Amistad (40 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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Los africanos fueron llevados a Nueva York para una gran despedida en el Broadway Tabernacle. Tappan, Jocelyn y varios distinguidos invitados pronunciaron sus discursos ante una multitud de más de cuatrocientas personas que pagaron cincuenta centavos cada una a beneficio de la flamante American Missionary Association. Los africanos leyeron textos, y Singbé, por última vez en América, contó la historia de su captura, esclavitud y redención. La noche previa al viaje, Tappan se enteró por un capitán de la Marina británica de que la tarea de fundar una misión o incluso devolver a los Amistad a su tierra natal se había hecho mucho más difícil. La nación mende estaba una vez más en guerra con su enemigo ancestral, los timmani, cuyos territorios se extendían entre Freetown y Mende. Tappan le comunicó la noticia a Singbé, que asintió gravemente aunque no dijo nada.

A primera hora de la fría mañana del 27 de noviembre, con el cielo encapotado, el
Gentlemen
zarpó de Nueva York. Tappan y Jocelyn lo acompañaron en la barca del práctico hasta que la nave salió de la bocana y desplegó todas sus velas para aprovechar el viento de veintidós nudos que soplaba del noroeste. A pesar del frío, Singbé y muchos de los africanos permanecieron en cubierta hasta que la tierra llamada América desapareció por completo de su vista.

Reinaba una gran excitación entre los africanos, pero también experimentaban una cierta angustia y un poco de miedo. Recordaban muy bien la terrible tormenta que estuvo a punto de hundir al
Amistad
. También habían escuchado bastante de las conversaciones susurradas entre los hombres como para saber que la gente de Pepe Ruiz y Pedro Montes seguían furiosos y quizás intentarían volver a capturarlos. Muchos de los africanos declararon que se arrojarían al mar antes de verse convertidos en esclavos otra vez. Singbé, Grabeau y Burnah compartían los mismos temores, pero los tres líderes hacían de tripas corazón y hablaban alegre y confiadamente de que muy pronto volverían a estar en Mende.

Y pasaron unas seis semanas. Para los mende, que medían el tiempo en días, fases de la luna y las estaciones, seis semanas no era mucho tiempo. Sin embargo, los años pasados lejos de sus familias y su país, y los traumáticos acontecimientos que cada uno había soportado durante la captura, la servidumbre, la liberación y el encarcelamiento entre los norteamericanos, habían distorsionado su sentido natural del tiempo, así que las semanas transcurridas en el mar les parecían eternas.

Los misioneros, a sabiendas o no, ayudaron a mitigar en parte la impaciencia y la angustia de los africanos al mantenerlos ocupados. Raymond ordenó que las clases de lectura, escritura y conocimiento de la Biblia duraran seis horas cada día; Steele, que insistía en que los africanos le trataran de «señor Steele, señor», daba muchas de las clases y demostró ser un maestro inflexible que no toleraba preguntas impertinentes ni distracciones de los alumnos. También se complacía en recordarles a Singbé y a Grabeau que eran él, el señor Steele, y el señor Raymond, quienes estarían a cargo de ellos a partir de entonces.

—Sé que estáis ansiosos de ver a vuestros parientes, pero aquí nosotros estamos haciendo el trabajo del Señor. Nuestra primera tarea será la de llevar los suministros a Mende, buscar el lugar ideal para la misión, y construir el edificio. Una vez hecho esto, podréis ir a reuniros con vuestras familias y amigos. Sé que os angustia la demora, pero el Señor os ha traído hasta aquí, y trabajar unos pocos meses más en Su honor será un regalo hecho a través de Su gloria y gracia.

Cada vez que el señor Steele endilgaba uno de estos discursos a Singbé, Grabeau y los demás, algo que ocurría con frecuencia, los hombres sonreían y contestaban en voz baja: «Sí, señor Steele, señor».

