Esta marcha hizo mucho ruido, tanto más cuanto que Karenin rehusó oficialmente aceptar la cantidad consignada para los gastos de viaje, según la cual se le concedían doce caballos de posta.
—Considero que ha sido por su parte un gesto noble —decía Betsi a la princesa Miagkaia—. ¿Para qué van a pagar los caballos de posta, si todo el mundo sabe que por todas partes hay ferrocarriles?
La princesa Miagkaia no estaba de acuerdo con aquella opinión que incluso la irritó.
—A usted le es fácil hablar así —dijo—, teniendo los millones que tiene. Sin embargo, a mí me gusta cuando mi marido marcha en verano a efectuar la inspección. El viaje es sano y con el dinero que le consignan mantengo coche y cochero.
Durante el viaje Alexiéi Alexándrovich se detuvo se detuvo tres días en Moscú.
Al día siguiente de su llegada, cuando iba de su visita al general gobernador, oyó que lo llamaban con la voz alta y alegre en el callejón Gazietnyi, en el punto mismo donde se cruzan mil coches particulares y de alquiler, y volviendo la cabeza, vio a Stepán Arkádich. Lucía un abrigo corto a la última moda, con el sombrero de medio lado, y rebosaba lozanía y salud. Gritaba con tal persistencia, que Karenin se detuvo. En el coche, en cuya portezuela se apoyaba Stepán Arkádich, iba una dama, con sombrero de terciopelo, y dos niños; ella movía la mano sonriendo amistosamente: era Dolli con sus hijos.
Alexiéi Alexándrovich no esperaba ver conocidos en Moscú, y mucho menos al hermano de su esposa, por lo cual quiso continuar su camino, después de haber saludado; pero Oblonski hizo señas al cochero para que se detuviera, y corrió por la nieve hasta llegar al carruaje de Karenin.
—¿Desde cuándo estás aquí? —le preguntó—. Has hecho muy mal en no avisarme. Ayer vi en el Dussaux el nombre de Karenin en la lista de los viajeros que se esperaban, y no se me ocurrió que fueras tú. ¿Por qué no nos has avisado?
—Me ha faltado tiempo, porque tengo mucho que hacer —contestó Alexiéi Alexándrovich secamente.
—Ven a ver a mi esposa, que lo desea mucho.
Karenin retiró la manta que cubría sus piernas, siempre frías, y bajando del coche se abrió camino en la nieve hasta llegar al de Dolli.
—¿Qué ocurre, Alexiéi Alexándrovich, para que huya usted así de nosotros? —preguntó Dolli, sonriendo.
—Celebro mucho verla —contestó Karenin con un tono que probaba todo lo contrario—. ¿Y cómo vamos de salud?
—¿Qué hace mi querida Anna?
Alexiéi Alexándrovich murmuró algunas palabras y quiso retirarse, pero Stepán Arkádich se lo impidió.
—¿Sabes lo que debemos hacer, Dolli? —dijo a su esposa—. Convidarlo a comer mañana con Koznyshov y Pestsov, flor y nata de la inteligencia moscovita.
—Le suplico a usted que venga —dijo Dolli—; lo esperamos a la hora que guste, a las cinco, a las seis o cuando le parezca. Hace tanto tiempo que no he visto a mi querida Anna…
—Sigue bien —murmuró Alexiéi Alexándrovich, frunciendo el entrecejo—. Vamos, celebro haberlos visto.
Y volvió a su coche.
—¿Vendrá usted? —gritó Dolli.
Karenin contestó algunas palabras que no llegaron al oído de la dama.
—¡Iré a tu casa mañana! —gritó Stepán Arkádich. Karenin se hundió en su coche como si hubiera querido desaparecer.
—¡Qué hombre tan original! —dijo Stepán Arkádich a su mujer, y mirando su reloj, hizo una cariñosa señal de despedida a Dolli y a sus hijos, y se alejó con paso firme.
