—No toquen nada —les gritó Guerriero sin necesidad. Dio la mano a Brunetti.
—Me han dicho que ha sido sobredosis —dijo Guerriero.
—Eso parece.
No llegaba sonido alguno de la otra habitación.
Guerriero se fue a la cocina con un maletín en el que Brunetti distinguió el logo de Prada.
El comisario se quedó en la sala y, mientras esperaba a que Guerriero terminara, apoyó las palmas de las manos en la mesa y volvió a mirar los dibujos de Marco. Le hubiera gustado poder sonreír a los conejos, pero no pudo.
Guerriero no estuvo en la cocina más que unos minutos. Se paró en la puerta, para quitarse la mascarilla.
—Si era heroína, y eso parece, la muerte habrá sido instantánea. Ya lo ha visto, no le ha dado tiempo ni de sacar la aguja.
—¿Qué ha podido matarlo, o por qué lo ha matado, si era adicto?
Guerriero reflexionó un momento antes de responder:
—Si ha sido heroína, pudiera estar adulterada con cualquier porquería. Y haberlo matado eso. O, si lo había dejado durante algún tiempo, pudo tener una sobrerreacción a una dosis que no le hubiera afectado cuando se inyectaba regularmente, Es decir, si consiguió una mercancía lo bastante pura.
—¿Usted qué opina? —preguntó Brunetti y, cuando vio que Guerriero empezaba a dar una respuesta automática y, evidentemente, cauta, agregó, levantando una mano—: Extraoficialmente, por supuesto.
Guerriero estuvo un rato pensando la respuesta. Brunetti no pudo por menos de suponer que el joven médico estaba sopesando las consecuencias que para su carrera podía tener el descubrimiento de que había expuesto una opinión extraoficialmente. Al fin dijo:
—Yo diría que ha sido lo segundo.
Brunetti no trató de sonsacarlo sino que se limitó a esperar a que continuara.
—No he examinado todo el cuerpo —dijo Guerriero—. Sólo los brazos. Hay muchas marcas antiguas pero ninguna reciente. Si se hubiera inyectado heroína últimamente, se hubiera pinchado en los brazos. Los adictos usan siempre el mismo sitio. Yo diría que hacía un par de meses que lo había dejado.
—¿Y volvió?
—Eso parece. Podré decirle más cuando lo haya examinado.
—Gracias,
dottore
—dijo Brunetti—. ¿Se lo llevarán ahora?
—Sí, he dicho que lo metan en una bolsa. Con las ventanas abiertas esto empezará a despejarse pronto.
—Bien. Muchas gracias.
Guerriero levantó una mano en respuesta.
—¿Cuándo podrá hacer la autopsia? —preguntó Brunetti.
—Seguramente, mañana por la mañana. Ahora hay bastante calma en el hospital. Es curioso, pero en primavera muere menos gente. He dejado la cartera y lo que tenía en los bolsillos en la mesa de la cocina —terminó Guerriero, guardando la mascarilla en el maletín.
—Gracias. ¿Me llamará cuando sepa algo?
—Desde luego. —Guerriero estrechó la mano al comisario y se fue.
Durante su breve conversación, Brunetti había oído ruidos en la cocina. Cuando Guerriero se marchó, los dos ayudantes aparecieron con la camilla, ahora desplegada y cargada con la abultada bolsa. Brunetti hizo un esfuerzo para no pensar en cómo tendrían que manipular la carga para bajarla por aquella escalera tan estrecha y retorcida. Los dos movieron la cabeza de arriba abajo en señal de saludo pero no se pararon.
Mientras por la escalera abajo se alejaban los sonidos que acompañaban su partida, Brunetti volvió a la cocina.
El más alto de los dos técnicos —Brunetti creía recordar que se llamaba Santini, pero no estaba seguro— dijo levantando la cara:
—Aquí no hay nada, comisario.
—¿Han visto los papeles? —preguntó Brunetti señalando la cartera y el montoncito de papeles arrugados y monedas que estaban en la mesa.
El compañero de Santini contestó por él:
—No, señor. Pensamos que preferiría hacerlo usted.
—¿Cuántas habitaciones más hay? —preguntó Brunetti.
Santini señaló hacia la parte posterior del apartamento.
—Sólo el baño. Debía de dormir en el sofá de ahí fuera.
—¿Algo en el baño?
Santini dejó que contestara el otro.
—No, señor. Ni una aguja. Sólo las cosas normales que suele haber en un cuarto de baño: aspirinas, crema de afeitar, un paquete de maquinillas de plástico; nada de artilugios para drogarse.
A Brunetti le pareció interesante ese comentario del técnico y preguntó:
—¿Qué deducción haría usted?
—Yo diría que el chico estaba limpio —respondió el hombre sin vacilar. Brunetti miró a Santini, que asentía a las palabras de su compañero. El otro prosiguió—: Nosotros vemos a muchos chicos de ésos, y la mayoría están hechos una lástima. Llagas por todo el cuerpo, no sólo en los brazos. —Levantó una mano y la agitó varias veces, como para ahuyentar el recuerdo de los cuerpos jóvenes que se habían comprado la muerte con la droga—. Pero éste no tenía otras marcas recientes. —Todos callaron durante un rato.
