—Pero es que ya estoy un poco harto de mí mismo… —objetaba yo.
—Como psicóloga no puedo aceptar un discurso semejante, ni apoyarlo de ninguna manera. Al teorizar sobre la sociedad, usted establece una barrera y se protege tras ella; a mí me toca destruir esa barrera para que podamos trabajar sobre sus problemas personales.
Este diálogo de sordos continuó durante un poco más de dos meses. En el fondo, creo que yo le caía bien. Recuerdo una mañana, era ya a comienzos de la primavera; por la ventana veía a los pájaros saltar sobre el césped. Ella parecía fresca, relajada. Al principio tuvimos una breve conversación sobre mis dosis de medicamentos; y luego, de forma directa, espontánea, muy inesperada, ella me preguntó: «En el fondo, ¿por qué es tan desgraciado?». Esa franqueza no era nada corriente. Y yo también hice algo fuera de lo común; le tendí un pequeño texto que había escrito la noche anterior para distraer el insomnio.
—Preferiría escucharle… —dijo ella.
—Léalo de todos modos.
Definitivamente, estaba de buen humor; cogió la hoja que yo le tendía y leyó las siguientes frases:
«Algunos seres experimentan enseguida una aterradora imposibilidad de vivir por sus propios medios; en el fondo no soportan ver su vida cara a cara, y verla entera, sin zonas de sombra, sin segundos planos. Estoy de acuerdo en que su existencia es una excepción a las leyes de la naturaleza, no solo porque esta fractura de inadaptación fundamental se produce aparte de cualquier finalidad genética, sino también a causa de la excesiva lucidez que presupone, lucidez que trasciende claramente los esquemas perceptivos de la existencia ordinaria. A veces basta con colocarles otro ser delante, a condición de suponerlo tan puro y transparente como ellos mismos, para que esta insoportable fractura se convierta en una aspiración luminosa, tensa y permanente hacia lo absolutamente inaccesible. Así pues, como un espejo que devuelve día tras día la misma imagen desesperante, dos espejos paralelos elaboran y construyen una red límpida y densa que arrastra al ojo humano a una trayectoria infinita, sin límites, infinita en su pureza geométrica, más allá del sufrimiento y del mundo.»
Alcé los ojos, la miré. Parecía un poco sorprendida. Al Final, aventuró: «Lo del espejo es interesante…» Debía de haber leído algo en Freud, o en
Mickey Parade
. En fin, hacía lo que podía, era amable. Animándose, añadió:
—Pero preferiría que me hable directamente de sus problemas. Está siendo demasiado abstracto otra vez.
—Quizás. Pero no entiendo, hablando en concreto, como consigue vivir la gente. Tengo la impresión de que todo el mundo debería ser desgraciado; ya ve, vivimos en un mundo tan sencillo… Hay un sistema basado en la dominación, el dinero y el miedo, un sistema más bien masculino, que podemos llamar Marte; y hay un sistema femenino basado en la seducción y el sexo, que podemos llamar Venus. Y esos es todo. ¿De verdad es posible vivir y creer que no hay nada más? Maupassant pensaba, y con él los realistas del siglo XIX, que no había nada más; y eso lo llevó a la locura.
—Lo confunde usted todo. La locura de Maupassant no es más que una fase típica del desarrollo de la sífilis. Todo ser humano normal acepta los dos sistemas de los que usted habla.
—No. Si Maupassant se volvió loco, fue porque tenía una aguda conciencia de la materia, de la nada y de la muerte, y porque no tenía conciencia de nada más. En eso se parecía a nuestros contemporáneos: establecía una separación absoluta entre su existencia individual y el resto del mundo. Ésa es la única manera en que podemos pensar el mundo actualmente. Por ejemplo, una bala de una Mágnum del 45 puede rozarme la cara e incrustarse en la pared que tengo detrás; yo saldré ileso. En caso contrario, la bala destrozará la carne, el dolor físico será considerable; tendré el rostro mutilado; tal vez el ojo también estalle, y en ese caso seré mutilado y tuerto; desde ese momento inspiraré repugnancia a los demás hombres. Hablando más en general, todos estamos sometidos al envejecimiento y a la muerte. Estas nociones de vejez y de muerte son insoportables para el individuo; se desarrollan soberanas e incondicionales a nuestra civilización, ocupan progresivamente el campo de la conciencia, no dejan que en ella subsista nada más. Así, poco a poco, se establece la certeza de que el mundo es limitado. El mismo deseo desaparece; solo quedan la amargura, los celos y el miedo. Sobre todo, queda la amargura; una amargura inmensa, inconcebible. Ninguna civilización, ninguna época han sido capaces de desarrollar en los hombres tal cantidad de amargura. Desde este punto de vista, vivimos tiempos sin precedentes. Si hubiera que resumir el estado mental contemporáneo en una palabra yo elegiría, sin dudarlo, amargura.
Al principio, ella no contestó. Reflexionó unos segundos y luego me preguntó:
—¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales?
—Hace algo más de dos años.
—¡Ah! —exclamó ella casi con triunfo— ¡Ya lo ve! En esas condiciones, ¿Cómo quiere amar la vida?…
—¿Querría hacer el amor conmigo?
