En la puerta, el empleado lo reconoció y lo saludó con un movimiento de la cabeza. Era un hombre que, tras décadas de tratar con muertos, se había contagiado de su silencio.
—Franco Rossi —dijo Brunetti por toda explicación.
Con otro movimiento de la cabeza, el hombre dio media vuelta y llevó a Brunetti a la sala en la que estaban las mesas con las figuras tapadas con sábanas. El empleado fue hasta un extremo de la sala y se paró junto a una de las mesas, pero no hizo ademán de levantar la sábana. Brunetti miró la figura: la pirámide de la nariz, el declive del mentón, una superficie desigual, limitada por los dos promontorios de los brazos escayolados y, finalmente, dos largos tubos que terminaban en el borde de la sábana, del que asomaban los pies.
—Era un amigo —dijo Brunetti, hablando quizá consigo mismo, y descubrió la cara.
La hendidura de encima del ojo izquierdo estaba morada y rompía la simetría de la frente, extrañamente aplanada, como aplastada por la palma de una mano enorme. Por lo demás, la misma cara, corriente e insípida. Paola le dijo una vez que su ídolo, Henry James, había llamado a la muerte «el toque de distinción», pero lo que Brunetti contemplaba ahora no tenía nada de distinguido: era anodino, anónimo, frío.
Tapó la cara de Rossi, preguntándose en qué medida lo que estaba allí era Rossi y, si Rossi ya no estaba, por qué aquellos restos merecían tanto respeto.
—Gracias —dijo al empleado al marcharse. Su reacción al sentir el calor del patio fue completamente animal. Casi notó cómo se le suavizaba el vello de la nuca. Pensó en ir a Traumatología, a ver qué justificación le daban, pero la imagen de la magullada cara de Rossi lo perseguía, y lo que más deseaba en aquel momento era salir del hospital. Cedió al deseo y se marchó. Se paró otra vez en la puerta, ahora mostrando la credencial, y pidió la dirección de Rossi.
El portero la encontró rápidamente y anotó el número de teléfono. Era un número bajo de Castello. Brunetti preguntó al portero si sabía por dónde caía y el hombre dijo que creía que debía de estar por Santa Giustina, cerca de la tienda que había sido la Clínica de Muñecas.
—¿Ha venido alguien preguntando por él?
—Mientras yo he estado aquí, nadie, comisario. Pero el hospital habrá avisado a la familia y ya sabrán adonde dirigirse.
Brunetti miró el reloj. Casi la una, pero dudaba de que aquel día la familia de Rossi, si la tenía, observara la hora del almuerzo. Él sabía que el fallecido trabajaba en el Ufficio Catasto y que había muerto a consecuencia de una caída. Aparte de eso, sólo sabía lo poco que había deducido durante su breve entrevista y su aún más breve conversación telefónica. Rossi era cumplidor y tímido, casi el prototipo del burócrata concienzudo. Y, cuando Brunetti lo invitó a salir a la terraza, se había petrificado como la mujer de Lot.
Brunetti bajó por Barbaria delle Tolle, en dirección a San Francesco della Vigna. A su derecha, el verdulero del peluquín estaba cerrando el puesto y extendía una tela verde sobre las cajas de fruta y verdura, con un ademán que hizo pensar a Brunetti, con inquietud, en cómo él mismo había cubierto la cara de Rossi con la sábana. Alrededor, las cosas mantenían el curso normal. La gente se iba a casa a almorzar, la vida seguía.
Le fue fácil encontrar la dirección, a la derecha del
campo,
dos puertas más allá de una nueva agencia inmobiliaria. Rossi, FRANCO se leía en una estrecha placa de latón junto al timbre del primer piso. Pulsó el timbre, esperó, volvió a pulsar, pero no hubo respuesta. Llamó al segundo con el mismo resultado y finalmente probó en la planta baja.
Al cabo de un momento, una voz de hombre contestó por el interfono:
—¿Quién es?
—Policía.
La pausa habitual y la voz dijo:
—Ya va.
Brunetti se quedó esperando el chasquido que abriera la gran puerta de la calle, pero en su lugar oyó ruido de pasos y la puerta se abrió manualmente. Vio ante sí a un hombre de baja estatura, aunque en un primer momento no se hacía evidente su verdadera talla, ya que estaba encima del alto escalón destinado a proteger el vestíbulo del
acqua alta.
El, hombre tenía una servilleta en la mano derecha y miraba a Brunetti con la suspicacia inicial a la que éste ya estaba habituado. Usaba unas gafas de cristales gruesos y —según observó el comisario— tenía una mancha, probablemente, de salsa de tomate, a la izquierda de la corbata.
—¿Sí? —preguntó sin sonreír.
—Se trata del
signor
Rossi —dijo Brunetti.
Al oír el nombre de Rossi, el hombre suavizó la expresión y se inclinó para acabar de abrir la puerta.
—Disculpe, debí hacerle pasar. Tenga la bondad. —Se hizo a un lado para dejar espacio a Brunetti en el pequeño zaguán y extendió la mano como para estrechar la de Brunetti. Al ver que aún tenía en ella la servilleta, rápidamente, se la llevó a la espalda. Adelantó el cuerpo cerrando la puerta con la otra mano y se volvió hacia Brunetti.
