Más sorprendente aun es que has tenido una infancia. Mira a un niño de siete años que juega con sus soldaditos en la alfombra del salón. Te pido que lo mires con atención. Desde el divorcio, ya no tiene padre. Ve bastante poco a su madre, que ocupa un puesto importante en una firma de cosméticos. Sin embargo juega los soldaditos, y parece que se toma esas representaciones del mundo y de la guerra con vivo interés. Ya le falta un poco de afecto, no hay duda; ¡pero cuanto parece interesarle el mundo!
A ti también te intereso el mundo. Fue hace mucho tiempo; te pido que lo recuerdes. El campo de la norma ya no te bastaba; no podías seguir viviendo en el campo de la norma; por eso tuviste que entrar en el campo de batalla. Te pido que te remontes a ese preciso momento. Fue hace mucho tiempo, ¿no? Acuérdate: el agua estaba fría.
Ahora estas lejos de la orilla: ¡ah, sí, qué lejos estas de la orilla! Durante mucho tiempo has creído en la existencia de otra orilla; ya no. Sin embargo sigues nadando, y con cada movimiento estas más cerca de ahogarte. Te asfixias, te arden los pulmones. El agua te parece cada vez más fría, y sobre todo cada vez más amarga. Ya no eres tan joven. Ahora vas a morir. No pasa nada. Estoy ahí. No voy a abandonarte. Sigue leyendo.
Vuelve a acordarte, una vez más, de tu entrada en el campo de batalla.
Las páginas que siguen constituyen una novela; es decir, una sucesión de anécdotas de las que yo soy el héroe. Esta elección autobiográfica no lo es en realidad: sea como sea, no tengo otra salida. Si no escribo lo que he visto sufriría igual; y quizás un poco más. Un poco solamente, insisto en esto. La escritura no alivia apenas. Describe, delimita. Introduce una sombra de coherencia, una idea de realismo. Uno sigue chapoteando en una niebla sangrienta, pero hay algunos puntos de referencia. El caos se queda a unos pocos metros. Pobre éxito, en realidad.
¡Que contraste con el poder absoluto, milagroso, de la lectura! Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos; lo sabía ya a los siete años. La textura del mundo es dolorosa, inadecuada; no me parece modificable. De verdad, creo que toda una vida leyendo me habría sentado mejor.
No me ha sido concedida una vida semejante.
Acabo de cumplir treinta años. Tras un comienzo caótico, me las arregle bastante bien con mis estudios; actualmente soy ejecutivo. Analista programador en una empresa de servicios informáticos, mi salario neto supera 2,5 veces el salario medio interprofesional; eso ya implica un bonito poder adquisitivo. Puedo esperar un progreso significativo en el seno mismo de mi empresa; a menos que decida, como otros muchos, irme con un cliente. En resumen, puedo considerarme satisfecho con mi estatus social. En el plano sexual, por el contrario, el éxito no es tan deslumbrante. He tenido varias mujeres, pero durante periodos limitados. Desprovisto tanto de belleza como de encanto personal, sujeto a frecuentes ataques depresivos, no respondo en modo alguno a lo que las mujeres buscan de forma prioritaria. Por eso siempre he sentido, con las mujeres que me abrían sus órganos, una especie de leve reticencia; en el fondo yo apenas representaba para ellas otra cosa que un remedio
para salir del paso
. Lo cual no es, como reconocerá cualquiera, el punto de partida ideal para una relación duradera.
De hecho, desde que me separe de Véronique hace dos años, no he conocido a ninguna mujer; las débiles e inconsistentes tentativas que he hecho en ese sentido solo han conducido a un fracaso previsible. Dos años, parece mucho tiempo. Pero en realidad, sobre todo cuando uno trabaja, pasan muy deprisa. Todo el mundo te lo confirmara: pasan muy deprisa.
A lo mejor resulta, simpático amigo lector, que eres una mujer. No te preocupes, son cosas que pasan. Además, eso no modifica en absoluto lo que tengo que decirte. Voy a ir a por todas.
Mi propósito no es hechizarte con sutiles observaciones psicológicas. No ambiciono arrancarte aplausos con mi sutileza y mi sentido del humor. Hay autores que ponen su talento al servicio de la delicada descripción de distintos estados de ánimo, rasgos de carácter, etc. Que no me cuenten entre ellos. Toda esa acumulación de detalles realistas, que supuestamente esboza personajes netamente diferenciados, siempre me ha parecido, perdón por decirlo, una pura chorrada. Daniel, que es amigo de Herve pero que siente algunas reticencias respecto a Gerard. El fantasma de Paul, que se encarna en Virginia, el viaje a Venecia de mi prima…, así nos podríamos pasar horas. Lo mismo podríamos observar a los cangrejos que se pisotean dentro de un tarro (para eso basta con ir a una marisquería). Por otra parte, frecuento poco a los seres humanos.
