Anaconda y otros cuentos (15 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Anaconda y otros cuentos
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El momento tiene para mí seria importancia. He vivido treinta y un años pasando por encima de dos noviazgos que a nada me condujeron. Y ahora tengo vivísimo interés en destilar la felicidad —a doble condensador esta vez— y con el fuego debido.

Como plan de campaña he pensado en varios, y todos dependientes de la necesidad de figurar en ellos como hombre de fortuna. ¿Cómo, si no, miss Phillips se sentiría inclinada a aceptar mi mano, sin contar el previo divorcio con su mal esposo?

Tal simulación es fácil, pero no basta. Precisa además revestir mi nombre de una cierta responsabilidad en el orden artístico, que un jefe de sección de ministerio no es común posea. Con esto y la protección del dios que está más allá de las probabilidades lógicas, cambio de estado.

Con cuanto he podido hallar de chic en recortes y una profusión verdaderamente conmovedora de retratos y cuadros de estrellas, he ido a ver a un impresor.

—Hágame —le dije— un número único de esta ilustración. Deseo una cosa extraordinaria como papel, impresión y lujo.

—¿Y estas observaciones? —me consultó—. ¿Tricromías?

—Desde luego.

—¿Y aquí?

—Lo que ve.

El hombre hojeó lentamente una por una las páginas y me miró.

—De esta ilustración no se va a vender un solo ejemplar —me dijo.

—Ya lo sé. Por esto no haga sino uno solo.

—Es que ni éste se va a vender.

—Me quedaré con él. Lo que deseo ahora es saber qué podrá costar.

—Estas cosas no se pueden contestar así… Ponga ocho mil pesos, que pueden resultar diez mil.

—Perfectamente; pongamos diez mil como máximo por diez ejemplares. ¿Le conviene?

—A mí, sí; pero a usted creo que no.

—A mí, también. Apróntemelos, pues, con la rapidez que den sus máquinas.

Las máquinas de la casa impresora en cuestión son una maravilla; pero lo que le he pedido es algo para poner a prueba sus máximas virtudes. Véase, si no: una ilustración tipo
L’Illustration
en su número de Navidad, pero cuatro veces más voluminosa. Jamás, como publicación quincenal, se ha visto nada semejante.

De diez mil pesos, y aun cincuenta mil, yo puedo disponer para la campaña. No más, y de aquí mi aristocrático empeño en un tiraje reducidísimo. Y el impresor tiene a su vez, razón de reírse de mi pretensión de poner en venta tal número.

En lo que se equivoca, sin embargo, porque mi plan es mucho más sencillo. Con ese número en la mano, del cual soy director, me presentaré ante empresarios, accionistas, directores de escena y artistas del cine, como quien dice: en Buenos Aires, capital de Sudamérica, de las estancias y del entusiasmo por las estrellas, se fabrican estas pequeñeces. Y los yanquis, a mirarse a la cara.

A los compatriotas de aquí que hallen que esta combinación rasa como una tangente a la estafa, les diré que tienen mil veces razón. Y más aún: como el constituirse en editor de tal publicación supone conjuntamente con una devoción muy viva por las bellas actrices, una fortuna también ardiente, la segunda parte de mi plan consiste en pasar por hombre que se ríe de unas decenas de miles de pesos para hacer su gusto. Segunda estafa, como se ve, más rasante que la interior.

Pero los mismos puritanos apreciarán que yo juego mucho para ganar muy poco: dos ojos, por hermosos que sean, no han constituido nunca un valor de bolsa.

Y si al final de mi empresa obtengo esos ojos, y ellos me devuelven en una larga mirada el honor que perdí por conquistarlos, creo que estaré en paz con el mundo, conmigo mismo, y con el impresor de mi revista.