—Por favor, pase —dijo yendo hacia una puerta abierta a la mitad del corredor, frente a la escalera que conducía a los pisos superiores.
Brunetti se detuvo en la puerta, para dejar entrar al hombre y lo siguió. Había un pequeño vestíbulo, de poco más de un metro de ancho, del que partían dos escalones, otra prueba de la inquebrantable confianza de los venecianos en su capacidad para burlar las mareas que roen constantemente los cimientos de la ciudad. La habitación a la que conducían los escalones era limpia, ordenada y sorprendentemente clara, para un apartamento situado en un
piano rialzato.
Brunetti observó una serie de cuatro ventanas altas que daban a un canal ancho al otro lado del cual se extendía un gran jardín.
—Perdone, estaba comiendo —dijo el hombre arrojando la servilleta a la mesa.
—Lamento haberlo interrumpido —se disculpó Brunetti.
—Ya terminaba —dijo el hombre. Aún tenía una abundante ración de pasta en el plato, a la izquierda del cual había un periódico abierto—. No importa —insistió conduciendo a Brunetti hacia el centro de la habitación, hasta un sofá encarado a las ventanas—. ¿Desea tomar algo? —preguntó—. ¿Un
ombra?
En aquel momento, nada apetecía a Brunetti tanto como un vasito de vino, pero rehusó. Luego tendió la mano y se presentó.
—Marco Caberlotto —respondió el hombre estrechándole la mano.
Se sentaron. Brunetti, en el sofá; y Caberlotto, frente a él.
—¿Qué hay de Franco? —dijo el hombre.
—¿Sabe ya que estaba en el hospital? —preguntó Brunetti, a modo de respuesta.
—Sí; lo he leído esta mañana en
Il Gazzettino.
Pienso ir a verlo en cuanto acabe de almorzar —dijo Caberlotto señalando la mesa en la que se le enfriaba la pasta—. ¿Cómo está?
—Lamento traerle malas noticias —dijo Brunetti utilizando la fórmula preparatoria que tan habitual se le había hecho durante las últimas décadas. Cuando vio que Caberlotto comprendía, agregó—: Ha fallecido esta mañana sin salir del coma.
Caberlotto murmuró algo entre dientes y se llevó los dedos a los labios.
—No lo sabía. Pobre muchacho.
Brunetti dejó pasar un momento antes de preguntar suavemente:
—¿Lo conocía bien?
En vez de contestar, Caberlotto preguntó:
—¿Es cierto que se cayó? ¿Que se cayó y se hirió en la cabeza?
Brunetti asintió.
—¿Se cayó? —insistió Caberlotto.
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
Tampoco esta vez respondió directamente Caberlotto.
—Ah, pobre muchacho —repitió meneando la cabeza—. Nunca hubiera pensado que podía ocurrirle una cosa así. Era siempre tan prudente.
—¿Se refiere en su trabajo?
Caberlotto miró fijamente a Brunetti y dijo:
—No. En todo. Era… en fin, era muy prudente. Una parte del trabajo de esa oficina en la que trabajaba consiste en salir a vigilar las obras, pero él prefería quedarse en el despacho, trabajando con los planos y los proyectos, viendo cómo se construían los edificios o cómo quedarían una vez restaurados. Él decía que esa parte de su trabajo era la que le gustaba.
Recordando la visita que Rossi había hecho a su casa, Brunetti dijo:
—Pero yo tenía entendido que una parte de su trabajo consistía en hacer visitas, para detectar obras ilegales.
Caberlotto se encogió de hombros.
—Ya sé que a veces tenía que hacer visitas, pero mi impresión es que lo hacía más que nada para tener la ocasión de hablar con los propietarios y explicarles la situación. —Caberlotto hizo una pausa, quizá tratando de recordar sus conversaciones con Rossi, pero luego agregó—: Yo no lo conocía muy bien. Éramos vecinos, y a veces nos parábamos a charlar en la calle o tomábamos una copa juntos. Y fue entonces cuando me dijo que le gustaba estudiar los planos.
—Decía usted que era una persona muy prudente —apuntó Brunetti.
—Lo era en todo —dijo Caberlotto, y el recuerdo casi lo hizo sonreír—. Yo solía bromear con él. Nunca bajaba la escalera con una caja en las manos. Decía que necesitaba ver dónde ponía los pies. —Se detuvo, como tratando de decidir si seguía hablando, y así lo hizo—. Un día, le estalló una bombilla y me llamó para pedirme el nombre de un electricista. Yo le pregunté qué le ocurría y cuando me lo explicó le dije que podía cambiar la bombilla él mismo. Lo único que hay que hacer es pegar a un cartón cinta adhesiva doblada para que pegue por los dos lados, introducir el cartón en el casquillo y hacerlo girar. Pero él dijo que le daba miedo tocarlo. —Caberlotto calló.
—¿Qué ocurrió? —instó Brunetti.