Continuaron navegando con el rumbo este sudeste. La temperatura comenzó a subir, poco a poco al principio y, después de la tercera semana, violentamente, con lo cual los africanos pudieron quitarse por fin sus gruesos abrigos y dar las clases en cubierta todos los días. No vieron ninguna otra vela en la superficie del agua hasta la mañana del trigesimoquinto día, cuando el sol alumbró las tres grandes velas y los cañones de un navío de guerra a menos de media milla de distancia. El pabellón británico ondeaba en lo más alto del palo mayor. El navío se acercó y ambos capitanes mantuvieron una conversación a través de los megáfonos. La nave británica vigilaba la zona en busca de barcos negreros. Cuando el capitán se enteró de que a bordo del navío norteamericano viajaban los famosos Amistad, declaró que les daría escolta hasta la rada de Freetown. Diez días más tarde, apenas pasado el mediodía del 11 de enero de 1842, los negros llegaron a África.

El
Gentlemen
embarcó al práctico, que lo guio hasta un amarre en el muelle. Los pasajeros corrieron hacia la pasarela, pero el señor Steele los detuvo e insistió en que todos se pusieran de rodillas y dieran gracias a Dios por haber llegado sanos y salvos. Los dirigió en las oraciones que duraron casi veinte minutos. En cuanto acabó, por poco cae al agua empujado por los jubilosos africanos que corrían por la escalerilla y por el muelle, se ponían de rodillas y besaban el suelo de Freetown. Muchos de ellos comenzaron a cantar en mende y a bailar. Se quitaron las elegantes chaquetas y las camisas para exhibir orgullosos sus marcas de Poro. La gente de Mende que pasaba por la calle se unió a ellos. Steele, Raymond y Wilson contemplaron inquietos lo que para ellos no era más que simple y llanamente una celebración pagana. Steele comenzó a correr entre los bailarines, exigiéndoles que se controlaran.

—¡Caballeros! ¡Caballeros! ¡Recuerden quiénes son! ¡Recuerden que son caballeros cristianos! ¡Joseph! ¡Joseph Cinqué! ¡Controle a su gente! ¡Joseph! ¿Joseph? ¿Dónde está?

Steele y los otros misioneros buscaron por todos los muelles, pero Singbé y Grabeau no estaban. Se produjeron nuevas deserciones. Al cabo de tres días, los misioneros se quedaron solos.

HOGAR

Freetown era exactamente como Steele la describiría más tarde en una carta a Tappan: simple y llanamente otra Sodoma. Singbé y Grabeau sabían que era un lugar peligroso cuando escaparon de la vigilancia de los misioneros. Dos negros, aunque fueran muy bien vestidos como era su caso, podían ser detenidos, raptados y vendidos como esclavos. Esto era incluso mucho más probable si se cruzaban con un grupo de timmani. Pero Singbé y Grabeau estaban dispuestos a correr ese riesgo. Alguien opinaría que se trataba de una locura, a la vista de que los misioneros habían negociado la obtención de salvoconductos para ir a Mende, pero ninguno de los dos podía esperar. Querían irse a sus casas en aquel momento, y no al cabo de unos días, de unas semanas o de unos meses, cuando los misioneros lo consideraran oportuno.

A pesar de la imprudencia de sus actos, tenían un plan. Antes de abandonar Freetown pasaron por el bazar. Singbé llevaba casi treinta dólares americanos, piezas de cobre, plata y oro, el dinero de los «apretones de mano», que nunca le dio a Tappan. Los había tenido ocultos y sólo se los mostró a Grabeau la noche antes de embarcar.

—Será suficiente para el viaje.

Emplearon el dinero en comprar una pistola, pólvora, balas, un pequeño rollo de cuerda, dos cuchillos de gran tamaño con sus fundas, cuatro cantimploras de agua, frutos secos, carne y dos mantas. Poco antes de medianoche salieron de la ciudad y encontraron a un hombre que les dio una canoa a cambio de sus finos sombreros de copa. Se embarcaron y comenzaron a remar río arriba para adentrarse en territorio timmani a la luz de la luna. No pronunciaron ni una sola palabra, pero Singbé se sentía cada vez más nervioso a medida que el olor y el ruido de la ciudad cedían paso al calor espeso y a los salvajes rugidos de la selva.

