—Sé que me estoy repitiendo, pero nunca habremos revisado demasiado a fondo esta parte del asunto. —Aníbal señaló un papiro en el cual podían verse cifras, cuadrículas y líneas—. Será nuestra primera batalla contra un ejército romano completo. Lo hemos hablado muchas veces, pero cuando uno se enfrenta a legiones romanas hay que repetirlo todo. Si se quiere sobrevivir.
Antígono sostenía una antorcha sobre la mesa. En los rostros de los oficiales no veía aburrimiento ni rechazo contra la repetición, sólo rostros tensos que casi no respiraban, atención, decisión y seriedad. Y algo más: una total entrega a aquel hombre delgado que tenía en la cabeza todos los detalles que parecían ahogar a los demás.
—Las posibilidades de formación de la legión en la batalla son infinitas—. Aníbal sonrió—. Pero los romanos no saben que podrían convertir ese arma en una aún más afilada, flexible y mortal. Se aferran a la falange helénica, en lugar de buscar formar pequeñas unidades móviles. En este terreno, ya veremos, mañana. Hay, sobre todo, unas cuantas cosas básicas muy importantes. El legionario es ciudadano de Roma; no pelea por lealtad a un general ni por dinero, sino por todo. Si huye, no puede volver a su casa, como nuestros libios o íberos, pierde todo el honor, todas sus propiedades y, generalmente, la vida. Así que no contéis con que vuestros movimientos laterales puedan separar pequeños grupos que luego se rindan; antes preferirían morir.
Señaló las líneas y cuadriculas del papiro.
—Fijaos en el difícil número diez, es decisivo. —Esperó hasta que las risas sordas hubieron terminado—. La legión está formada por pequeñas unidades que, como ya he dicho, no utilizan de forma adecuada. Empecemos desde abajo. La
centuria
es la unidad básica; no está formada por cien hombres, como podría pensarse, sino por sesenta soldados capitaneados por un
centurio
. —Volvió a levantar la vista—. Si conseguís matar a la mitad de todos los centuriones, tendremos ganada más de la mitad de la batalla. Son más importantes que todos los demás, más importantes que los mismos
tribuni
; sólo el cónsul tiene mayor valor. Sigamos. Dos
centuriae
forman un
manipulus
, que está al mando de dos centuriones, naturalmente. La legión posee diez manípulos de
velites
, esto es, de soldados de armamento ligero; eso hace mil doscientos escaramuzadores. Constituyen la primera fila de la falange, o en realidad, una fila anterior a la primera. Luego vienen diez manípulos de
hastati
, que originariamente eran lanceros, pero desde hace mucho tiempo llevan tanto lanza como espada. Estos ya no llevan armamento ligero, sino más bien semiligero; son los más jóvenes e inexpertos. Forman la primera línea de batalla. Detrás de éstos vienen diez manípulos de
príncipes
, los hombres más importantes, la mayoría tiene entre veinte y treinta años, llevan varios años de servicio y varias campañas. La tercera fila la forman, como su nombre lo indica, los
triarii
; son veteranos; de éstos sólo hay cinco manípulos, diez
centuriae
.
El estratega sonrió al observar los rostros de sus oficiales, en algunos de los cuales podía verse claramente que sacar cuentas no era su diversión preferida.
—En el campamento y durante la marcha forman
cohortes
, compuestas de un manípulo de
hastati
, un manipulo de
príncipes
y una centuria de
triarii
. Seria una buena unidad de lucha, pero nunca la utilizan en batalla. A esto hay que agregar trescientos jinetes por legión. Pero mañana no tendremos frente a nosotros a mil doscientos jinetes, sino a cuatro mil, algunos aliados, más los que pudo salvar Cornelio.
Se levantó, no miró más la mesa y recorrió cada uno de los rostros con la mirada.
—Amigos, matad a los centuriones, tomad los estandartes. Asdrúbal, mañana tú estarás al mando de nuestros hombres de armamento ligero, baleares y ligures. Además te daré a la mitad de los soldados de a pie ibéricos. ¿A quién quieres como segundo?
Asdrúbal el Cano titubeó.
—A Hannón, si es posible.
Hannón, el hijo del antiguo sufete, sonrió.
—Por mi está bien, a menos que tengas otra cosa pensada para mi, señor.
—No. Está bien. Asdrúbal dará las órdenes mientras se mantengan las filas. No tendréis problemas para ahuyentar a los vélites romanos; con los íberos seréis casi el triple. Si todo sucede como os he dicho antes, después avanzarán contra vosotros los hastati. Molestadlos un poco, pero sólo brevemente. Asdrúbal llevará la mitad de sus hombres hacia la izquierda, Hannón llevará el resto hacia la derecha. Discutid vosotros los detalles. Luego caeréis sobre las alas de la caballería romana. Cuando ésta se haya retirado, avanzad y atacad por los flancos a los príncipes y triarios. La retaguardia la dejaremos en manos de Magón. ¿Alguna pregunta? Bien. Pasemos a los otros grupos…
A primera hora de la mañana, de otra horrible mañana húmeda y helada, Antígono se encontraba en la inusual condición de jefe del campamento. Aníbal tenía algunos deseos en lo referente al orden y la limpieza; señal de la seguridad con que encaraba la batalla eran los casi mil hombres que había dejado al heleno para que limpiaran el campamento. Antígono dirigía la limpieza.
