sin querer. No había llorado desde que era pequeña, pero estaba tan orgullosa que no pudo impedir que se formaran las lágrimas. Aun así, las refrenó parpadeando, pero seguían brillando como oro líquido entre sus negras pestañas cuando le ofreció una sonrisa trémula.
—Sabes lo que eso significa, ¿no?
—No, ¿qué?
—¡Que los nervios funcionan! ¡Todo está funcionando! ¡Los masajes, los ejercicios, la bañera…! ¡Tus piernas! ¿Es que no lo entiendes? —chilló, prácticamente dando saltos.
Él giró la cabeza para mirarla. El color abandonó su cara y dejó brillando sus ojos como brasas azules.
—¡Dilo! —musitó—. ¡Dilo de una vez!
—¡Vas a caminar! —gritó ella. Entonces no pudo seguir refrenando las lágrimas, que comenzaron a correrle por la cara, emborronándole la vista. Se las enjugó con el dorso de la mano y se echó a reír—. Vas a caminar —repitió.
El rostro de Blake se contrajo, desencajado por una gozosa agonía. Soltó las barras y le tendió los brazos, pero perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Dione le agarró y le estrechó con fuerza entre sus brazos, pero pesaba demasiado para ella, y se tambaleó y cayó bajo su peso. Blake la envolvió con los brazos y escondió la cara en el hueco de su cuello. El corazón de Dione dio un gran brinco, y el miedo convirtió su sangre en un río denso que apenas se movía.
—No —susurró con la mente de pronto en blanco mientras apoyaba las manos para apartarlo. Notó que un extraño temblor sacudía sus hombros. Y oyó un ruido… Pero no era el mismo sonido de sus pesadillas.
Entonces, como si alguien pulsara un interruptor y una habitación oscura se llenara de luz, comprendió que aquél era Blake, no Scott. Scott le había hecho daño. Blake jamás se lo haría. Y aquel extraño sonido era el de su llanto.
Estaba llorando. No podía refrenar sus lágrimas de alegría, como le había pasado a ella un momento antes. Los ásperos sollozos que le sacudían parecían liberar dos largos años de calvario y desesperación.
—Dios mío —decía entrecortadamente—. Dios mío.
Fue como si un dique se rompiera dentro de ella. Llevaba la vida entera sofocando su dolor, sin recurrir a nadie en busca de consuelo, sin que nadie la abrazara cuando lloraba, y de pronto todo aquello le pareció demasiado. Un inmenso dolor se agitó en su pecho y se alzó hasta su garganta, rompiendo en un grito angustiado y sordo.
La fuerza de los sollozos estremeció su cuerpo, y sus grandes ojos dorados se inundaron de lágrimas. Por primera vez en su vida alguien la abrazaba mientras lloraba, y era demasiado. No podía soportar el dolor y la alegría agridulce de aquel instante, y sin embargo, al mismo tiempo, sentía como si algo hubiera cambiado dentro de ella. El simple acto de llorar juntos había derribado el muro que la mantenía aislada del resto del mundo. Ella había existido sólo en un nivel superficial, sin dejar que nadie se le acercara demasiado, sin permitirse sentir emociones demasiado profundas, sin dejar que nadie llegara a conocer a la mujer que había tras la máscara porque esa mujer había sufrido mucho y temía volver a sufrir. Había desarrollado un mecanismo de defensa perfecto, pero Blake había logrado cortocircuitarlo de algún modo.