—¡Stiva, Stiva! —gritó Dolli, ruborizándose.
Oblonski volvió la cabeza.
—¿Y el dinero para los abrigos de los niños?
—Contesta que ya pasaré.
Y desapareció, saludando alegremente al paso a varias personas conocidas.
A
L
día siguiente, que era domingo, Stepán Arkádich entró en el Gran Teatro para presenciar el ensayo de un ballet, y aprovechándose de la semioscuridad de los bastidores, ofreció a una linda joven que ingresó en el cuerpo de baile gracias a su protección un collar de corales que le había prometido la víspera; y hasta tuvo tiempo de besar las sonrojadas mejillas de la bailarina, conviniendo en la hora en que iría a buscarla, cuando terminase la función, para llevarla a cenar. Desde el teatro, Stepán Arkádich fue al mercado de la calle Ojotnyi Riad para elegir por sí mismo un poco de pescado y espárragos para la comida, y a mediodía se hallaba en el Dussaux, donde tres viajeros amigos suyos habían tenido la feliz idea de alojarse: eran Lievin, que había regresado de su viaje; un nuevo jefe, que iba en comisión, y, por último, su cuñado Karenin.
A Stepán Arkádich le gustaba comer bien; pero prefería ofrecer en su casa, a varios convidados elegidos, una comida bien ordenada. La lista de manjares que convino para aquel día le hacía sonreír: pescado fresco, espárragos y,
la pièce de résistence
, un magnifico rosbif. En cuanto a los convidados, confiaba reunir a Kiti y Lievin, y, a fin de disimular este encuentro, a una prima y al joven Scherbatski; pero
la pièce de résistence
entre los convidados debían ser: Serguiéi Koznyshov, el filósofo moscovita, y Karenin, el peterburgués de acción. Para formar el punto de enlace entre ellos, quiso invitar también a Pestsov, galante joven de cincuenta años, músico entusiasta, hablador y liberal, hombre que bastaba para poner en movimiento a todo el mundo además de ser un aderezo o una guarnición perfecta para Kóznishev y Karenin.
En aquel momento la vida sonreía a Stepán Arkádich; el dinero obtenido por la venta de la madera no se había gastado aún del todo; y Dolli estaba hacía tiempo de muy buen humor; todo hubiera ido muy bien si no le hubiesen impresionado desagradablemente dos cosas, aunque no bastaron para privarle de su buen humor; estas dos cosas eran: en primer lugar, la fría acogida de su cuñado, pues relacionando la conducta de Alexiéi Alexándrovich con ciertos rumores llegados hasta él sobre las relaciones de su hermana con Vronski, adivinaba un incidente grave entre el marido y la mujer; el segundo punto negro era la llegada de un nuevo jefe, que tenía reputación de severo. Infatigable en el trabajo, se le acusaba además de ser demasiado brusco y del todo opuesto a las tendencias liberales de su predecesor, de las cuales participaba Stepán Arkádich. La primera presentación se había efectuado la víspera, de riguroso uniforme, y Oblonski fue recibido tan cordialmente, que juzgó su deber hacer una visita particular. Ignoraba cómo se le recibiría esta vez; mas confiaba en arreglarlo todo perfectamente. «¡Bah! —pensó—, todos somos pecadores, y no hay motivo para que provoque cuestión alguna conmigo.»
—¿Qué hay, Vasili? —se dirigió Oblonski a un lacayo conocido—. Lievin está en el siete, ¿no? Acompáñame, por favor, y entérate si el conde Ánichkin —su nuevo jefe— puede recibirme.
—Sí, señor —respondió Vasili con una sonrisa—. Hacía tiempo que no venía usted por aquí.
—Ayer estuve, pero entré por otra puerta. ¿Este es el siete?
Lievin estaba en pie en medio de su habitación, tomando la medida de una piel de oso que le habla traído un campesino.