Estoy a bordo. No dejo en tierra sino algunos amigos y unas cuantas ilusiones, la mitad de las cuales se comieron como bombones mis dos novias. Llevo conmigo la licencia por seis meses, y en la valija los diez ejemplares. Además, un buen número de cartas, porque cae de su peso que a mi edad no considero bastante, para acercarme a miss Phillips, toda la psicología de que he hecho gala en las anteriores líneas.

¿Qué más? Cierro los ojos y veo, allá lejos, flamear en la noche una bandera estrellada. Allá voy, divina incógnita, estrella divina y vendada como el Amor.

Por fin en Nueva York, desde hace cinco días. He tenido poca suerte, pues una semana antes se ha iniciado la temporada en Los Ángeles. El tiempo es magnífico.

—No se queje de la suerte —me ha dicho mientras almorzábamos mi informante, un alto personaje del cinematógrafo—. Tal como comienza el verano, tendrán allá luz como para impresionar a oscuras. Podrá ver a todas las estrellas que parecen preocuparle, y esto en los talleres, lo que será muy halagador para ellas; y a pleno sol, lo que no lo será tanto para usted.

—¿Por qué?

—Porque las estrellas de día lucen poco. Tienen manchas y arrugas.

—Creo que su esposa, sin embargo —me he atrevido—, es…

—Una estrella. También ella tiene esas cosas. Por esto puedo informarle. Y si quiere un consejo sano, se lo voy a dar. Usted, por lo que puedo deducir, tiene fortuna; ¿no es cierto?

—Algo.

—Muy bien. Y lo que es más fácil de ver, tiene un confortante entusiasmo por las actrices. Por lo tanto, o usted se irá a pasear por Europa con una de ellas y será muerto por la vanidad y la insolencia de su estrella, o se casará usted y se irán a su estancia de Buenos Aires, donde entonces será usted quien la mate a ella, a lazo limpio. Es un modo de decir pero expresa la cosa. Yo estoy casado.

—Yo no; pero he hecho algunas reflexiones sobre el matrimonio…

—Bien. ¿Y las va a poner en práctica casándose con una estrella? Usted es un hombre joven. En South America todos son jóvenes en este orden. De negocios no entienden la primera parte de un film, pero en cuestiones de faldas van aprisa. He visto a algunos correr muy ligero. Su fortuna, ¿la ganó o la ha heredado?

—La heredé.

—Se conoce. Gástela a gusto.

Y con un cordial y grueso apretón de manos me dejó hasta el día siguiente.

Esto pasaba anteayer. Volví dos veces más, en las cuales amplió mis conocimientos. No he creído deber enterarlo a fondo de mis planes, aunque el hombre podría serme muy útil por el vasto dominio que tiene de la cosa, lo que no le ha impedido, a pesar de todo, casarse con una estrella.

—En el cielo del cine —me ha dicho de despedida—, hay estrellas, asteroides y cometas de larga cola y ninguna sustancia dentro. ¡Ojo, amigo…
panamericano
! ¿También entre ustedes está de moda este film? Cuando vuelva lo llevaré a comer con mi mujer; quedará encantada de tener un nuevo admirador más. ¿Qué cartas lleva para allá?… No, no; rompa eso. Espere un segundo… Esto sí. No tiene más que presentarse y casarse.
¡Ciao!

Al partir el tren me he quedado pensando en dos cosas: que aquí también el
¡ciao!
aligera notablemente las despedidas, y que por poco que tropiece con dos o tres tipos como este demonio escéptico y cordial, sentiré
el frío del matrimonio
.

Esta sensación particularísima la sufren los solteros comprometidos, cuando en la plena, somnolienta y feliz distracción que les proporciona su libertad, recuerdan bruscamente que al mes siguiente se casan. ¡Ánimo, corazón!

El escalofrío no me abandona, aunque estoy ya en Los Ángeles y esta tarde veré a la Phillips.

