Amor, curiosidad, prozac y dudas (31 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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—¿Sabes cuántos años tengo, Cristina? —dijo—. Treinta. Y ¿sabes qué he hecho durante estos treinta años con mi vida? Nada. Nada de nada.

—Yo no diría eso, precisamente. Has hecho una carrera de la que pocas mujeres de tu edad pueden presumir.

—No me entiendes. Eso, precisamente, no es nada. Yo no he hecho nada. No me he emborrachado hasta caer redonda al suelo, no he tenido una amiga con la que pelearme o a la que envidiar, no he hecho el ridículo llamando a un tío a su casa cuando era evidente que él ya no me quería, no he deseado en secreto a un compañero de la oficina... En fin, no he vivido ninguna de esas pequeñas tragedias cotidianas que constituyen el pan de cada día del común de los mortales, las que les hacen apegarse al aire que respiran y al suelo que pisan, las que les permiten levantarse cada mañana con la ilusión de que el día que comienza va a ser distinto del anterior y del siguiente. Los últimos años he sido una máquina. Eso es todo. He sido como una réplica de mí misma, pero que en el fondo no era yo, porque yo no soy, no puedo ser, alguien que no siente absolutamente nada. Nada.

—Te entiendo —susurré. Y la entendía, porque estaba describiendo exactamente la situación que vivo yo en el bar todas las noches, recogiendo vasos y esquivando cuerpos sudorosos, un androide cibernético que pasea mis mismas facciones, mis curvas y mis gestos, entre las sombras, con la mente en blanco, para conseguir aguantar las seis horas del turno de cada noche sin pénsarlo.

—Y lo peor es que ni siquiera lo sabía —prosiguió Rosa—, ni siquiera era consciente de lo que estaba sucediéndome. No empecé a serlo hasta hace cosa así de un mes, cuando empezaron las llamadas.

—¿Qué llamadas?

—Verás, Cristina, alguien empezó a llamarme todas las noches, todas, más o menos a la misma hora. No decía nada, nunca. Se limitaba a hacerme escuchar una canción. La hora fatal, de Purcell. No sé si la conoces.

—Creo que no. A mí, si me sacas del techno...

—Te acuerdas de aquellas fiestas de fin de curso horribles que hacíamos en el colegio?

—¿Aquellas en que tú siempre salías a tocar el plano y yo a recitar poesías?

—Sí, éramos como monos de feria.

—Más bien. —Sonreí ante lo acertado de la definición.

—Pues bien, un año, yo debía de tener once o doce años, me empeñé en cantar esa canción en la fiesta de fin de curso, La hora fatal, O sea, la misma que el llamador anónimo me hacía escuchar al teléfono. Entonces, cuando tenía once años, no creo que te acuerdes, yo estudiaba solfeo y plano, pero no canto. Y la profesora se empeñó en decir que no podía cantar a Purcell, que podría interpretar la partitura pero que no conseguiría aportarle los matices, que para eso tendría que estudiar canto con un repertorista que me ayudase a entender qué quería decir Purcell con aquella canción. Y yo respondía que me bastaba con escuchar la canción para saber qué quería decir Purcell, que no me hacía falta un repertorista, que sabía muy bien lo que Purcell quería transmitir. —Miraba hacia la carretera con expresión soñadora y por un momento temí que nos la pegáramos—. Tuvimos una bronca memorable a cuenta del asunto, ella venga a llamarme niña tozuda y yo empeñada en cantar lo que quería. Y el caso es que al final me salí con la mía y canté a Purcell, ¿sabes? Fue un triunfo de mi voluntad.

—... que hubiese dicho Nietzsche.

—Y lo curioso —prosiguió, ajena a mi interrupción, el rostro pálido y rígido, los ojos brillantes a causa de las lágrimas que no derramaba— es que había olvidado esta historia por completo, llevaba años sin recordarla hasta que quienquiera que llamase me puso esa canción. Y por eso sabía que quien me llamaba me conocía a fondo. Estuve dándole vueltas a quién podía ser, estuve haciendo todo tipo de cálculos y análisis de probabilidades hasta que me di cuenta que lo importante no era el remitente sino el mensaje.

—¿El mensaje?