Finalmente, Santini preguntó:
—¿Algo más, comisario?
—Nada, gracias. —Brunetti observó que los dos hombres se habían quitado las mascarillas y que el olor era ahora más débil incluso allí, donde había estado el cadáver durante nadie sabía cuánto tiempo—. Vayan a tomar un café. Yo echaré un vistazo a todo eso —dijo señalando con un ademán la cartera y los papeles—. Luego cerraré y bajaré a reunirme con ustedes.
Ninguno hizo objeciones. Cuando se fueron, Brunetti tomó la cartera y sopló el fino polvo gris que la cubría. En el interior había cincuenta y siete mil liras, más dos mil setecientas en monedas que estaban encima de la mesa, donde alguien las había dejado después de sacarlas de los bolsillos de Marco. Encontró también la
carta d'identità
de Marco, en la que constaba su fecha de nacimiento. Con un movimiento súbito, se echó en la palma de la mano todas las monedas y el papel y las guardó en el bolsillo de su chaqueta. Había visto un juego de llaves en la mesa, junto a la puerta de entrada. Después de comprobar todas las persianas, las cerró, lo mismo que las ventanas. Luego echó la llave a la puerta del apartamento y bajó la escalera.
En la calle, Vianello estaba al lado de un anciano, con la cabeza inclinada para oír lo que le decía. Al ver salir a Brunetti, dio unas palmadas en el brazo al viejo y se apartó de él. Cuando se acercaba Brunetti, Vianello movió la cabeza negativamente.
—Nadie ha visto nada. Nadie sabe nada.
Con Vianello y los técnicos del laboratorio, Brunetti volvió a la
questura
en la lancha de la policía, confiando en que el viento disipara el olor que traían consigo del apartamento. Nadie decía nada, pero Brunetti sabía que no se sentiría completamente limpio hasta que se quitara todo lo que llevaba puesto aquel día y estuviera un buen rato debajo de la ducha. A pesar del primer calor de aquella primavera avanzada, le apetecía el contacto del agua caliente y el roce áspero del guante de crin en cada centímetro de piel.
Los técnicos llevaban a la
questura
los útiles de la muerte de Marco y, aunque no confiaban en encontrar un segundo juego de huellas en la jeringuilla, cabía la posibilidad de que la bolsa de plástico que el chico había dejado en la mesa les proporcionara algo, aunque no fuera más que un fragmento, que coincidiera con huellas que tuvieran archivadas.
Al llegar a la
questura,
el piloto hizo una aproximación muy rápida y la lancha topó con el embarcadero, haciendo tambalearse a los hombres que estaban en cubierta. Uno de los técnicos tuvo que agarrarse al hombro de Brunetti para no caer por las escaleras de la cabina. El piloto paró el motor, saltó a tierra con el cabo para amarrar la lancha al embarcadero y simuló concentrarse en la operación de hacer los nudos. Sin una palabra, Brunetti saltó de la lancha y entró en la
questura
seguido por los otros.
Brunetti fue directamente al despachito de la
signorina
Elettra. Cuando entró, ella estaba hablando por teléfono y, al verlo, levantó una mano para indicarle que esperase. Él se acercó despacio, temiendo llevar consigo el terrible hedor que aún le impregnaba, si no la ropa, por lo menos, la mente. Vio que la ventana estaba abierta y se acercó a ella, parándose junto a un gran ramo de azucenas que despedían aquel olor empalagoso que él siempre había aborrecido.
Al notar su desazón, la
signorina
Elettra lo miró, apartó el auricular y agitó una mano en un gesto de irritación con su interlocutor. Se acercó el auricular y murmuró varias veces «sí», sin dejar que la impaciencia le llegara a la voz. Al cabo de un minuto, volvió a apartar el aparato, luego se lo acercó bruscamente, dijo «gracias» y «adiós», y colgó.
—Y toda esa historia, para decir que esta noche no vendrá —fue toda la explicación que brindó. No era mucho, aunque lo suficiente como para que Brunetti se sintiera intrigado por el qué y el dónde. Y el quién. No dijo nada.
—¿Qué tal? —preguntó ella.
—Mal —respondió Brunetti—. Veinte años. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba allí.
—Y con este calor —dijo ella en tono de conmiseración.
Brunetti asintió.
—Droga. Sobredosis.
Ella cerró los ojos, dejó pasar un momento y dijo:
—He preguntado a varios conocidos y todos dicen lo mismo, que Venecia es un mercado muy pequeño para la droga. —Hizo una pausa y prosiguió—: Pero tiene que ser lo bastante grande como para que alguien haya vendido a ese chico lo que lo ha matado. —A Brunetti se le hizo extraño oírla llamar «chico» a Marco, cuando ella misma tendría apenas diez años más.
—Tengo que llamar a los padres —dijo Brunetti.
Ella miró el reloj y Brunetti la imitó, descubriendo con asombro que no era más que la una y diez. La muerte hacía perder la noción del tiempo; le parecía haber estado varios días en aquel apartamento.
