Cuando hubo concluido el vulgar desayuno, apareció Diana, con su abrigo rojo, cruzando el blanco puente. Ana voló a su encuentro.
—Feliz Navidad, Diana. Es una Navidad maravillosa. Tengo algo maravilloso para enseñarte. Matthew me ha regalado el vestido más hermoso, con
unas
mangas. No puedo ni imaginarme algo más lindo.
—Tengo algo más para ti —dijo Diana, sin aliento—. Aquí, en esta caja. Tía Josephine nos envió una caja inmensa con un montón de cosas dentro, y esto es para ti. Lo hubiera traído anoche, pero llegó tarde y no me gusta mucho pasar por el Bosque Embrujado después del anochecer.
Ana abrió la caja y miró su contenido. Primero halló una tarjeta que decía: «Para Ana, feliz Navidad», y luego, un par de delicados escarpines de cabritilla, con las puntas adornadas con abalorios, lazos de raso y hebillas resplandecientes.
—Oh —dijo Ana—. Diana, esto es demasiado. Debe de ser un sueño.
—Yo diría que es providencial —exclamó Diana—. Ahora no tienes que pedirle prestados los escarpines a Ruby, y eso es una bendición, porque son dos números más grandes de los que tú usas y sería horrible ver a un hada arrastrando los pies. Josie Pye estaría encantada. ¿Sabes que Rob Wright acompañó a Gertie Pye a su casa anteanoche después del ensayo? ¿Has oído alguna vez algo igual?
Todos los escolares de Avonlea se encontraban aquel día presos de excitación, pues el salón debía ser decorado para el ensayo general.
El festival tuvo lugar por la tarde y resultó un rotundo éxito. El pequeño salón estaba a rebosar; todos los actores estuvieron muy bien, pero Ana fue la estrella más brillante de la noche, lo que ni la envidia de Josie Pye se atrevió a negar.
—Oh, ¿no ha sido una velada magnífica? —suspiró Ana cuando todo hubo terminado y Diana y ella volvían juntas a casa bajo un cielo oscuro y estrellado.
—Todo salió muy bien —dijo Diana prácticamente—. Creo que debemos haber hecho mucho más de diez dólares. Imagínate, el señor Alian va a enviar un artículo sobre el festival a los periódicos de Charlottetown.
—Oh, Diana, ¿realmente veremos nuestros nombres en letra de imprenta? Me hace estremecer el solo pensar en ello. Tu «solo» fue de lo más elegante, Diana. Me sentí más orgullosa que tú cuando pidieron que lo repitieras. Me decía a mí misma: «La que así es honrada, es mi querida amiga del alma».
—Bueno, pues lo que tú recitaste provocó grandes aplausos, Ana. El triste resultó simplemente espléndido.
—Oh, estaba tan nerviosa, Diana. Cuando el señor Alian pronunció mi nombre, realmente no podría decir cómo hice para subir al escenario. Sentí como si un millón de ojos me estuvieran mirando, como si me atravesaran, y por un horrible instante tuve la seguridad de que no podría empezar a hablar. Entonces recordé mis hermosas mangas abullonadas y eso me dio valor. Supe que debía actuar de acuerdo a esas mangas, Diana. De manera que comencé, y mi voz parecía llegarme desde muy lejos. Me sentía como una cotorra. Es providencial que ensayara tanto esas poesías en la buhardilla, de lo contrario nunca hubiera podido terminarlas. ¿Gemí bien, Diana?
—Sí, sin duda, gemiste maravillosamente —aseguró Diana.
—Vi a la señora Sloane secarse las lágrimas cuando me senté. Es espléndido pensar que he conmovido el corazón de alguien. Es tan romántico tomar parte en un festival, ¿no te parece? Oh, indudablemente, es una ocasión memorable.