Remaron hasta el amanecer y después amarraron la canoa entre los matorrales de la orilla y se camuflaron con hojas y ramas. Singbé hizo la primera guardia mientras Grabeau dormía. Lo despertó al mediodía. Comieron un poco de carne y fruta, y Singbé le pasó la pistola antes de acostarse entre las hojas y cerrar los ojos. En unos minutos se quedó profundamente dormido.

Singbé se despertó al sentir un empujón en el hombro y una mano que le tapaba la boca. Intentó resistirse, sin saber dónde estaba, pero vio a Grabeau y el cielo oscuro. Grabeau le guiñó un ojo sin decir palabra. Cenaron frugalmente, bebieron un poco de agua, echaron la canoa al río y comenzaron a remar otra vez. Alrededor de medianoche, Grabeau tocó el hombro de Singbé. Dejó de remar y miró a popa. Grabeau le señaló con el remo una pequeña lengua de tierra a la izquierda. Un tronco caído se extendía desde la costa hasta el agua, con el tronco y las raíces sobre la orilla. En la parte más gruesa del tronco, casi junto a las retorcidas raíces que apuntaban a la luna, estaba un leopardo con una presa fresca. Grabeau sonrió complacido. Singbé asintió.

Con las primeras luces del alba divisaron las grandes colinas. Al otro lado estaba Mende. Encontraron una playa de arena y embarrancaron la canoa. Grabeau cogió el cuchillo y abrió varios agujeros en el fondo de la embarcación mientras Singbé montaba guardia. Satisfecho con su trabajo, Grabeau empujó la canoa al río. Contemplaron cómo la corriente se la llevaba unos cuantos metros hasta que se hundió poco a poco y desapareció en las oscuras aguas. Los hombres dieron media vuelta y entraron en la espesura.

Llegaron a las cumbres de las colinas poco después de mediodía. No habían visto a nadie. Agotados, encontraron un pequeño saliente rocoso, lo cubrieron con ramas y se echaron a dormir.

Al día siguiente, antes del alba, ya estaban en el camino a Kawamende. No era más que un sendero muy transitado en medio de la espesura. Llegaron al primer cruce una hora después del amanecer. La aldea de Grabeau estaba a unos quince kilómetros al este. La de Singbé casi a la misma distancia pero al norte.

—Este es el camino donde a los dos nos capturaron para vendernos como esclavos —dijo Grabeau—. Parece imposible que estemos otra vez aquí después de tanto tiempo.

—Lo sé, amigo mío. A mí también me cuesta creerlo.

—Singbé, no me mientas. Nunca lo dudaste. Tú, yo, todos los demás estamos vivos porque tú nunca dejaste de creer que algún día regresarías a Mende. Tú eras nuestra fuerza, nuestro coraje, nuestra esperanza. Si alguna vez dudaste, no me lo digas ahora. No te creería.

Singbé sonrió. Notaba una opresión en la garganta. Inspiró con fuerza y se echó a reír para ocultar las lágrimas.

—Grabeau, mi conciencia, mi mejor amigo. Somos hermanos para siempre.

—Sí. Para siempre. Es por tu voluntad y tu fuerza por lo que he llegado hasta aquí. Deja que te acompañe hasta tu aldea.

Singbé asintió. Sin perder un segundo, echaron a caminar hacia el norte.

Cada vez hacía más calor. Se quitaron las elegantes camisas americanas y las botas y las envolvieron en las mantas, que se colgaron a la espalda como mochilas. Ninguno de los dos hablaba, pero sonreían continuamente y de vez en cuando se echaban a reír. Sin embargo, después de un rato, la expresión de Singbé se fue haciendo cada vez más grave. Grabeau advirtió el cambio y comenzó a hablar veloz y alegremente de las bellezas de Mende. Ansiaba decirle a Singbé que todo iría bien, pero no quería correr el riesgo de mentirle a su amigo.