—¡Ah! ¡Ya ha matado usted uno! —exclamó Oblonski al entrar—. ¡Magnífica pieza! ¡Buenos días, amiguito!
Y sentándose, sin quitarse el sombrero, ofreció su mano al campesino.
—Quítate el paletó y toma asiento —dijo Lievin.
—No tengo tiempo, vengo solo por un instante —contestó Oblonski.
Pero se desabrochó el paletó, se despojó de él y, tomando asiento, permaneció una hora conversando con Lievin sobre su cacería y otros asuntos.
—Dime lo que has hecho en el extranjero y dónde has estado, continuó Stepán Arkádich cuando el campesino se hubo marchado.
—He estado en Alemania, en Francia y en Inglaterra, pero solo en los centros manufactureros y no en las capitales. He visto muchas cosas interesantes.
—Sí, sí; ya conozco tus ideas sobre el mecanismo obrero.
—¡Oh!, no; no hay cuestión obrera para nosotros. La única importante para Rusia es la de las relaciones del trabajador con la tierra. Allí existe también, pero allí se trata de arreglar lo estropeado, mientras que aquí…
Stepán Arkádich escuchaba atentamente a Lievin.
—Sí, sí, es posible que tengas razón; pero lo esencial es que estés en mejores disposiciones; mientras caces el oso y trabajes y te entusiasmes, todo irá bien. Scherbatski me dijo que te había encontrado sombrío y melancólico, y hablando solo de la muerte.
—Es verdad, no dejo de pensar en ella —replicó Lievin—; todo es vanidad, y no hay más remedio que morir. Te diré la verdad: me gusta el trabajo y mis ideas tienen mucha importancia para mí. Pero en realidad, píensalo bien: todo nuestro mundo es una especie de moho, que creció en la superficie de un planeta minúsculo. Nuestras ideas y obras, y cuando creemos que es grandioso, solo equivale a un puñado de polvo…
—¡Todo eso es tan antiguo como el mundo, hermano!
—Sí que es antiguo, pero cuando esta idea se hace clara para nosotros, ¡qué mísera es la vida! Sabiendo que la muerte vendrá, y que no ha de quedar nada de nosotros, las cosas más importantes parecen mezquinas como el hecho de doblar la piel de oso que tengo en la mano; y para no pensar en la muerte se caza y se trabaja, buscando distracción.
Stepán Arkádich sonrió, fijando en Lievin una mirada cariñosa.
—Ya ves —repuso— que hacías mal en censurarme porque buscaba los goces en la vida. No has de ser tan severo y moralista.
—Lo que hay de bueno en la vida… —contestó Lievin; y como no hallase las palabras para expresar su pensamiento, añadió—: En resumen, no sé más que una cosa, y es que moriremos muy pronto.
—¿Por qué muy pronto?
—La vida —replicó Lievin, sin contestar directamente a la pregunta— ofrece menos encanto cuando se piensa así en la muerte, pero es más tranquila.
—Es preciso disfrutar del tiempo que nos quede —dijo Stepán Arkádich, levantándose por décima vez—. En fin, ahora me voy.
—Quédate un poco más —repuso Lievin, reteniendo a su amigo—. ¿Cuándo volveremos a vernos? Yo marcho mañana.
—¡Y yo que me olvidaba del principal objeto de mi visita! Tengo empeño en que vengas a comer con nosotros hoy; tu hermano será de los nuestros, y también mi cuñado Karenin.
—¿Está aquí? —preguntó Lievin, ansioso por saber algo de Kiti. «Tanto peor —pensó—; haya vuelto o no de San Petersburgo, donde sé que ha estado a principios del invierno, esté o no esté, da igual.»
—¿Vendrás? —preguntó Stepán Arkádich.
—Ciertamente.
—A las cinco, y con frac.
Stepán Arkádich se levantó y fue a visitar a su nuevo jefe. Su instinto no le había engañado; aquel hombre terrible resultó ser un buen muchacho, con el que almorzó y conversó largo tiempo, tanto que eran ya las cuatro cuando fue a visitar a su cuñado Alexiéi Alexándrovich.