Mi informante de Nueva York tenía cien veces razón; sin las cartas que él me dio no hubiera podido acercarme ni aun a las espaldas de un director de escena. Entre otros motivos, parece que los astrónomos de mi jaez abundan en Los Ángeles, efecto del destello estelar. He visto así allanadas todas las dificultades, y dentro de dos o tres horas asistiré a la filmación de
La gran pasión
, de la Blue Bird, con la Phillips, Stowell, Chaney y demás, ¡por fin!

He vuelto a tener ricos informes de otro personaje, Tom H. Burns, accionista de todas las empresas, primer recomendado de mi amigo neoyorquino. Ambos pertenecen al mismo tipo rápido y cortante. Estas gentes nada parecen ignorar tanto como la perífrasis.

—Que usted ha tenido suerte —me dijo el nuevo personaje—, se ve con sólo mirarlo. La Universal había proyectado un
raid
por el Arizona, con el grupo Blue Bird. Buen país aquél. Una víbora de cascabel ha estado a punto de concluir con Chaney el año pasado. Hay más de las que se merece el Arizona. No se fíe, si va allá. ¿Y su ilustración…? ¡Ah!, muy bien. ¿Esto lo hicieron ustedes en la Argentina? Magnífico. Cuando yo tenga la fortuna suya voy a hacer también una zoncera como ésta. Zoncera, en boca de un buen yanqui, ya sabe lo que quiere decir. ¡Ah, ah…! Todas las estrellas. Y algunas repetidas. Demasiado repetidas, es la palabra, para un simple editor. ¿Usted es el editor?

—Sí.

—No tenía la menor duda. ¿Y la Phillips? Hay lo menos ocho retratos suyos.

—Tenemos en la Argentina una estimación muy grande por esta artista.

—¡Ya lo creo! Esto se ve con sólo mirarle a usted la cara. ¿Le gusta?

—Bastante.

—¿Mucho?

—Locamente.

—Es un buen modo de decir. Hasta luego. Lo espero a las tres en la Universal.

Y se fue. Todo lo que pido es que este sentimiento hacia la Phillips, que, según parece,
se me ve enseguida en la cara
, no sea visto por ella. Y si lo ve, que lo guarde su corazón y me lo devuelvan sus ojos.

Mientras escribo esto no me conformo del todo con la idea de que ayer vi a Dorothy Phillips, a ella misma, con su cuerpo, su traje y sus ojos. Algo imprevisto me había ocupado la tarde, de modo que apenas pude llegar al taller cuando el grupo Blue Bird se retiraba al centro.

—Ha hecho mal —me dijo mi amigo—. ¿Trae su ilustración? Mejor; así podrá hojeársela a su favorita. Venga con nosotros al bar. ¿Conoce a aquel tipo?

—Sí; Lon Chaney.

—El mismo. Tenía los pliegues de la boca más marcados cuando se acostó con el crótalo. Ahí tiene a su estrella. Acérquese.

Pero alguno lo llamó, y Burns se olvidó de mí hasta la mitad de la tarde, ocupado en chismes del oficio.

En la mesa del bar —éramos más de quince— yo ocupé un rincón de la cabecera, lejos de la Phillips, a cuyo lado mi amigo tomó asiento. Y si la miraba yo a ella no hay para qué insistir. Yo no hablaba, desde luego, pues no conocía a nadie; ellos, por su parte, no se preocupaban en lo más mínimo de mí, ocupados en cruzar la mesa de diálogos en voz muy alta.

Al cabo de una hora Burns me vio.

—¡Hola! —me gritó—. Acérquese aquí. Duncan, deje su asiento, y cámbielo por el del señor. Es un amigo reciente, pero de unos puños magníficos para hacerse ilusiones. ¿Cierto? Bien, siéntese. Aquí tiene a su estrella. Puede acercarse más. Dolly, le presento a mi amigo Grant, Guillermo Grant. Habla inglés, pero es sudamericano, como a mil leguas de México. ¡Ojalá se hubieran quedado con el Arizona! No la presento a usted, porque mi amigo la conoce. ¿La ilustración, Grant? Usted verá, Dolly, si digo bien.