Al contrario, para alcanzar el objetivo que me propongo, mucho más filosófico, tengo que podar. Simplificar. Destruir, uno por uno, multitud de detalles. Además, me ayudara el simple juego del movimiento histórico. El mundo se uniformiza ante nuestros ojos; los medios de comunicación progresan; el interior de los apartamentos se enriquece con nuevos equipamientos. Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de las que se compone una vida. Y poco a poco aparece el rostro de la muerte, en todo su esplendor. Se anuncia el tercer milenio.
El lunes siguiente, cuando volví al trabajo, me entere de que mi empresa acababa de venderle un programa al Ministerio de Agricultura, y que me habían elegido para encargarme de la formación. Esto me lo anuncio Henry La Brette (le importa mucho la y, igual que la separación en dos palabras). Con treinta años, como yo, Henry La Brette es mi superior jerárquico directo; en general, nuestras relaciones están impregnadas de una sorda hostilidad. Me indico de entrada, como si contrariarme fuese una satisfacción personal para él, que este contrato implicaría muchos desplazamientos: A Ruan, a La Roche-sur-Yon y no sé dónde más. Los desplazamientos siempre han sido para mí una pesadilla; Henry La Brette lo sabe. Podía haber contestado: «Entonces dimito»; pero no lo hice.
Mucho antes de que la palabra se pusiera de moda, mi empresa desarrolló una autentica
cultura de empresa
(creación de un logo, distribución de camisetas a los empleados, seminarios de motivación en Turquía). Es una empresa de alto rendimiento, con una reputación envidiable en el sector; desde todos los puntos de vista, una
buena casa
. No puedo dimitir por una cabezonada, es fácil de entender.
Son las diez de la mañana. Estoy sentado en un despacho blanco y tranquilo, delante de un tipo algo más joven que yo, que acaba de incorporarse a la empresa. Creo que se llama Bernard. Su mediocridad pone a prueba los nervios. No para de hablar de dinero y de inversiones; las carteras de valores, las obligaciones francesas, los planes de ahorro-vivienda…, no se le escapa nada. Cuenta con una tasa de aumento salarial ligeramente superior a la inflación. Me cansa un poco; no consigo contestarle en serio. Se le mueve el bigote.
Cuando sale del despacho, vuelve el silencio. Trabajamos en un barrio completamente devastado, que recuerda vagamente la superficie lunar. Está por el distrito trece. Si uno llega en autobús, podría creer que la Tercera Guerra Mundial acaba de terminar. Pero no, es solo un plan de urbanismo.
Nuestras ventanas dan a un terreno indistinto que llega prácticamente hasta el horizonte, cenagoso, erizado de empalizadas. Algunos esqueletos de edificios. Grúas inmóviles. La atmósfera es tranquila y fría.
Vuelve Bernard. Para alegrar el ambiente, le cuento que en mi edificio huele mal. Me he dado cuenta de que, en general, a la gente le gustan esas historias de malos olores; y es verdad que esta mañana, al bajar la escalera, he notado un olor pestilente. ¿Qué hace la mujer de la limpieza, normalmente tan activa?
Él dice: «Será una rata muerta en algún sitio.» La perspectiva, no se sabe porque, parece divertirle. Se le mueve ligeramente el bigote.
Pobre Bernard, en cierto sentido. ¿Qué puede hacer con su vida? ¿Comprar discos láser en la FNAC? Un tipo como el debería tener hijos; si tuviera hijos, uno podría esperar que acabara saliendo algo de ese hormigueo de pequeños Bernards. Pero no, ni siquiera está casado. Fruto seco.
En el fondo no es como para compadecer tanto a este buen Bernard, a este querido Bernard. Incluso creo que es feliz; en la medida que le corresponde, claro; en su medida de Bernard.
Más tarde, me cite en el Ministerio de Agricultura con una mujer llamada Catherine Lechardoy. El programa se llamaba «Sicomoro». El verdadero Sicomoro es un árbol apreciado en ebanistería, que además da una savia azucarada, y que crece en algunas regiones de la zona fría moderada; está especialmente extendido en Canadá. El programa Sicomoro está escrito en Pascal, con algunas rutinas en C++. Pascal es un escritor francés del siglo XVII, autor de los famosos
Pensamientos
. Es también un lenguaje de programación con una potente estructura, especialmente adaptada a los tratamientos estadísticos, que yo había aprendido a manejar en el pasado. El programa Sicomoro tenía que servir para pagar las ayudas del gobierno a los agricultores, ámbito a cargo de Catherine Lechardoy; a nivel informático, se entiende. Hasta ahora Catherine Lechardoy y yo no nos habíamos encontrado. En resumen, se trataba de una «primera toma de contacto».
En nuestro oficio de ingeniería informática, el aspecto más fascinante es, sin duda, el contacto con los clientes; por lo menos eso es lo que les gusta subrayar a los responsables de la empresa, con un vasito de licor de higo en la mano (escuche varias veces sus conversaciones de piscina durante el ultima seminario en la villa club de Kusadasi).