Ella se quedó confusa, creo que incluso enrojeció un poco. Tenía cuarenta años, estaba delgada y bastante estropeada; pero esa mañana me parecía realmente encantadora. Guardo un recuerdo muy dulce de ese momento. Un poco a su pesar, sonreía; creí que iba a decir que sí. Pero al final se dominó:
—Ese no es mi papel. Como psicóloga, mi papel es ayudarle a recuperar un estado en el que pueda poner en práctica estrategias de seducción que le permitan volver a tener relaciones normales con mujeres.
En las siguientes sesiones hizo que la sustituyera un colega.
Más o menos en la misma época, empecé a interesarme por mis compañeros de infortunio. Había pocos en estado de delirio; sobre todo depresivos y angustiados; supongo que lo habían organizado a propósito. La gente que sufre este tipo de estados renuncia muy deprisa a dárselas de lista. Lo más normal es que estén en la cama todo el día, con sus tranquilizantes; de vez en cuando dan una vuelta por el pasillo, se fuman cuatro o cinco cigarrillos seguidos y vuelven a la cama. Las comidas, no obstante, era un momento colectivo; la enfermera de guardia decía: «Sírvanse.» Nadie pronunciaba otra palabra; cada cual masticaba su alimento. A veces una crisis de temblor se apoderaba de uno de los comensales, otro empezaba a gemir; entonces volvían a su habitación, y eso era todo. Poco a poco, empecé a tener la impresión de que toda aquella gente —hombres o mujeres— no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor. Sus gestos, actitudes y mímica traicionaban una sed desgarradora de contacto físico, de carencias; pero claro, eso no era posible. Entonces gemían, gritaban, se arañaban; durante mi estancia hubo una tentativa lograda de castración.
Al cabo de las semanas aumentaba mi convicción de que estaba allí para llevar a cabo un plan preestablecido; de modo semejante al Cristo que, en los Evangelios, cumple lo que habían anunciado los profetas. Al mismo tiempo se desarrollaba la intuición de que éste sólo era el primero de una serie de internamientos cada vez más largos en establecimientos psiquiátricos cada vez más cerrados y más duros. Esta perspectiva me entristecía profundamente.
Volvía a ver a la psicóloga de vez en cuando en los pasillos, pero no mantuvimos ninguna conversación de verdad; nuestra relación se había vuelto bastante normal. Su trabajo sobre la angustia avanzaba, me dijo; tenía exámenes en junio.
No hay duda de que ahora tengo una vaga existencia en una tesis de tercer ciclo, en medio de otros casos concretos. Esta impresión de haberme convertido en elemento de un informe me tranquiliza. Imagina el volumen, la encuadernación pegada, la portada un poco triste; suavemente, me aplano entre las páginas; me aplasto.
Salí de la clínica un 26 de mayo; me acuerdo del sol, del calor, del ambiente de libertad en las calles. Era insoportable.
También me engendraron un 26 de mayo, a la caída de la tarde. El coito tuvo lugar en el salón, sobre una falsa alfombra de pakistaní. En el momento en que mi padre penetraba a mi madre por detrás, ella tuvo la desafortunada idea de estirar la mano para acariciarle los testículos, y él eyaculó. Ella sintió placer, pero no un verdadero orgasmo. Poco después, cenaron pollo frío. Ahora hace de esto treinta y dos años; en aquella época aun había pollos de verdad.
Sobre mi vida a la salida de la clínica no me habían dado indicaciones concretas; sólo tenía que volver a presentarme allí una vez por semana. Dejando eso aparte, desde aquel momento me tocaba hacerme cargo de mí mismo.
Por paradójico que parezca, hay un camino a
recorrer y hay que recorrerlo, pero no hay
viajero. Hay actos, pero no hay actor.
Sattipathana-Sutta
, XLII, 16
El 20 de junio del mismo año me levanté a las seis de la mañana y encendí la radio, más concretamente Radio Nostalgie. Había una canción de Marcel Amont que hablaba de un curtido mexicano; superficial, despreocupado, un poco tonto; exactamente lo que me faltaba. Me lavé escuchando la radio y luego recogí algunas cosas. Había decidido volver a Saint-Cirgues-en-Montagne; bueno, volver a intentarlo.
Antes de irme, me como todo lo que queda en casa. Es bastante difícil, porque no tengo hambre. Afortunadamente no hay mucho; cuatro tostadas y una lata de sardinas en aceite. No entiendo porque lo hago, está claro que son productos de larga duración. Pero hace ya mucho tiempo que no veo claro el sentido de mis actos; digamos que ya no lo veo muy a menudo. El resto del tiempo adopto, más o menos,
el punto de vista del observador
.
Al entrar en el vagón me doy cuenta de que me estoy desinflando; no hago caso y me siento. En la estación de Langogne alquilo una bicicleta; he llamado de antemano para hacer la reserva, lo he organizado todo muy bien. Así que monto en la bicicleta y de inmediato me doy cuenta de lo absurdo que es el proyecto; hace diez años que no monto en bicicleta, Saint-Cirgues está a cuarenta kilómetros, la carretera que va hasta allí es muy montañosa y apenas me siento capaz de recorrer dos kilómetros en terreno llano. He perdido la aptitud para el esfuerzo físico, y también las ganas de hacerlo.