No tuve más remedio que tender el número, que mi amigo comenzó a hojear del lado derecho de la Phillips.

—Vaya viendo, Dolly. Aquí, como es usted. Aquí, como era en
Lola Morgan

Le pasó el número, que ella prosiguió hojeando con una sonrisa. Mi amigo había dicho ocho, pero eran doce los retratos de ella. Sonreía siempre, pasando rápidamente la vista sobre sus fotografías, hasta que se dignó volverse a mí:

—¿Suya, verdad, la edición? Es decir, ¿usted la dirige?

—Sí, señora.

Aquí una buena pausa, hasta que concluyó el número. Entonces mirándome por primera vez en los ojos, me dijo:

—Estoy encantada…

—No deseaba otra cosa.

—Muy amable. ¿Podría quedarme con este número?

Como yo demorara un instante en responder, ella añadió:

—Si le causa la menor molestia…

—¿A él? —volvió la cabeza a nosotros mi amigo—. No.

—No es usted, Tom —objetó ella—, quien debe responder.

A lo que repuse mirándola a mi vez en los ojos con tanta cordialidad como ella a mí un momento antes:

—Es que el solo hecho, miss Phillips, de haber dado en la revista doce fotografías suyas me excusa de contestar a su pedido.


Miss
—observó mi amigo, volviéndose de nuevo—. Muy bien. Un kanaca de tres años no se equivocaría. Pero para un americano de allá abajo no hay diferencia.
Mistress
Phillips, aquí presente, tiene un esposo. Aunque bien mirado… Dolly, ¿ya arregló eso?

—Casi. A fin de semana, me parece…

—Entonces,
miss
de nuevo. Grant: si usted se casa, divórciese; no hay nada más seductor, a excepción de la propia mujer, después.
Miss
. Usted tenía razón hace un momento. Dios le conserve siempre ese olfato.

Y se despidió de nosotros.

—Es nuestro mejor amigo —me dijo la Phillips—. Sin él, que sirve de lazo de unión, no sé qué sería de las empresas unas en contra de las otras.

No respondí nada, claro está y ella aprovechó la feliz circunstancia para volverse al nuevo ocupante de su derecha y no preocuparse en absoluto de mí.

Quedé virtualmente solo, y bastante triste. Pero como tengo muy buen estómago, comí y bebí con digna tranquilidad que dejó, supongo, bien sentado mi nombre a este respecto.

Así, al retirarnos en comparsa, y mientras cruzábamos el jardín para alcanzar los automóviles, no me extrañó que la Phillips se hubiera olvidado hasta de sus doce retratos en mi revista —¡y qué diremos de mí!—. Pero cuando puso un pie en el automóvil se volvió a dar la mano a alguno, y entonces alcanzó a verme.

—¡Señor Grant! —me gritó—. No se olvide de que nos prometió ir al taller esta noche.

Y levantando el brazo, con ese adorable saludo de la mano suelta que las artistas dominan a la perfección:


¡Ciao!
—se despidió.

Tal como está planteado este asunto, hoy por hoy, pueden deducirse dos cosas:

Primera. Que soy un desgraciado tipo si pretendo otra cosa que ser un
south
americano salvaje y millonario.

Segunda. Que la señorita Phillips se preocupa muy poco de ambos aspectos, a no ser para recordarme
por casualidad
una invitación que no se me había hecho.

—«No se olvide que lo esperamos»…

Muy bien. Tras mi color trigueño hay dos o tres estancias que se pueden obtener fácilmente, sin necesidad en lo sucesivo de hacer muecas en la pantalla. Un sudamericano es y será toda la vida un rastacuero, magnífico marido que no pedirá sino cajones de champaña a las tres de la mañana, en compañía de su esposa y de cuatro o cinco amigos solteros. Tal piensa miss Phillips.

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