Al amanecer partieron los númidas restantes, cruzaron el Trebia y atacaron el campamento romano; cuando la escaramuza con los centinelas adelantados se convirtió en una gran batalla y Sempronio envió tropas arrancadas de su sueño y sin desayunar, la caballería ligera se retiró poco a poco, se dejó arrinconar contra el río y recibió el refuerzo de soldados de a pie celtas salidos del campamento púnico. Sempronio envió más unidades hacia el río.
Aníbal había enviado a sus hombres a descansar muy temprano, los había hecho despertar también muy temprano y se había preocupado de que desayunaran lo suficiente. Los númidas y celtas, que debían cruzar el río, habían tenido que untarse el cuerpo con aceite. Cuando los celtas intervinieron y luego se retiraron junto con los númidas a través del río, perseguidos por romanos que habían dormido poco y sentían hambre y frío, Asdrúbal y Hannón salieron del campamento con los hombres de armamento ligero, marcharon velozmente hacia la orilla occidental del Trebia y rodearon a los romanos sin hacerlos retroceder hacia el río. Esto obligó a Sempronio a enviar más refuerzos a través del agua helada.
Las tropas de Aníbal dejaban que los romanos las rechazaran y luego volvían a atacar; nuevas unidades púnicas, descansadas y bien abrigadas, salían del campamento y acosaban a los perseguidores romanos, obligando a más unidades romanas a salir a la batalla, que llegó a cobrar tales dimensiones que a Sempronio no le quedó más remedio que enviar a todo su ejército para no perder las tropas que ya había puesto en combate.
Pasaron varias horas hasta que aquello se convirtió en una verdadera batalla campal, horas en que los romanos, sin haber comido, vestidos con ropas insuficientes y calados hasta los huesos por las heladas aguas del Trebia, tuvieron que luchar contra hombres descansados, bien vestidos y alimentados, y, los que tenían que entrar en el agua, con el cuerpo untado de aceite.
Los romanos siguieron los cálculos de Aníbal. La apisonadora romana escalonada en tres niveles y compuesta por casi treinta y seis mil hombres avanzó hacia los púnicos; Asdrúbal y Hannón movilizaron a sus hombres hacia las alas. Allí estaban los cuatro mil jinetes romanos, enfrascados en tenaces combates individuales contra los diez mil jinetes númidas, íberos y celtas; cuando intervinieron los arqueros, lanceros y honderos, la caballería romana quedó rodeada y fue rechazada y derrotada completamente.
El grueso de las tropas de a pie —libios, la mitad de los íberos y un gran número de celtas— estaba bajo el mando del propio Aníbal. El estratega había mandado formar pequeños grupos dirigidos por gente muy capaz, como Bonqart, Cartalón, Himilcón y Monómaco, y que al toque de determinadas señales de trompeta se separaban o se juntaban. El ataque de los itálicos golpeó contra los celtas que se encontraban en el medio de las filas púnicas. Los elefantes, que estaban esperando la señal en las alas, detrás de la caballería, se pusieron en movimiento e hicieron huir a los espantados cenomanos. Luego atacaron los flancos romanos junto con la caballería y los hombres de armamento ligero.
Entretanto, los romanos se habían abierto paso arrastrando las líneas de celtas y libios; Aníbal mandó tocar la señal convenida; detrás de los romanos, los arbustos, árboles y maleza de la orilla del río escupieron a los jinetes y soldados de a pie de Magón. Estos completaron el cerco.
Al día siguiente el campamento fue desmontado; gracias al trabajo de limpieza realizado por Antígono y sus hombres todo se hizo rápidamente y sin contratiempos. El clima y la estación, además de las exigencias estratégicas, no permitieron un largo descanso después de la batalla. Aníbal quería levantar lo más pronto posible un campamento de invierno, estable y seguro, en los linderos de los territorios bojos, cerca de las fortificaciones romanas más importantes que quedaban. Llevaron consigo a los prisioneros y heridos.
Del lado púnico había habido pocas bajas; sin embargo, muchos celtas habían caído cuando casi diez mil soldados romanos se abrieron paso a través de sus filas. Las irremplazables tropas de élite formadas por libios e íberos apenas si habían sufrido bajas, lo mismo que los jinetes íberos y númidas. Los elefantes lo habían pasado peor. Muchos de ellos ya estaban debilitados por el frío y las enfermedades; ahora a esto se sumaban graves heridas: en el tumulto, los romanos de armamento ligero habían intentado clavar sus lanzas y hasta sus espadas en las zonas sensibles y desprotegidas de los animales, debajo del rabo y en el abdomen.