La carretera es un suplicio permanente, pero un poco abstracto, por decirlo así. La región está completamente desierta; uno se interna cada vez más en las montañas. Sufro mucho, he sobrevalorado mis fuerzas físicas. Pero ya no tengo muy claro el objetivo último de este viaje, se disgrega lentamente a medida que, sin ni siquiera mirar el paisaje, subo estas inútiles pendientes que solo ocultan otras.
En mitad de una penosa subida, mientras jadeo como un canario asfixiado, veo un letrero: «Cuidado. Barrenos.» A pesar de todo, me cuesta un poco creerlo. ¿Quién lo tomaría de ese modo?
Un poco más adelante encuentro la explicación. Se trata de una cantera; lo único que hay que destruir son rocas. Eso me gusta más.
El terreno es más llano; vuelvo a alzar la cabeza. Al lado derecho de la carretera hay una colina de escombros, algo a mitad de camino entre el polvo y los guijarros pequeños. La superficie inclinada es gris, absoluta y geométricamente lisa. Muy atrayente. Estoy convencido que si uno la pisa se hunde de inmediato varios metros.
De vez en cuando me detengo al borde de la carretera, me fumo un cigarrillo, lloro un poco y vuelvo a pedalear. Me gustaría estar muerto. Pero «hay un camino que recorrer, y hay que recorrerlo».
Llego a Saint-Cirgues en un patético estado de agotamiento, y me bajo en el Hotel Aroma del Bosque. Después de descansar un rato, voy al bar del hotel a tomarme una cerveza. La gente del pueblo parece acogedora, simpática; me dicen «buenos días».
Espero que nadie vaya a intentar emprender una conversación más larga, a preguntarme si estoy haciendo turismo, desde donde vengo en bicicleta, si me gusta la región, etc. Pero, afortunadamente, esto no ocurre.
Mi margen de maniobra en la vida se ha vuelto particularmente restringido. Todavía entreveo varias posibilidades, pero que solo se diferencian en pequeños detalles.
La comida no arregla las cosas. Sin embargo, entre tanto, me he tomado tres Tercian. Estoy solo en la mesa y pido el menú de degustación. Es absolutamente delicioso; hasta el vino es bueno. Lloro mientras como, dejando escapar pequeños gemidos.
Más tarde, en la habitación, intento dormir; en vano, una vez más. Triste rutina cerebral; el transcurso de la noche, que parece petrificado; las imágenes que desfilan con creciente parsimonia. Minutos enteros para ajustar la colcha.
Sin embargo, a eso de las cuatro de la mañana, la noche se vuelve distinta. Algo se agita en mi interior y quiere salir. El carácter mismo de este viaje empieza a modificarse: adquiere en mi cabeza un tinte decisivo, casi heroico.
El 21 de junio, a las siete de la mañana, me levanto, desayuno y voy en bicicleta al parque nacional de Mazas. Se ve que la comida del día anterior me ha dado nuevas fuerzas; avanzo con soltura, sin esfuerzo, entre los pinos.
Hace un día maravilloso, suave, primaveral. El bosque de Mazas es muy bonito, y se desprende de él una profunda serenidad. Es un verdadero bosque silvestre. Hay senderos escarpados, claros, un sol que se insinúa por todas partes. Las praderas están cubiertas de junquillos. Se está bien, se puede ser feliz; no hay hombres. Aquí parece que algo es posible. Parece que uno está en un punto de partida.
Y de pronto todo desaparece. Una gran bofetada mental me devuelve a lo más hondo de mí mismo. Me examino, ironizo; pero al mismo tiempo me respeto. ¡Qué capaz me siento hasta el final de impresionantes imágenes mentales! ¡Qué clara es todavía la imagen que me hago del mundo! La riqueza de lo que va a morir en mi es prodigiosa; no tengo que avergonzarme de mí mismo; lo habré intentado.
Me tumbo en una pradera, al sol. Y ahora siento dolor, tendido en esta pradera, tan dulce, en mitad de un paisaje amable, tan sereno. Todo lo que podría haber sido fuente de participación, de placer, de inocente armonía sensorial, se ha convertido en fuente de dolor y sufrimiento. A la vez siento, con una violencia increíble, la posibilidad de alegría. Desde hace años camino junto a un fantasma que se me parece y que vive en un paraíso teórico, en estrecha relación con el mundo. Durante mucho tiempo he creído que tenía que reunirme con él. Ya no.
Me interno un poco más en el bosque. Detrás de esta colina, según el mapa, están las fuentes del Ardèche. Ya no me interesa; aun así, sigo. Y ya ni siquiera sé dónde están las fuentes; ahora todo se parece. El paisaje es cada vez más dulce, más amable, más alegre; me duele la piel. Estoy en el ojo del huracán. Siento la piel como una frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero en mí mismo. No habrá fusión sublime; he fallado el blanco de la vida. Son las dos de la tarde.