—Me di cuenta de que no importaba quién me llamase, sino el mensaje que me había hecho llegar. Y es que me hizo recordar que hubo un momento en que yo era capaz de sentir pasión por las cosas, en que fui capaz de aprenderme nota a nota una canción que ninguna alumna de mi edad se habría atrevido a solfear y mucho menos a cantar. Que hubo un tiempo en que luchaba por lo que de verdad quería. Que hubo un tiempo en que lloraba escuchando a Purcell. —La sombra de una lágrima a punto de caer centelleaba en sus ojos—. Lloraba de pura feliciad, de pura empatía con las notas. Y los últimos años he vivido tan anestesiada, tan bloqueada, que nunca lo habría recordado de no haber sido por aquellas llamadas. ¿No te das cuenta? Quienquiera que llamase me estaba haciendo ver cómo me había negado a mí misma, cómo he arruinado mi vida. Porque ¿qué hago yo encerrada en un despacho, acatando órdenes de inútiles a los que no respeto y sirviendo a unos intereses que en el fondo desconozco? No importaba quién llamase, eso era lo de menos, en el fondo estaba llamándome mi propia alma.

Yo bebía las palabras de la boca de mi hermana con la sed del beduino, porque si una mañana me hubiese levantado y me hubiese encontrado con que el cielo resplandecía de un bonito color verde musgo y las hojas de los árboles ondeaban al viento teñidas de azul pitufo, estoy segura de que me habría sorprendido menos que ver a mi hermana la mayor hablando de cosas tales como que su alma la llamaba por teléfono.

—Hace una semana tomé por fin una decisión. Sabes que llevo quince meses tomando prozac, ¿no?

—Ya me lo habías contado —asentí solícita y rápida, deseosa de que prosiguiera con la historia.

—Bueno, me habían advertido de que no podía dejarlo de la noche a la mañana. De que debía haber un período de transición en que fuera reduciendo la dosis gradualmente. Pero yo sabía que me hacía falta un cambio brusco. Así que un día decidí deshacerme de todas mis reservas de fluoxicetina. Cuatro cajas, Cristina, dos en el cajón de la mesilla de noche y dos en el de la oficina. Las cuatro fueron a parar a la basura. Y me dispuse a afrontar lo que viniera, la crisis o lo que se presentara, tranquila. Al principio no pasaba nada, ¿sabes? Me habían dicho que es peligrosísimo dejar el prozac de golpe, sobre todo si uno ha estado tomándolo años, como es mi caso, y que podía sobrevenir una crisis seria, un episodio depresivo, que podría aparecer un brote esquizoide, qué sé yo. Pero no pasaba nada. Hasta que el otro día, hace exactamente dos noches, busqué entre mis discos viejos aquella canción de Purcell, cantada por James Bowan, descolgué el teléfono, me senté tranquilamente en el sillón y me puse a escuchar la misma canción, una y otra vez, recordando en cada nueva escucha las notas una por una, las palabras, los acordes, los arpegios... —Devanaba palabras y palabras en un murmullo ritmico y constante—. Cada nota golpeaba como un puño en mi interior y esos golpes transmitían tal calor a mi corazón que éste explotaba y se disgregaba en fragmentos dispersos. La música bullía dentro de mí, galopaba por mis venas, contenía el mundo, y dentro del mundo a mí misma, a mi verdadero yo que había permanecido dormido allí dentro tantos años y acababa de despertar furioso, emborrachado de entusiasmo. Cristina, ¿puedes entender esto?

Asentí despacio, incapaz de pronunciar palabra. Sí, había sentido aquello muchas veces escuchando música, pero no conseguía imaginar que mi hermana pudiera haberlo sentido también, y mucho menos que fuera capaz de describirlo de aquella manera.

—Y me encontré llorando —continuó ella, con los ojos grises fijos en la carretera, repentinamente empañados—, como no lloraba desde hacía años, con sollozos que amenazaban con partirme el pecho. No podía dejar de llorar, y lo más importante, Cristina, lo más importante era que caí en la cuenta de que era la primera vez que lloraba en mucho tiempo, en no sé cuántos años, la primera vez que lloraba de esa manera desde que papá se fue, creo. Y ahora veo las cosas de una manera totalmente distinta, Cristina, porque sé que lo importante en esta vida reside en el interior de uno mismo, y se trata de lo único que uno tiene y lo único que uno va a llevarse a la tumba, y, qué quieres que te diga, si Ana ha decidido dejar a su marido, si ésta es la primera decisión propia que ha tomado en su vida, si es la primera vez que se atreve a ser ella misma, ajena a las imposiciones de los demás, ten por seguro que no seré yo quien intente disuadirla, y que cuenta con todas mis bendiciones para lo que quiera. ¿Me entiendes?

—Claro —susurré con un hilillo de voz. El asombro apenas me permitía hablar.