Pero en conjunto las bajas eran de poca importancia. De todas las unidades, de la que más fácilmente se podía prescindir era de la desordenada horda de celtas. Libios e íberos habían conocido la fuerza combativa de los legionarios sin necesidad de ver derramada su propia sangre; sin duda, una victoria.
Sin embargo, había otras cosas más importantes. Dos ejércitos consulares reforzados con aliados, más de cuarenta mil hombres en total, representaban una fuerza monstruosa como nunca la habían visto los celtas del norte de Italia. Hacia unos cuantos años habían bastado pequeñas unidades para «exterminar» y «castigar» a las tribus, como se decía en Roma. Y ahora este terrible enemigo, estos tiranos, ladrones, criminales, habían sido derrotados por soldados que habían vencido a los Alpes y estaban al servicio de un general que ya era comparado con Alejandro y Pirro, y ese hombre enviaba a sus casas a los prisioneros itálicos, aliados de Roma, sin exigir un rescate, en parte incluso como regalo. Estos se encargarían de esparcir el mensaje de Aníbal: Cartago no lucha contra Italia, Cartago lucha únicamente contra Roma, y Aníbal ofrece a todos los que se unan a esa lucha contra el yugo romano la libertad, la restitución de los antiguos derechos y costumbres: (exención de los tributos y la conscripción militar forzosa, libertad para volver a los antiguos idiomas y costumbres).
Los prisioneros romanos fueron utilizados como esclavos o vendidos como tales; casi veinte mil legionarios habían muerto en Trebia. Era el peor golpe que Roma había recibido jamás en una batalla campal. No quedaba ningún ejército romano en todo el norte de Italia. Los aproximadamente quince mil supervivientes de la batalla de Trebia erraban desbandados a través del paisaje invernal; sólo algunos llegaron a las fortificaciones romanas, dispersas, muchos se ahogaron en el Trebia o murieron congelados en las heladas noches. Aquí y allá había pequeñas tropas de ocupación en las fortalezas y tropas de apoyo en las colonias romanas, pero la cadena que aseguraba las riberas del Padus y las unía a Roma se había roto. El ejército púnico dominaba el norte y las carreteras. Y aquellos celtas que hasta entonces se habían mantenido a la espera enviaban al campamento de Aníbal soldados y caballos, armas y víveres, cuero y tela.
Pero el invierno fue más largo y crudo que todos los que los habitantes de las riberas del Padus habían vivido desde hacia décadas. Antígono lo encontraba aún peor que los dos inviernos que había pasado en Britania, pues aquí el frío nunca superaba a la humedad. Caía bastante nieve como para cubrirlo todo, pero ésta no tardaba en derretirse; los caminos eran pantanos lodosos. Los ríos crecían, desbordaban sus orillas, inundaban sembrados y pastizales; el agua era helada, pero no se convertía en hielo. Los celtas de la región padecían, y también los íberos, acostumbrados a los inviernos nevados y secos de las regiones montañosas. Todavía peor lo pasaban los libios, númidas, libiofenicios, gatúlicos y púnicos; pero quienes más sufrían eran los animales. En el transcurso de los veinte días siguientes a la batalla murieron veintinueve elefantes, por enfermedades, frío, humedad, a consecuencia de sus heridas, por la suma de todo esto. También murieron muchos caballos númidas. Las armas se oxidaron, se pusieron romas y quebradizas antes de que pudieran construirse alojamientos sólidos para todos los hombres. Naturalmente, los romanos puestos en fuga destruyeron los almacenes de provisiones; como todos los celtas del norte de Italia se habían unido a los púnicos y los aprovisionaban de lo necesario, los víveres no eran problema por la cantidad, aunque si por la calidad. A menudo el grano se llenaba de moho durante el lento transporte, a través del paisaje helado y húmedo, desde los graneros celtas hasta el campamento de invierno de Aníbal. Caballos morían por comer heno podrido.
A mediados del invierno llegaron los primeros mensajes de Aníbal a Iberia y Kart-Hadtha, y los de esos lugares al estratega. En una carta a Antígono, Bostar informaba del alegre ambiente de victoria que se respiraba en el tibio invierno de Libia. Las noticias del cruce de los Alpes y de las victorias de Ticinus y Trebia prevalecían sobre las malas noticias procedentes de otras regiones.
Antígono se presentó ante Aníbal con el sorprendente informe de Bostar. El estratega se encontraba en su tienda; Aníbal había renunciado a las comodidades de una casa seca mientras todos sus soldados no tuvieran un alojamiento sólido. Estaba envuelto en su manto de lana roja, sentado a una pequeña mesa, leyendo, escribiendo y dictando al mismo tiempo a Sosilos, sentado sobre la litera con las piernas cruzadas y una tablilla y papiro en las manos, le castañeteaban los dientes.