—¿Por qué no espera un poco, comisario? —Anticipándose a su pregunta, ella explicó—: Así el padre estará en casa y habrán almorzado. Será preferible que estén juntos cuando se lo diga.
—Tiene razón. No lo había pensado. Esperaré. —No tenía ni idea de lo que haría para ocupar el tiempo de la espera.
La
signorina
Elettra adelantó el cuerpo, tecleó en el ordenador y la pantalla quedó en blanco.
—Me parece que saldré a tomar un
ombra
antes del almuerzo. ¿Me acompaña, comisario? —Se sonreía por su descaro: invitar a una copa a un hombre casado que, además, era un superior…
Brunetti, conmovido por la magnanimidad del ofrecimiento, dijo:
—Con mucho gusto,
signorina.
Brunetti hizo la llamada poco después de las dos. Se puso al teléfono una mujer, él pidió por el
signor
Landi y suspiró un «gracias» mudo, dirigido no sabía a quién, cuando ella, sin mostrar curiosidad, dijo que enseguida avisaba a su marido.
—Landi —dijo una voz grave.
—
Signor
Landi —dijo Brunetti—, soy el comisario Guido Brunetti. Le llamo de la
questura
de Venecia.
No pudo continuar porque Landi, con voz repentinamente tensa y aguda, cortó:
—¿Marco?
—Sí,
signor
Landi.
—¿Le ha ocurrido algo malo? —preguntó el hombre bajando el tono.
—Lamento decirle que sí,
signor
Landi.
Por la línea fluía ahora el silencio. Brunetti imaginó a Landi, de pie junto al teléfono, con el periódico en la mano, mirando hacia la cocina, donde su mujer recogía los platos después de haber comido en paz por última vez en su vida.
La voz de Landi se hizo casi inaudible, pero Brunetti pudo ponerle el sonido fácilmente, porque la pregunta sólo podía ser una:
—¿Muerto?
—Sí, lo siento.
Otra pausa, ésta aún más larga, y Landi preguntó:
—¿Cuándo?
—Lo hemos encontrado hoy.
—¿Quién?
—La policía. Un vecino ha llamado. —Brunetti no quiso dar detalles ni decir cuánto tiempo llevaba muerto Marco—. Ha dicho que hacía días que no veía a Marco y nos ha pedido que entrásemos en el apartamento. Hemos entrado y lo hemos encontrado.
—¿Drogas?
No se había hecho la autopsia. Las instancias del Estado aún no habían estudiado las circunstancias de la muerte del muchacho, no las habían verificado ni se habían pronunciado sobre la causa de la muerte; por lo tanto, era temerario, irresponsable y reprobable aventurar una opinión.
—Sí —dijo Brunetti.
El hombre que estaba al otro extremo del hilo lloraba. Brunetti oía los jadeos largos y profundos con los que sorbía el aire su garganta atenazada por el dolor. Brunetti apartó el auricular del oído y se quedó mirando una placa de la pared de su izquierda, con los nombres de los agentes de la policía caídos en la primera guerra mundial. Empezó a leer nombres y fechas de nacimiento y de muerte. Uno tenía sólo veinte años, la misma edad que Marco.
Oyó por el teléfono el sonido de una voz lejana, que se levantaba con curiosidad o con miedo, pero que se apagó cuando Landi cubrió el micrófono con la mano. Pasó otro minuto. Luego oyó la voz de Landi. Brunetti acercó el auricular al oído, pero sólo alcanzó a oír:
—Luego lo llamaré. —Se interrumpió la comunicación.
Mientras, sentado en su despacho, aguardaba la llamada, Brunetti pensaba en la naturaleza de aquel crimen. Si Guerriero estaba en lo cierto y Marco había muerto porque su cuerpo se había deshabituado a la terrible acometida de la heroína durante el tiempo que se había mantenido apartado de ella, ¿qué delito se había cometido entonces, aparte del de la venta de una sustancia prohibida? ¿Qué gravedad podía revestir el delito de vender heroína a un heroinómano y dónde estaba el juez que pudiera considerarlo más que simple falta?
Ahora bien, si la heroína que lo había matado estaba adulterada con una sustancia peligrosa o letal, ¿cómo averiguar en qué punto de la ruta que se extendía desde los campos de opio de Oriente hasta las venas de Occidente había sido agregada tal sustancia y por quién?
Cualquiera que fuera el planteamiento, Brunetti no creía que ese crimen pudiera tener grandes consecuencias judiciales. Tampoco parecía probable que llegara a descubrirse la identidad del responsable. Pero no por ello dejaba de estar muerto aquel joven estudiante que disimulaba hábilmente enigmáticos conejos en todos sus dibujos.
Brunetti se levantó y se acercó a la ventana. El sol inundaba
campo
San Lorenzo. Todos los ancianos que vivían en la residencia geriátrica habían acudido a la llamada a la siesta y abandonado el
campo
a gatos y transeúntes. Brunetti apoyó las manos en el alféizar y se asomó, observando el
campo
como en busca de una señal. Al cabo de media hora, llamó Landi. Dijo que él y su esposa llegarían a Venecia a las siete de la tarde y preguntó cómo podían ir a la
questura.