—Era domingo, por lo que hubiera sido imposible hacer venir a alguien. Así que subí a arreglarlo. No tuve más que cortar la corriente y sacar la bombilla rota. —Miró a Brunetti e hizo girar la mano derecha—. Hice lo que le había dicho, usando la cinta adhesiva y enseguida salió la bombilla. Tardé cinco segundos. Pero él nunca lo hubiera hecho. Hubiera tenido la habitación a oscuras hasta que hubiera podido traer a un electricista. —Lanzó a Brunetti una mirada rápida y sonrió—. En realidad, no es que tuviera miedo. Era su manera de ser.
—¿Estaba casado? —preguntó Brunetti.
Caberlotto movió la cabeza negativamente.
—¿Novia?
—Tampoco.
De haber tenido más confianza con Caberlotto, Brunetti le hubiera preguntado por un posible novio.
—¿Y sus padres?
—No sé si aún viven. En cualquier caso, no residen en Venecia, desde luego. Nunca hablaba de ellos, y pasaba todas las fiestas aquí.
—¿Amigos?
Caberlotto reflexionó.
—A veces, lo veía con otras personas en la calle. O tomando una copa. Ya sabe lo que es eso. Pero no recuerdo a nadie en particular, ni haberlo visto varias veces con una misma persona. —Brunetti no respondió a eso, y Caberlotto trató de explicarse—: En realidad, no éramos amigos, ¿comprende? No me fijaba mucho en él. Sólo lo saludaba al pasar.
—¿Recibía visitas?
—Supongo. En realidad, no presto atención a quién entra y quién sale. Oigo subir y bajar a la gente, pero no sé quiénes son. ¿Por qué está usted aquí? —preguntó de pronto.
—También yo lo conocía —respondió Brunetti—. Así que, cuando me he enterado de su muerte, he venido a hablar con la familia, pero vengo como amigo, nada más. —A Caberlotto no se le ocurrió preguntar por qué, si era amigo de Rossi, Brunetti sabía tan poco de él.
El comisario se levantó.
—Ahora lo dejo para que pueda acabar de almorzar,
signor
Caberlotto —dijo tendiendo la mano.
Caberlotto se la estrechó. Acompañó a Brunetti hasta la puerta de la calle y la abrió. Allí, desde lo alto del escalón, miró a Brunetti y dijo:
—Era buena persona. No lo conocía mucho, pero lo apreciaba. Siempre hablaba bien de la gente. —Se inclinó y puso la mano en la manga de Brunetti, como para dar más énfasis a sus palabras, y cerró la puerta.
Camino de la
questura,
Brunetti llamó a Paola para avisar de que no almorzaría en casa, entró en una
trattoria
y tomó un plato de pasta que no saboreó y unos trozos de pollo. Simple carburante para propulsarlo durante la tarde. Cuando llegó al trabajo, encontró en su escritorio una nota que decía que el
vicequestore
Patta deseaba verlo en su despacho a las cuatro.
Llamó al hospital y dejó un mensaje a la secretaria del
dottor
Rizzardi, el médico forense, para que le preguntara si podría encargarse personalmente de la autopsia de Francesco Rossi. Después hizo otra llamada que inició el proceso burocrático para proceder a la autopsia y bajó a la sala de agentes, para ver si había llegado el sargento Vianello, su ayudante. Lo vio sentado a su mesa, con una gruesa carpeta abierta ante sí. Vianello, aunque no mucho más alto que su superior, daba la impresión de ocupar mucho más espacio.
Al entrar Brunetti, el sargento alzó la mirada e inició el movimiento de ponerse en pie, pero el comisario lo atajó con un ademán. Entonces, al darse cuenta de que en la sala había otros tres agentes, cambió de idea e indicó la puerta con un rápido gesto del mentón. El sargento cerró la carpeta y siguió a Brunetti a su despacho.
Cuando estuvieron sentados frente a frente, Brunetti preguntó:
—¿Ha leído la noticia del hombre que se cayó del andamio en Santa Croce?
—¿El del Ufficio Catasto? —preguntó Vianello, aunque en realidad no era una pregunta. Brunetti asintió y el sargento, ahora sí, preguntó—: ¿Por qué lo pregunta, comisario?
—Ese hombre me llamó el viernes. —Brunetti hizo una pausa, para dar lugar a que Vianello preguntara, pero como el otro no decía nada, prosiguió—: Dijo que quería hablarme de algo que ocurría en su oficina, pero me llamaba por el
telefonino
y, cuando le dije que no era seguro, quedó en volver a llamar.
—¿Y no llamó? —interrumpió Vianello.
—No. —Brunetti negó con la cabeza—. Estuve esperando hasta más de las siete y al marchar dejé el número de mi casa por si llamaba, pero no llamó. Y esta mañana he visto su foto en el periódico. He ido al hospital pero ya era tarde. —Nuevamente, hizo una pausa, esperando el comentario de Vianello.
—¿Por qué ha ido al hospital, comisario?
—Ese hombre sufría de vértigo.
—¿Cómo dice?
—Cuando estuvo en mi casa… —empezó Brunetti, pero Vianello lo interrumpió:
—¿Estuvo en su casa? ¿Cuándo?