Al llegar a una gran curva, desapareció la espesura que bordeaba el angosto camino para dar paso a la visión de un gran valle verde con una hilera de árboles que seguía la orilla de un río poco profundo. Singbé se detuvo. Le temblaban los labios y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Grabeau tendió una mano para apoyarla en el hombro de su amigo, pero Singbé dio un salto y echó a correr. Arrojó la manta, y la camisa y las botas volaron por los aires. Grabeau intentó seguirle, pero no pudo mantener el ritmo.

Singbé corrió a campo traviesa, y en dos ocasiones cayó de bruces. Pasó a la carrera por delante de una pequeña choza que había cerca de la hilera de árboles, sin preocuparse de mirar el interior. Mantenía la mirada fija en un punto. Grabeau, que le seguía a paso más lento, le vio desaparecer entre los árboles junto al río.

Cuando Grabeau llegó a los árboles, le dolía el pecho y le daba vueltas la cabeza. Agotado, se sentó en el fango de la orilla mientras boqueaba intentando llevar un poco de aire a los pulmones. Se inclinó hacia delante, hundió las manos temblorosas en el río y se lavó la cara con el agua fresca. Al alzar la mirada, vio a Singbé en medio del río abrazado a una mujer que lloraba. Sus tres hijos, un niño y dos niñas, se aferraban a sus piernas. Un viejo cesto cargado con la colada flotó río abajo arrastrado por la corriente.

EPÍLOGO

El
Amistad
fue reparado. Después de cambiarle el nombre, lo vendieron para pagar los derechos de salvamento reclamados por los tenientes Gedney y Meade. Nadie sabe qué fue de la nave. Se está construyendo una réplica a escala real en el Mystic Seaport Museum con el apoyo de Amistad América. Cuando esté acabada, la nave servirá de atracción turística y de exposición flotante sobre la esclavitud. Se puede solicitar más información en el Mystic Seaport Museum en Mystic, Connecticut.

El
Legado del Juicio Amistad
se puede ver en la New Haven Colony Historical Society de New Haven, Connecticut. La sociedad conserva los documentos originales, los artículos y el famoso retrato de Singbé-Pieh (también conocido como José o Joseph Cinqué) pintado por Nathaniel Jocelyn cuando tuvo lugar el juicio. Se puede solicitar más información en la New Haven Colony Historical Society.

El gobierno español continuó con la presión diplomática referida al incidente del
Amistad
hasta 1860. Estados Unidos nunca pagó las indemnizaciones reclamadas por el gobierno español.

La factoría de esclavos de Pedro Blanco fue asaltada por los británicos pocos meses después de que vendieran a Cinqué en 1839. Liberaron a los esclavos cautivos y quemaron la factoría. Sin embargo, Blanco escapó a la acción de la justicia y se retiró convertido en millonario.

La misión Mende fue fundada en 1842 por William Raymond después de que James Steele y Henry Wilson decidieran regresar a Estados Unidos. Tras un mal comienzo en un lugar húmedo y plagado de enfermedades, la misión fue trasladada a las tierras más secas de Mende y rebautizada con el nombre de misión Mo Tappan. Construyeron un aserradero para obtener fondos y edificaron una escuela. Se impartían clases de lectura, escritura, aritmética, geografía, lectura de la Biblia y catecismo. Las clases estaban abiertas a niños y adultos. En 1846, la misión tenía más de sesenta y cinco estudiantes. Algunos de los africanos del
Amistad
volvieron para trabajar en la misión o hacer de intérpretes. Entre ellos estaba Kinna, que adoptó el nombre de Lewis Johnson, y Fabanna, que se hacía llamar Alexander Posey.

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