—Porque ahora también ha llegado mi momento, y creo que me toca admitir cosas que he estado negándome, creo que debo hacer lo mismo que ha hecho Ana, y recuperarme a mí misma. Reconocer ante el mundo que no me gusta mi trabajo, que no me gustan los hombres, yo qué sé... lo que decida que debo reconocer. Recuperar a la niña valiente que era y que dejé de ser cuando crecí.

Escuchaba a mi hermana decir estas cosas, a mi hermana la cartesiana, la racionalista, la empirista, repentinamente transformada en mística, después de haber visto a mi hermana la santa, el modelo de virtudes, la santa esposa y madre, decidida a liarse la manta a la cabeza y largar al soso de su marido, y se me vino a la cabeza de pronto una especie de revelación. Desde niña alguien (mi madre, o Gonzalo, o las monjas, o todos, o el mundo) había decidido que éramos distintas, que la niña moderna del anuncio de Kas naranja no es el ama de casa que limpia la colada con lejía Neutrex, y no tiene nada que ver con la ejecutiva que invierte en letras del tesoro, y sin embargo mi hermana se había refugiado en su despacho acristalado de la misma forma que yo me había guarecido en mi bar ciberchic, como Anita se había parapetado en su casa de Gastón y Damela, y Ana se había enganchado a los minilips como yo lo hice a los éxtasis y Rosa al prozac, y si por nuestras venas corre la misma sangre del mismo padre y la misma madre, ¿quién asegura que somos tan distintas? ¿Quién nos dice que en el fondo no somos la misma persona?

La carretera serpenteaba a través de campos ocres y la tarde caía sobre el polen dorado. Los trigales se agitaban con el viento en suaves oleadas amarillas. A lo lejos, Madrid se levantaba orgullosa, una estructura monstruosa de cemento y hormigón que se alzaba amenazadora, enorme y gris, en el horizonte; y el coche, enfilando hacia aquella inquietante mole, parecía una pequeña nave de reconocimiento que, tras de un vuelo tranquilo, regresara a su nave nodriza. Madrid, de lejos, parecía la Estrella de la Muerte. Darth Vader, pensé, aquí llegan tus guerreras, ábrenos la puerta.

No os lo he dicho todavía: mi madre se llama Eva. Pero espero que nosotras seamos hijas de Lilith.

Gracias a:

Mi madre y mis hermanos, por supuesto. (Y a los adheridos.)

Escuchan mis penas y me soportan mis amigos: Luis José Rivera, Pilar de Haya y Colin Terry.

Me aguantaron en Fnac: Paula, Ignacio y Merceditas. La conexión Barcelona: Inma Turbau y José María Cobos. Me dan de cenar: Ángeles Matesanz, Gracia Rodríguez y Salva Pulido.

Colaboraron activamente con sus sugerencias: Ruth Toledano, poeta; Miguel Barroso, entomólogo; Miguel Zamora, corrector de estilo; Ismael Grasa, detector de redundancias; Miguel Ángel Martín, aprendiz de psicokiller; J. Á. Mañas y Antonio Domínguez, jóvenes promesas, Isabelita Guasp, correctora de galeradas; Antonio Dyaz, cyberpunk; y Carlos Pujol, editor y sin embargo editor.

Me salvaron la vida: Pedro Pastor en Sitges (intoxicación etílica), Abby Cooke en Edimburgo (despiste absoluto) y Javier (cónsul) en Dublín (mononucleosis).

Me sacan de rok: Libres para siempre (Almudena, Ana, Álvaro y Miguelito) y periféricos (Gervasito, Mariluz y pandilla).

A Ulla Akerman, Maya Simínovich, Elena Álvarez, Pepo Fuentes, Berta Herrera e Isabel Gardela, gracias por el apoyo y el cariño. Santiago Segura aparece para no herir su enorme ego.

Revisó primeras versiones: Santiago Torres. Me asiló en Londres: Federico Torres. James Bruton inspiró medio libro. Iain Patterson me dejó usar su nombre. Promocioneros de pro: Enrique de Hinojosa, Rubén Caravaca, Javier Bonilla, Pedro Calleja y Chechu Monzón.

La historia de la detención en comisaría está inspirada en un artículo de Tom Hodkingson; la del supermercado, en uno de Vicky Mondo Brutto; la del autobús se basa en el guión
Ellos lo tienen más fácil
, coescrito por Miguel Santesmases.

La foto de portada es de los chicos de Ipsum Planet (grandes diseñadores del mundo moderno) y los derechos los cedieron, amabilísimamente, Montxo Algora y Santiago Díez. Mi foto la hizo Jerry Baucr.

En general, gracias a todos los que me quieren. No podíais caber todos, lo siento. Los que de verdad no caben son los que no me aguantan.

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