Por mi parte, siempre me enfrento con cierta aprensión al primer contacto con un nuevo cliente; hay que acostumbrarse a frecuentar diferentes seres humanos, organizados en una estructura dada; penosa perspectiva. Claro, la experiencia me ha enseñado rápidamente que estoy destinado a conocer personas, si no exactamente idénticas, al menos muy parecidas en su modo de vestir, opiniones, gustos y manera general de abordar la vida. Teóricamente, por lo tanto, no hay nada que temer, sobre todo porque el carácter profesional del encuentro garantiza, en principio, su inocuidad. A pesar de eso, también he tenido ocasión de darme cuenta de que los seres humanos se empeñan a menudo en distinguirse mediante sutiles y desagradables variaciones, defectos, rasgos de carácter y todo eso; sin duda con el objetivo de obligar a sus interlocutores a tratarlos como individuos de pleno derecho. Así que a uno le gusta el tenis, al otro le encanta la equitación, resulta que un tercero practica el golf. Algunos altos ejecutivos se vuelven locos por los filetes de arenque; otros los odian. Tantas posibles trayectorias como destinos. Si bien el marco general de un «primer contacto con el cliente» está perfectamente delimitado, sigue habiendo siempre, ay, un margen de incertidumbre.
Cuando me presente en el despacho 6017, Catherine Lechardoy no estaba. Me informaron de que la había retrasado «una puesta a punto en la sede central». Me invitaron a sentarme para esperarla, cosa que hice. La conversación giraba en torno a un atentado que había ocurrido la víspera en los Champes-Élysées. Habían puesto una bomba debajo de una silla en un café. Dos personas habían muerto. Una tercera tenía las piernas seccionadas y medio rostro destrozado; se quedaría mutilada y ciega. Me entere de que no era el primer atentado; unos días antes había explotado una bomba en una oficina de correos cerca del ayuntamiento, despedazando a una mujer de unos cincuenta años. Me entere también de que esas bombas las habían puesto terroristas árabes que reclamaban la liberación de otros terroristas árabes, detenidos en Francia por diversos asesinatos.
A eso de las cinco tuve que ir a la comisaría, para denunciar el robo de mi coche. Catherine Lechardoy no había vuelto, y yo casi no había tomado parte en la conversación. La toma de contacto tendrá lugar otro día, supongo.
El inspector que escribió la denuncia era más o menos de mi edad. Era, obviamente, de Provenza, y llevaba una alianza. Me pregunte si su mujer, sus posibles hijos y el mismo eran felices en París. ¿La mujer empleado en Correos, los hijos en la guardería? Imposible saberlo.
Como era de esperar él estaba un poco amargado y desengañado: «Los robos… hay uno detrás de otro todo el día… ninguna posibilidad… de todos modos los abandonan enseguida…» Yo asentía con simpatía a medida que el pronunciaba estas palabras sencillas y verdaderas, sacadas de su experiencia cotidiana; pero no podía hacer nada para aliviar su carga.
Al final, sin embargo, me pareció que su amargura se teñía de una tonalidad ligeramente positiva: «¡Bueno, hasta la vista! ¡Puede que encontremos su coche! ¡A veces pasa!…» Creo que quería decir algo más; pero no había nada más que decir.
Al día siguiente, por la mañana, me entero de que he cometido un error. Tendría que haber insistido en ver a Catherine Lechardoy; marcharme sin dar explicaciones fue mal visto en el Ministerio de Agricultura.
También me entero —y es una sorpresa— de que mi trabajo en el contrato anterior no ha sido enteramente satisfactorio. Me lo habían ocultado hasta ahora, pero yo no había gustado. Ese contrato con el Ministerio de Agricultura es, en cierto modo, una segunda oportunidad que me ofrecen. Mi jefe de sección adopta un aire tenso, muy de folletín norteamericano, para decirme: «Ya sabe que estamos al servicio del cliente. En nuestra profesión es raro que nos den una segunda oportunidad…»
Lamento disgustar a este hombre. Es muy bien parecido. Un rostro sensual y viril a la vez, pelo gris cortado a cepillo. Camisa blanca de un tejido impecable, muy fino, que deja transparentar unos poderosos y bronceados pectorales. Corbata club. Movimientos naturales y firmes, indicadores de una perfecta condición física.
La única excusa que se me ocurre —y me parece muy poco convincente— es que acaban de robarme el coche. Me valgo de un principio de alteración psicológica contra el que me comprometo de inmediato a luchar. Entonces, algo cambia en mi jefe de sección; evidentemente, el robo de mi coche le indigna. No lo sabía; no podía adivinarlo; ahora lo entiende mejor. Y cuando me despide, de pie junto a la puerta de su despacho, con los pies bien plantados en la gruesa moqueta gris perla, me desea con emoción que «aguante».