—¿No fue bonito el diálogo de los chicos? Gilbert Blythe estuvo simplemente espléndido. Ana, creo que la forma en que tratas a Gil es atroz. Espera a que te cuente. Cuando tú salías de la plataforma después del diálogo de las hadas, se te cayó una rosa del cabello, y vi a Gil recogerla y guardársela en el bolsillo sobre el pecho. Ahí tienes. Tú eres tan romántica que estoy segura que esto ha de gustarte.
—Lo que haga esa persona no significa nada para mí —dijo Ana—. Simplemente, ni me molesto en pensar en él, Diana.
Esa noche, Marilla y Matthew, que habían ido a un festival por primera vez en veinte años, se sentaron un rato junto al fuego después que Ana se hubo ido a acostar.
—Bueno, creo que nuestra Ana es la que ha estado mejor de todos —dijo Matthew orgullosamente.
—Sí, así es —admitió Marilla—. Es una niña brillante, Matthew. Y estaba realmente guapa. Me he estado oponiendo a este asunto del festival, pero supongo que, después de todo, no hay nada de malo en ellos. De cualquier modo, esta noche me siento orgullosa de Ana, aunque no he de decírselo.
—Bueno, yo estoy orgulloso de ella y se lo dije antes de que subiera —dijo Matthew—. Un día de éstos tenemos que ver qué podemos hacer con Ana, Marilla. Creo que pronto necesitará algo más que la escuela de Avonlea.
—Hay tiempo suficiente para eso —dijo Marilla—. Cumplirá trece años en marzo. Aunque esta noche me sorprendió lo mucho que ha crecido. La señora Lynde le hizo el vestido demasiado largo y eso la hace parecer muy alta. Ana aprende rápido y veo que lo mejor que podemos hacer por ella es enviarla a la Academia de la Reina después de una temporada. Pero no se puede decir nada hasta dentro de un año o dos.
—Bueno, de cualquier modo no vendrá mal ir pensándolo de vez en cuando —dijo Matthew—. Las cosas como ésta es mejor pensarlas despacio y bien.
La juventud de Avonlea halló difícil retornar a la monótona existencia cotidiana. Para Ana en particular, las cosas parecían terriblemente chatas, anticuadas y sin valor tras la excitación de que disfrutara durante tantas semanas. ¿Podría regresar a los tranquilos placeres de los lejanos días anteriores al festival? Al principio, tal como le dijera a Diana, le pareció que no.
—Estoy completamente segura, Diana, de que la vida no puede ser otra vez exactamente igual a la de aquellos viejos tiempos —dijo tristemente, cual refiriéndose a un período de por lo menos cincuenta años atrás—. Quizá después de un tiempo me acostumbre, pero temo que los festivales inhiben a la gente para la vida diaria. Supongo que por eso Marilla no los aprueba. Es una mujer sensata. Debe ser mucho mejor serlo, pero no creo que me gustara porque es algo muy poco romántico. La señora Lynde dice que no hay peligro de que llegue a serlo, pero que uno nunca puede afirmarlo. Siento que quizá crezca y lo sea. Pero se debe a que estoy cansada. Anoche no pude dormir. Imaginaba el festival una y otra vez. Es lo bueno de esas cosas. ¡Es tan bonito recordarlas!
Sin embargo, la escuela de Avonlea volvió a su viejo curso. No obstante, el festival había dejado su rastro. Ruby Gillis y Emma White, que riñeran por la precedencia en los asientos de la plataforma, ya no se sentaron en el mismo pupitre y la amistad de tres años se quebró. Josie Pye y Julia Bell no se hablaron durante tres meses, porque Josie le había dicho a Bessie Wright que la reverencia de Julia Bell, antes de recitar, le hizo pensar en un pollo sacudiendo la cabeza y Bessie se lo contó a Julia. Ninguno de los Sloane tenía trato con los Bell, porque éstos habían declarado que aquéllos tenían demasiada participación en el pro grama y los Sloane respondieron que los Bell ni siquiera eran capaces de hacer bien lo poco que les tocó. Finalmente, Charlie Sloane se peleó con Moody Spurgeon MacPherson, porque éste dijo que Ana Shirley recitaba mal, y Moody recibió una buena paliza. Consecuentemente, la hermana de Moody, Ellie May, no le habló a Ana durante el resto del invierno. Con excepción de estas pequeñas fricciones, el trabajo continuó con regularidad en el pequeño reino de la señorita Stacy.