E
L
señor Karenin pasó toda la mañana en su habitación, después de haber oído misa. Dos asuntos le quedaban por despachar aquel día: primeramente debía recibir a una comisión de las minorías étnicas, y después se proponía escribir una carta a su abogado en cumplimiento de lo ofrecido.
La comisión, aunque fue creada por la iniciativa propia de Alexiéi Alexándrovich, representaba muchas inconveniencias y hasta cierto peligro. Por eso Karenin se alegró de poder recibirla en Moscú. Los miembros de esta no tenían ni la menor idea de su papel y sus obligaciones. Pensaban ingenuamente que su misión consistía tan solo en expresar sus necesidades y la verdadera situación, pidiendo ayuda al gobierno; no podían comprender que algunas declaraciones y demandas suyas favorecían al lado contrario, y por tanto estropeaban el asunto. Karenin discutió largamente con los comisionados, oyendo sus reclamaciones y enterándose de sus necesidades; les trazó un programa del que no debían separarse en sus diligencias cerca del gobierno, y, por último, los dirigió a la condesa Lidia, quien debía guiarlos en San Petersburgo; la condesa tenía la especialidad de recibir a los comisionados y se entendía con ellos mejor que nadie. Cuando hubo despedido a la comisión, Alexiéi Alexándrovich escribió a su abogado, dándole plenos poderes; le envió también tres cartas de Vronski dirigidas a Anna, halladas en la cartera.
Desde el momento en que Alexiéi Alexándrovich salió de casa con el firme propósito de no volver, desde el momento en que visitó al abogado y le comunicó sus intenciones, principalmente desde el momento en que convirtió aquel problema vital en un asunto burocrático, se acostumbraba más y más a su propósito y veía con claridad la posibilidad de realizarlo.
En el momento de sellar su misiva, oyó la voz sonora de Stepán Arkádich, que preguntaba al criado si Alexiéi Alexándrovich recibía, e insistía para que se le anunciara.
«Tanto peor —pensó Karenin—, o más bien, tanto mejor; le diré lo que hay, y comprenderá que no puedo comer con él.»
—Déjalo entrar —gritó, reuniendo sus papeles y encerrándolos en un cajón.
—Ya ves que mientes —dijo Stepán Arkádich al criado.
Y sin detenerse, se dirigió a la habitación de Karenin, despojándose al mismo tiempo de su paletó.
—Me es imposible ir —contestó Alexiéi Alexándrovich secamente, recibiendo a su cuñado en pie, sin invitarlo a sentarse y resuelto a mantener con él unas relaciones frías, adecuadas a la situación creada por la tramitación del divorcio. Pero se olvidaba de la irresistible bondad de corazón de Stepán Arkádich, quien lo miró con expresión de sorpresa.
—¿Por qué no puedes venir? ¿No quieres decirlo? —preguntó en francés, con cierta vacilación—. Te advierto que es cosa prometida, y que contamos contigo.
—Es imposible, porque nuestras relaciones de familia se van a romper.
—¡Cómo! ¿Por qué? —replicó Oblonski, con una sonrisa.
—Porque trato de divorciarme de mi esposa, de tu hermana.
Antes de que Alexiéi Alexándrovich terminara la frase, Stepán Arkádich, contrariamente a lo que su cuñado esperaba, se dejó caer en un sillón; exhalando un profundo suspiro.
—Eso no es posible, Alexiéi Alexándrovich —exclamó con acento dolorido.
—Pero es verdad.
—Dispénsame; no lo creo.
Karenin se sentó, comprendiendo que sus palabras no habían producido el efecto deseado, y que una explicación, por categórica que fuese, no cambiaría en nada sus relaciones con Oblonski.
—Es una cruel necesidad —dijo—, pero estoy obligado a pedir el divorcio.