Pasaron las semanas invernales. Era un invierno tan benigno, con tan poca nieve, que Ana y Diana pudieron ir al colegio casi todos los días por el Camino de los Abedules. El día del cumpleaños de Ana venían saltando alegremente, con los ojos y oídos alerta en medio de su charla, pues la señorita Stacy les había dicho que pronto debían escribir una redacción sobre «El lenguaje invernal de los bosques», y ello las impulsaba a ser observadoras.
—Imagínate, Diana, hoy tengo trece años —comentó Ana con voz aterrada—. Me cuesta comprender que estoy en la adolescencia. Cuando desperté esta mañana, me pareció que todo debía ser distinto. Tú ya hace un mes que los tienes, de manera que no es tanta novedad para ti como para mí. Hace que la vida parezca más interesante. Dentro de dos años seré una verdadera señorita. Es un gran consuelo pensar que entonces podré emplear palabras difíciles sin que se rían de mí.
—Ruby Gillis dice que piensa tener un romance en cuanto llegue a los quince.
—Ruby Gillis no piensa más que en romances —respondió Ana, desdeñosa—. En el fondo, se pone muy contenta cuando alguien escribe su nombre en un «atención», aunque finja enfadarse. Pero temo que éste sea un comentario muy poco caritativo. La señora Alian dice que nunca debemos hacer comentarios poco caritativos, pero a menudo se escapan sin que uno se dé cuenta. Yo simplemente no puedo hablar sobre Josie Pye sin tener un pensamiento poco caritativo, de manera que nunca la menciono. Debes haberlo notado. Estoy tratando de parecerme cuanto pueda a la señora Alian, pues creo que es perfecta. El señor Alian lo piensa también. La señora Lynde dice que él adora el suelo que ella pisa y agrega que le parece que no está bien que un ministro deposite tanto afecto en un ser mortal. Pero es que, Diana, los ministros también son seres humanos y tienen sus pecados que les persiguen como a cualquier otro. El domingo pasado por la tarde mantuve una conversación muy interesante con la señora Alian sobre los pecados obsesionantes. Hay sólo unas pocas cosas de las que se puede hablar los domingos por la tarde, y ésa es una de ellas. Mi pecado obsesionante es imaginar demasiado y olvidar mis deberes. Estoy tratando de vencerlo con toda mi voluntad y ahora que tengo trece años quizá me vaya mejor.
—Dentro de cuatro años podremos soltarnos el pelo —dijo Diana—. Alice Bell no tiene más que dieciséis y ya se peina así, pero creo que es ridículo. Yo esperaré hasta los diecisiete.
—Si yo tuviera la nariz ganchuda de Alice Bell —dijo Ana, decidida—, no me atrevería… ¡Otra vez! No podré decirlo porque no es muy caritativo. Además, la comparaba con mi propia nariz y eso es vanidad. Me parece que pienso demasiado en mi nariz desde que escuché hace ya mucho tiempo un piropo sobre ella. En realidad, es un gran consuelo para mí. Diana, allí hay un conejo. Es algo que debemos recordar para la redacción. Creo que los bosques son tan hermosos en invierno como en verano. Están tan blancos y quedos como si estuvieran durmiendo, soñando hermosos sueños.
—No le temo a la redacción cuando llegue el momento —suspiró Diana—; me las puedo arreglar para escribir sobre los bosques, pero la que tenemos que hacer para el lunes es terrible. ¡Qué idea la de la señorita Stacy de hacernos escribir una historia de nuestra propia imaginación!
—¡Pero si es lo más fácil! —dijo Ana.
—Lo es para ti, porque tienes imaginación —respondió Diana—, pero ¿qué harías si hubieras nacido sin ella? Supongo que ya tendrás lista la redacción.
Ana asintió, tratando de no parecer virtuosamente complaciente, pero fracasando en su intento.
—La escribí el lunes pasado por la noche. Se llama «La rival celosa, o juntos en la muerte». La leí a Marilla y dijo que era pura tontería. Entonces se la leí a Matthew y dijo que era muy bonita. Ésa es la clase de crítica que me gusta. Es una historia triste y dulce. Lloraba como una criatura mientras la escribía. Habla de dos hermosas doncellas, llamadas Cordelia Montmorency y Geraldine Seymour, que vivían en el mismo pueblo y se profesaban devota amistad. Cordelia era una hermosa morena con una guirnalda de cabellos negros y oscuros ojos relampagueantes. Geraldine, una magnífica rubia con el cabello como oro batido y ojos púrpura aterciopelados.
—Nunca vi a nadie con ojos púrpura —dijo Diana, dubitativa.
—Yo tampoco, pero los imagino. Quería algo fuera de lo común. Geraldine también poseía una frente de alabastro. He descubierto qué es una frente de alabastro. Es una de las ventajas de tener trece años. Se sabe mucho más que a los once.
—Bueno, ¿qué fue de Cordelia y Geraldine? —preguntó Diana, que empezaba a interesarse en su suerte.
—Crecieron juntas y bellas hasta llegar a los dieciséis años. Entonces Bertram De Veré llegó al pueblo y se enamoró de la rubia Geraldine. Salvó su vida cuando se desbocó el caballo del carruaje que la llevaba y ella se desmayó en sus brazos mientras la conducía a casa, porque, sabrás, el carruaje se hizo pedazos. Me costó trabajo encontrar cómo se había declarado él, pues no tengo experiencia al respecto. Le pregunté a Ruby Gillis si sabía algo sobre cómo se declaraban los hombres, porque pensé que probablemente fuera una autoridad al respecto teniendo tantas hermanas casadas. Ruby me dijo que estaba escondida en el vestíbulo cuando Malcolm Andrews se declaró a su hermana Susan. Contó que Malcolm le dijo a Susan que su padre había puesto una granja a su nombre y entonces dijo: «¿Qué te parece, bomboncito, si nos encadenamos este otoño?», y Susan contestó: «Sí… no… no sé… déjame pensar…», y así están ahora, comprometidos. Pero no me pareció que esa clase de declaraciones fueran muy románticas, de manera que hube de imaginarla lo mejor que pude. La hice muy florida y poética, y Bertram cayó de rodillas, aunque Ruby Gillis dice que eso no se hace en esta época. Geraldine lo acepta con un párrafo de una página. Te aseguro que me costó muchísimo ese párrafo. Lo reescribí cinco veces y lo considero como mi obra maestra. Bertram le dio una sortija de diamantes y un collar de rubíes y le dijo que irían a Europa en viaje de bodas, pues era inmensamente rico. Pero, ¡ay!, las sombras empezaron a caer en su camino. Cordelia amaba secretamente a Bertram y cuando Geraldine le contó lo del compromiso se puso furiosa, especialmente al ver la gargantilla y la sortija. Todo su afecto por Geraldine se trocó en amargo odio y juró que nunca la dejaría casarse con Bertram. Pero fingió ser tan amiga de Geraldine como siempre. Una tarde estaban sobre un puente que cruzaba una comente turbulenta, y Cordelia, pensando que se hallaban solas, empujó a Geraldine por encima de la barandilla con una burlona carcajada. Pero Bertram lo vio todo y se lanzó de inmediato a la corriente, exclamando: «¡Te salvaré, mi sin par Geraldine!». Pero, ¡ay!, había olvidado que no sabía nadar, y ambos se ahogaron abrazados. Sus cuerpos fueron arrojados a la costa al poco tiempo. Los enterraron en la misma tumba y el funeral fue imponente, Diana. Es mucho más romántico terminar un cuento con un funeral que con una boda. En lo que se refiere a Cordelia, se volvió loca del remordimiento y la encerraron en un manicomio. Me pareció que era una retribución poética por su crimen.